Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

Desde adentro: la madrugada que el viento tiró a Estrella y su gente volvió a ponerlo de pie

Se cumplen hoy 40 años de uno de los fenómenos meteorológicos más impactantes que se registraron en la ciudad.

 

Por Fernando Rodríguez

Instagram: ferodriguez_

Twitter: @rodriguezefe

(Nota publicada en la edición impresa)

 

   Papá recién había salido para ir a trabajar a la panadería, como lo hacía casi todas las noches de su vida. Esa madrugada del 13 de febrero de 1982 estaba tormentosa, aunque él le restaba importancia, lo minimizaba. No le tenía miedo a nada, y menos al sacrificio por el laburo.

   Y allá fue, pedaleando despacito en su bicicleta, desde el barrio San Martín, frente a la Oleaginosa Moreno, hasta Don Bosco y Charlone, el lugar donde durante 29 años amasó el pan de cada día.

   El auto quedaba en el garaje, bajo techo, a resguardo. A él poco le gustaba manejar. La bici, por el contrario, era su medio más confiable de traslado. Es más, se la tuvimos que “secuestrar” cuando cumplió 75 años, casi sin que lo advirtiera. Otra etapa había quedado atrás.

   Afuera, en la calle, esa noche dormía la F100 de Pinino, el primo lejano de Guaminí, aunque cercano desde lo afectivo, que de vez en cuando se daba una vuelta por Bahía con Elsa y los chicos.

   Venían a disfrutar de la ciudad. Y ese día habían decidido regresar. No obstante, se quedaron para ver las motos y al tío Mati, aunque el Speedway, finalmente, se suspendió por el clima.

   Cuando todos habían decidido acostarse y tratar de pasar lo mejor posible la calurosa noche, de repente el fuerte silbido del viento anunció que algo estaba viniendo. Eran las tres y diez.

   Como había visitas, a mí me tocaba dormir en el sillón del living, pegado a la ventana que daba a la calle.

   Mamá andaba a las vueltas, y ante la primera fuerte ráfaga de viento intentó cerrar la ventana, cuando todavía podía dejarse abierta durante la noche. En realidad, ¡ni pudo acercarse!

   Ahí tomamos real dimensión de que se trataba de algo diferente a una tormenta de verano.

   El viento de unos 130 kilómetros la empujaba hacia atrás, como si tuviera una mano pesada sobre su pecho. Su intento se frustró una y otra vez. Fue imposible.

   La intensa lluvia golpeaba, nos atacaba y nuestra defensa se debilitaba. El clima, definitivamente, mostraba su enojo; no había forma de contenerlo.

   Las cortinas flameaban como una bandera, la mesita del tele se corría, los adornos se caían y, encima, se cortó la luz.

   “¿¡Qué pasa, qué pasa...!?”, gritábamos, aterrados, escuchando fuertes ruidos y sintiendo que saldríamos volando. Se generó un caos en cuestión de segundos. A esta altura no se veía nada.

   Mientras nos hacíamos preguntas sin respuestas e intentábamos refugiarnos en la cocina, el señor viento se apiadó de nosotros y después de unos 30 segundos de furia tomó otro rumbo, se alejó como un avión cuando despega.

   La primera reacción, por instinto y tomándose la cabeza, fue de mamá: “¿Y tu padre (bien española mi vieja), habrá llegado?”.

   La preocupación nos invadió. Aún no sabíamos qué había pasado. No existían los celulares, claro. Nos alumbrábamos con la tenue luz de una vela. Asustaba el silencio sepulcral de la calle. Nadie se animaba a salir.

   Sólo se alcanzaban a visualizar algunos escombros, chapas retorcidas y cables colgando. Y ahí, rodeada, la F100. “¡La camioneta!”.

   La ansiedad fue más fuerte y los mayores, linterna en mano y toallones sobre la cabeza, fueron a verificar los posibles daños.

   La fortaleza del viento –milagrosamente- sólo levantó la camioneta y, en forma paralela a como estaba estacionada, la puso con dos ruedas sobre la vereda, sin que la rozara absolutamente nada. Increíble, ¿no? Sí, pero real.

   Ahí surgieron las preguntas, las dudas, las vivencias de cada uno y mamá que calentaba la pava para intentar pasar el tiempo compartiendo algún mate hasta el amanecer. Estaba “boleada” (una definición bien de ella). Aunque ninguno tomó mate, porque nunca lo cebó. La cabeza estaba en otra cosa. Todos deambulábamos por la casa.

   Hasta que la noche comenzó a darle lugar al día, que nos recibía con una dura realidad, multiplicada entre los vecinos de la cuadra.

   A Ruben y Ester, los entrañables vecinos de toda la vida, les había volado las tejas y las tapas de los tanques de agua.

   Nuestros dos galponcitos, que estaban al fondo del patio, habían quedado a cielo abierto (nunca se supo dónde volaron los techos), y la casa tenía alguna rotura.

   En medio, la comunicación telefónica de papá trajo alivio, avisando que había llegado justo al trabajo. El panorama empezaba a aclararse y, a la vez, a teñirse de negro.

   El peor resultado se había registrado a la vuelta, en la cancha ubicada en Falcón y España, la de Estrella, la segunda casa de muchos.

   Entre los pocos que caminaban como zombies por la calle esquivando todo lo que había quedado al paso, allá venía Doña Porota, despacito, apoyándose en los frentes de las casas. Se la notaba devastada. Cuando llegó hasta donde estábamos se frenó, no aguantó y se quebró: “¡Nos tiró el club!”, contó acongojada, una de las tantas fieles hinchas de muchos años.

   No paraba de llorar. Venía de ahí. De ver la derrota más dura de la historia del club, esta vez ante un rival desconocido, traicionero, que difícilmente diera revancha.

   Ese visitante que soplando de Oeste a Este entró por las ventanas, embolsó el gimnasio  y, en forma de implosión, tiró las paredes y aplastó el techo sobre el parquet flotante, entonces el único de la ciudad además de Estudiantes.

   No sufrir ninguna víctima servía de consuelo. Pudo ser una verdadera catástrofe si el fenómeno se adelantaba unas horas y cruzaba por ahí, donde pasábamos la mayor parte del día.

   El mismo lugar donde entrenó hasta última hora del viernes la selección de Provincia de cadetes y que al finalizar, afortunadamente, cerraron las puertas y todos volvimos a casa, sin saber, claro, que era la despedida.

   Regresar al día siguiente para terminar de creer lo que nos contaban resultó un duro desafío. El recorrido, el de siempre: Fitz Roy hasta Falcón. Esta vez, pasando por delante de la habitual puerta de acceso. Hubo que seguir hasta la esquina con España, donde estaba la evidencia.

   Fue cuestión de tragar saliva y tratar de soportar esa patada en el pecho, evitando que saltaran las lágrimas. Durísimo.

   Esta sensación duró poco. Nadie, ni chicos ni grandes, se permitían dejar ahí sepultado el sentimiento y los sueños. Y entre todos, en un acuerdo tácito y contagiando con el ejemplo, cada uno puso manos a la obra.

  Gente trepando como gatos por las cabriadas retorcidas, removiendo escombros, acomodando tablitas de parquet y pibitos –como nosotros- limpiando y amontonando ladrillos, son algunas de las imágenes imborrables y que aún hoy movilizan.

   La venta de las calcomanías que alguno aún conserva, la pared de espaldas a la tribuna con la leyenda “colabore, gracias a ud. estaremos de pie”, la asamblea inmediata en la que se decidió reconstruir el gimnasio, los dos partidos a beneficio en los que la ciudad respaldó llenando el Casanova, la precaria construcción de las dos canchitas en el Mercado Victoria, el deambular de club en club para entrenar y jugar de local... Ufff... ¡Cuántos recuerdos!

   Y detrás de eso, la dirigencia, entusiasta, incansable, responsable y valiente que trabajó desde el silencio, golpeando puertas, soportando la montaña rusa anímica de alegrías y sinsabores durante cinco años, hasta que llegó el día, más precisamente el 12 de junio de 1987.

   No era un día más, no es un día más. Al menos para mí. Ese día cumplí 16 años y, como un regalo del cielo, el Equipo de Siempre, con los monstruos bahienses de los que tanto habíamos escuchado hablar, inauguraba el flamante gimnasio.

   Hoy se cumplen 40 años de uno de los días más tristes que me tocó vivir, de tratar de entender lo inentendible. A partir de ahí nada fue igual en el club. Contrariamente, todo fue mejor.

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