Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Un calificado cliente entró al kiosco, sorprendió a Ricardo Segal, y le puso música a su vida

Sin buscarlo aunque, acaso, persiguiéndolo, a los 45 años comenzó a estudiar canto lírico. Ya participó en varias óperas. “Es un entrenamiento continuo, parecido al deporte”, comparó el mendocino.

La partitura, uno de los videos en el celular y la sonrisa de Ricardo que sintetiza su felicidad. Fotos: Emmanuel Briane y archivo-La Nueva.

 

Por Fernando Rodríguez / twitter: @rodriguezefe / instagram: ferodriguez_

 

   Ricardo mira a la cámara, se enternece y suelta: “Lo bonita que es esta canción...”.

   De fondo suena la melodía de “Viejo Matías”. Él, con voz firme, se anima a ponerle letra a ese tema de Víctor Heredia.

   Disfruta, lo siente, se atreve y hasta sueña: “Me encantaría estar arriba de un escenario. Me gusta el canto lírico, porque es súper exigente. Te obliga a prepararte”.

   Y compara: “Es un entrenamiento continuo, parecido al deporte. No lo desarrollás en un gimnasio, pero necesitás horas de estudio, práctica diaria y ejercicios de aire”.

El lado menos conocido de Segal, frente al público, pero lejos de las canchas.

 

   Este exbasquetbolista mendocino que llegó a Bahía en 1984 para jugar por Villa Mitre, hoy tiene 54 años y hace nueve le halagaron algo que él jamás había advertido.

   Un sábado, poco después de abrir su kiosco que tenía en la cortada Drago, entró un cliente. No era uno más. Curiosamente se trataba de Enrique Gibert Mella, uno de los barítonos del Colón, a quien la noche anterior él había aplaudido en el Teatro Municipal.

Enrique Gibert Mella

 

   El hombre se alojaba en un hotel de calle O’Higgins, a la vuelta del kiosco, que resultó el punto de encuentro o el inicio de la historia.

   “Cuando entró me di cuenta quién era. Inmediatamente –recordó Segal– le conté que había ido al teatro y él medio que se emocionó, porque me dijo que a ellos generalmente no los reconoce nadie”.

   Así, a los 45 años, se le presentó un desafío que, sin buscarlo, acaso descubrió que siempre persiguió.

Ricardo, en medio del ensayo. Una rutina diaria.

 

   —¿Vos cantás?

   —Nooo... Ya soy grande.

   —Mirá, yo en Buenos Aires tengo alumnos más grandes que vos. Tenés una voz importante. No tenés edad para hacer carrera en el Metropolitan de Nueva York, pero sí podés llegar a cantar en algún concierto o representar a algún personaje. Podés probar.

   Dos días después, cuando Ricardo aún no había salido de su asombro, antes de regresar a Buenos Aires el hombre volvió al kiosco, extendió el brazo entre los clientes que estaban delante de él y le entregó un papelito que tenía escrito el nombre Pablo Muñoz Barra. Era un profesor de nuestra ciudad.

Pablo Muñoz Barra

 

   “Estuve una semana con el papel en el bolsillo. Tenía dudas –admitió–, pensaba que era un delirio, hasta que un día me animé: total, pensé, más que decirme que no...”.

   En la primera clase Ricardo le fue bien claro: “Ya no soy un pibe, así que, con total sinceridad, si no ves ninguna chance decímelo, no quiero perder tiempo ni plata”.

   Al finalizar, Pablo le dijo que podía probar. Y estuvo un año con él.

   Después, conoció a César Tello, el director del coro estable de Bahía Blanca.

César Tello

 

   “Me escuchó, fui aprendiendo –aseguró– y pude hacer varias óperas con él, frente a mucha gente, en la Universidad del Sur”.

   Esto, naturalmente, no es lo mismo que cantar bajo la ducha.

Ricardo, en el escenario.

 

   “Animarse es lo más difícil. Y máxime en el caso del canto lírico, que tiene una técnica particular. En los videos que subo canto música popular, lo que más le llega a la gente, pero tengo una base lírica y para eso se necesitan muchos años de estudio. Es muy difícil”, aclaró Ricky, quien actualmente estudia con Armando Livani.

   Ricardo es el único hijo varón del matrimonio que conformaron César (era ingeniero químico ya fallecido) y Ester (profesora de francés).

   “En mi familia, de Mendoza, la mayoría tiene un título profesional. Mis tres hermanas son arquitecta (Marcela), abogada (Andrea) y licenciada en administración (María José). Estoy seguro de que si me quedaba allá, tendría un título universitario. Mi viejo era muy exigente con el estudio”, contó.

   “Hoy reconozco que me hubiese gustado y podría haber estudiado música mientras jugaba, pero bueno, se me ocurrió ahora de viejo, je”, admitió. 

El juvenil Segal y Alejandro Navallo. Los inicios en Villa Mitre.

 

   En el ‘84, cuando vino a Bahía, el mendocino terminó la secundaria en la Escuela Normal.

   Al año siguiente, Villa Mitre le compró el pase definitivo y él intentó seguir Licenciatura en Computación.

   “A los seis meses dejé. Tuve una batalla con mi papá. No le gustó nada. Se enojó mucho”, aseguró.

 

Todo empezó a Misiones

 

   Con 18 años, cuando empezaba a disfrutar de la tierra del sol y el buen vino, a Ricardo se le presentó la oportunidad de probar en Villa Mitre.

   Los dirigentes lo vieron en el Argentino de Misiones jugando para Mendoza. Y lo contactaron por intermedio de Esteban Frisón, quien ya jugaba en nuestra ciudad.

Con la camiseta de Andes Talleres.

 

   “Eso fue a mitad de año, yo estaba en quinto año del colegio y, además, jugaba en el club Andes Talleres”, contó Ricky.

   Terminó el año y tomó la decisión.

   “Fue la experiencia más importante que tuve”, destacó.

Bien arriba, Ricardo define ante Diego Simone, en un Villa Mitre-Pacífico en cancha de Alem.

 

   “Llegué a un básquet muy competitivo y, encima, –agregó– a Villa Mitre, donde había mucha euforia. ¡Me encantó!”.

   Estuvo tres años en el tricolor: ’84, ‘85 y ‘86. Integró el mejor equipo de Villa Mitre de todos los tiempos, que quedó a las puertas del ascenso a la A.

¡Qué vestuario! Fleitas en la camilla, Hernán, Navallo, Ricardo y Daniel Allende, antes de salir a la cancha.

 

   Después siguió para Neuquén, jugando en Independiente. Y, en 1988, saltó a la Liga Nacional.

   Esa temporada jugó por San Martín de Marcos Juárez, equipo que quedó en el recuerdo por el accidente que sufrió el 12 de septiembre de ese año.

   Regresando de Concordia, el chofer del micro que trasladaba el plantel se durmió y pasaron de largo en una curva cerca de Viale, un pueblo ubicado a 57 kilómetros de Paraná.

El equipo de San Martín que quedó a mitad de camino...

 

   “Volcamos; fue duro, aunque, afortunadamente no murió nadie. Estuvimos varios días internados, primero en Viale y después en Marcos Juárez. El que peor la sacó fue la Pepa (Marcelo) Arrigoni. En mi caso, no fue tan grave”, recordó Segal.

   A medida que transcurrieron los días, quienes fueron recuperándose querían continuar jugando, pero claro, no alcanzaban a completar el plantel. Y terminaron la temporada por adelantado, con un pobre récord de dos victorias en 26 partidos.

   Con el golpe anímico que había significado ese abrupto final y cuando parecía difícil recuperarse, un llamado revitalizó a Segal.

El llamado de Beto Cabrera que movilizó a Segal.

 

   “Hola Ricardo –se presentó– soy Beto Cabrera”.

    “No podía creerlo cuando escuché su voz”, aseguró.

   Fue el contacto inicial de un vínculo con Estudiantes que se extendió durante tres temporadas: ‘89, ‘90 y ‘90-91.

De espaldas, listo para girar ante Luis Villar, en Estudiantes-Independiente de Neuquén.

 

   “Al principio no había un mango (sic). Fue la época de la hiperinflación. Arreglabas un sueldo y a los dos meses no te servía de nada”, recordó.

   Ese primer año nació Martín, su hijo mayor, y también, Julián Horvath y Stephanie Espil.

   “Compartíamos los mismos problemas y similares sensaciones. Hicimos gran amistad entre los tres”, resaltó.

Richotti penetra y descarga. Vuelan Segal (12) y Espil.


   El cambio lo vivió en la ’90-91.

   “Vino Néstor (García), se sumaron el Loco (Montenegro), el Gringo Maretto y llegamos a la final (perdieron con GEPU, 4-2), con un equipazo”, recordó.

Momento de distracción, en una concentración en San Luis, con su compañero y amigo Juan Espil.


   Después, en la ‘91-92, cruzó la vereda, coincidiendo con la despedida de Olimpo de la Liga Nacional, a pesar de haber terminado en el cuarto lugar.

   “Fue un muy buen año; nos eliminó Atenas”, repasó, al mismo tiempo que reconoció haber tenido siempre buen trato tanto con la gente del albo como con los aurinegros.

Ricardo, con la camiseta de Olimpo.

 

   Fueron, en total, 177 partidos de A, bajando de nivel para continuar más tarde en Belgrano de San Nicolás y Mendoza de Regatas.

   Paralelamente, la familia se fue ampliando y, ante el inicio escolar de sus hijos, decidió instalarse definitivamente en Bahía, aunque jugó la Liga C por Espora de Punta Alta.

En su paso por Espora, junto a Claudio Severini y Daniel Depaoli.

 

   Tras esa experiencia, aceptó jugar el torneo local por Comercial, siendo habilitado recién en la sexta fecha.

   “En mi primer partido, contra Napostá, me crucé con Javier Solís, de Napostá, y me expulsaron, por primera vez en mi vida”, contó, casi como un lamento.

   “Estuve 10 fechas afuera, je. ¡Me querían matar!”, asumió.

Jugando para Comercial la pasó mal.

 

   Por si fuera poco, a su regreso, comprendió que no era su año.

   “Jugué dos o tres partidos y contra Estrella me fracturé la mano derecha. Me enyesaron. Habré jugado en total cinco o seis partidos”, contó.

    Al año siguiente se vinculó a Pueyrredón, pero la decepción lo empujó a alejarse de las canchas durante casi seis años.

   Hasta que el técnico puntaltense Osvaldo Goñi, y amigo personal, le ofreció regresar, aunque para cumplir otra función en Villa Mitre.

El regreso, con la tricolor y ya sin pelo.

 

   “Acepté ser su asistente. Empezamos a entrenar y cada vez que faltaba uno yo completaba. Me fui sintiendo bien, un día lo hablamos, hice una mini pretemporada y jugué la segunda parte del año”, repasó.

   Los años pasaron y otra generación Segal fue asomando.

   “Yo jugaba en Villa Mitre y mi hijo Martín debutó en la primera de Pueyrredón. Fue la primera vez que se enfrentaron padre e hijo. En realidad, él estaba en el banco y lo pusieron los últimos dos minutos. Al año siguiente pasé a Pueyrredón y jugué toda la temporada con él”, recordó.

Padre e hijo. Ricardo y Martín fueron rivales y compañeros.

 

   Con todo este recorrido, es evidente que Ricardo no eligió el camino que su papá había soñado.

¡No falta nadie! Eli junto a su novio Martín, Ricardo, Josefina, Fernanda, Florencia al lado de su novio Juan Manuel y Santiago.

 

   “Nunca me sobró nada, siempre tuve que esforzarme, aunque la pasé bien y me gustó lo que elegí. No me arrepiento. Eso sí, de grande -admitió- me di cuenta que mi viejo tenía razón...”.

   De todos modos, más allá de aquel enojo, hoy César seguramente se sentiría orgulloso por la carrera deportiva de su hijo.

   También, disfrutaría de los cuatro nietos que le dio –de dos matrimonios–: Martín (31 años), Florencia (27), Santiago (19) y Josefina (3).

   Y, por si todo esto fuera poco, se alegraría de ese hijo que se animó, cantando, a desafiar el paso del tiempo...

 

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