Enfiestados en diciembre
Asoma la melancolía; empezamos a repasar y añorar el año que se va, sensación que se diluye a medida que se propaga la parafernalia publicitaria.
Periodista, conductor y realizador televisivo, columnista en medios de difusión nacional. Nativo de Coronel Dorrego, alterna residencia entre Sauce Grande y Capital Federal. Conduce el ciclo ESAS PEQUEÑAS COSAS en BVC Bahía Blanca.
Llega diciembre y es como ver tierra firme después de navegar el océano anual de incertidumbres al que estamos acostumbrados. Hasta noviembre el almanaque transcurre sin fin de año en el horizonte. Las vacaciones están en pañales, las clases continúan, el arbolito y las luces descansan perdidos en algún placard.
Pero llega diciembre y se produce un cambio de chip. Como dice un amigo, “nos enfiestamos”, síndrome de apuro y ansiedad por festejar antes que llegue la fiesta.
Asoma la melancolía; empezamos a repasar y añorar el año que se va, sensación que se diluye a medida que se propaga la parafernalia publicitaria. El decorado de jingles y luces de colores alimenta esta excitación colectiva. Aparecen hombres maduros, preferentemente de abdomen prominente, vestidos de Papá Noel. Nunca uno flaco, sin barba ni botas esquimales en pleno verano.
Los comercios renuevan vidrieras y apelan a ofertas que, a esta altura, pierden por goleada con las compras puerta a puerta que llegan del exterior. Surge la clásica competencia entre pan dulces, los de precios inalcanzables y los más modestos, con alguna que otra pasa de uva solitaria y sin frutos secos, que se ofrecen en góndolas de supermercado.
La proximidad del verano se hace sentir. Padres y abuelos transpiran la gota gorda en los actos de despedidas del colegio. Sin clases, padres recurren a los abuelos para que cuiden a los chicos mientras ellos trabajan. Se organizan los tradicionales encuentros de compañeros de trabajo. No hay complicaciones, nadie cocina, se cena afuera.
Lo complejo empieza al planificar las cenas familiares, donde cuentan las distancias y, sobre todo, los enredos propios de la compleja arquitectura de las relaciones humanas. Surgen controversias con la lista de invitados: hay bolillas negras y desacuerdos entre quienes quieren jugar de local o, en todo caso, elegir el estadio del visitante.
Con el auxilio del aguinaldo —para quienes tienen la dicha de recibirlo—las familias definen el menú de las fiestas. Nadie mejor que Luis Landriscina retrató ese momento con el realismo mágico del mundo cotidiano, que provoca risas e invita a la reflexión.
Y así, llegamos a Navidad: los regalos, el arbolito, los rituales. Los que fuimos pibes hace tiempo recordamos la espera de la misa de gallo, que empezaba a la medianoche y parecía eterna. Solo después se tendía la mesa con pan dulce, turrones y garrapiñadas.
La última semana del año es una ráfaga, pasa volando. El 31 llega con menú abundante y canilla libre. Por una noche se recrea la ilusión de la abundancia. Comienza la cuenta regresiva. Desde un canal de cable con precisión quirúrgica cuentan los segundos que le quedan al año que expira. Brindis, abrazos, el recuerdo de los que no están, buenos deseos, mensajes por WhatsApp. Los más jóvenes apuran el postre: quieren salir a disfrutar con los amigos.
Alrededor de la mesa, entre sillas vacías, quedan los mayores recordando momentos. Degustaron todo lo que se cruzó por delante. Algunos ya sienten el estómago pidiendo auxilio a una sal efervescente para aliviar la acidez y añoran la vuelta a casa.
Para entonces, el año viejo empieza a desvanecerse, camino al lugar donde duermen todos los años que dejamos atrás. El nuevo está en su apogeo, en pocas horas será rutina.
Se van los últimos invitados. Los dueños de casa debaten si limpiar ahora o mañana. Las luces se apagan. Aquí no ha pasado nada, la vida continúa.