Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Un circo en el mundo real

Los integrantes de Cirque XXI 360 están viviendo la cuarentena en el parque de Mayo. No pudieron debutar en Bahía: hace tres semanas pidieron permiso para quedarse y esperar que todo pase.

Fotos: Emmanuel Briane- La Nueva. y gentileza Gabriel Credidio
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Por Belén Uriarte / buriarte@lanueva.com
Audionota: Malena Ruppel (LU2)

   Gabriel Credidio tiene 43 años y está en el circo desde los 15. Dice que hay dos tipos de cirqueros: los que vienen de generación en generación y los que vieron al circo en su pueblo, les gustó y se fueron con él. 

   El cordobés, nacido en La Falda, es de los segundos.

   Empezó dándoles de comer a elefantes, leones, tigres, osos y chimpancés. Después dio una mano para armar y desarmar el circo. Fue payaso, locutor, acróbata, conductor de camión y hasta electricista. Hoy es el representante del Cirque XXI 360: se encarga de la parte administrativa, las giras, la prensa, y los trámites en general.

   Gabriel y todos sus compañeros se encuentran desde hace tres semanas en el parque de Mayo. Los shows fueron suspendidos por las medidas tomadas ante la pandemia del coronavirus, pero ellos decidieron quedarse.

   —El 5 de marzo era el estreno y no pudimos hacerlo. Teníamos pensado hacer seis funciones semanales hasta Semana Santa, pero el día del debut las autoridades nos dijeron que no podíamos abrir porque el día anterior habían sacado un decreto para no dar más habilitaciones.

   Sabiendo que el estreno no era posible y que por unos cuantos días no iban a poder trabajar, Gabriel fue hasta el Municipio y pidió autorización para quedarse con todo el elenco —conformado por unas 60 personas— ya que trasladar el circo significa un gasto muy grande. 

   Desde entonces están cerca del acceso principal al parque, cada uno en su motorhome o casa rodante. Sin otra fuente de ingreso y gastando lo que les queda de ahorros, esperan que todo pase cuanto antes para poder volver a trabajar en la ciudad.

   —Todos los circos nos pusimos a disposición para que utilicen nuestras instalaciones para hospitales y nuestros vehículos de publicidad sonora para difundir los comunicados oficiales. Se trata de ayudar un poco y ponernos en el lugar de todos.

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   Cuando tenía 15 años Gabriel conoció a los dueños del circo Lowandi por sus papás, quienes tenían una reserva animal llamada Tatú Carreta y hacían intercambio de animales, “algo muy común en esa época”.

   Empezó a ir al circo y ya no quiso otra cosa, a pesar de que su familia no estaba de acuerdo. Gabriel recuerda que en su adolescencia se escapaba para ir a aquella carpa que robaba toda su atención. Después, lo buscaban desde la comisaría: como no había celulares para comunicarse, cuando la gente quería contactar a alguien del circo llamaba al fijo de la comisaría y la policía daba aviso a esa persona, que se presentaba en la sede policial esperando que el teléfono volviera a sonar. 

   Con los años, sus papás entendieron que el circo era su pasión y lo dejaron ir. 

   Hoy tiene tres hijas. Leonela (21) y Yamila (18) —nacidas y criadas en el circo— trabajan con él como acróbatas. Luna, que tiene 11, todavía vive con su madre en Mar del Plata y los visita en vacaciones y fines de semana largos.

   —Le encanta venir. Baila y está aprendiendo cosas del circo. El día de mañana decidirá qué quiere para su vida.

   Gabriel dice que además de su vida, el circo es una fuente laboral para más de 2.000 familias argentinas que viven diariamente de él. Además, cuenta que en cada localidad donde paran les dan trabajo a unas 15 o 20 personas que ayudan a armar las instalaciones, acomodar los elementos y publicitar los shows.

     —Es lindo andar y recorrer. Mientras todo el mundo paga por conocer lugares, a nosotros nos pagan para andar recorriendo y llevando un poquito de alegría y cultura de circo a cada lugar de la Argentina. 

   Cuenta que anduvieron de norte a sur y de este a oeste. Entraron a pueblitos muy chicos donde sus niños no conocían a muchos animales o jamás habían visto un camión. Y en varias localidades fueron a centros culturales a dar talleres, recorrieron hospitales y ofrecieron funciones a beneficio. Gabriel asegura que es la manera de devolver a la sociedad un poco de todo lo que les aporta a ellos. 

   Si bien en el camino van dejando familias y amigos, el contacto sigue a través de las redes sociales y WhatsApp. Además, suman nuevas amistades en cada recorrido: cuando vuelven, son quienes les abren las puertas de sus casas y también aceptan conocer el mundo mágico del circo. 

   —A veces la gente no sabe o tiene un mito de que comemos todos de una sola olla y dormimos todos debajo de la misma carpa. Pero ahora el circo tiene sus comodidades, no como antes que vivíamos en carpa: tenemos motorhome, casa rodante y tráiler, por dentro son como departamentos. Creció mucho gracias a la tecnología: ahora los chicos ven circos de la hostia por internet y tenemos que brindarles espectáculos acordes.

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  La vida en el circo tiene muchas particularidades, pero todos los servicios garantizados. 

   Casi todos son monotributistas —algunos de montaje están contratados— por lo que cuentan con obra social: de todas maneras, acuden en general a hospitales públicos porque la mayoría de las prestadoras ofrecen el servicio únicamente a los residentes. 

   La educación es un poco más movida, pero aún así los hijos que viven con sus padres en el circo están escolarizados: Gabriel cuenta que por ley tanto las escuelas primarias como secundarias deben darles clases a los chicos de vida errante mientras sus papás trabajan en esa localidad. 

   —Llevan un cuaderno que se llama “Pase golondrina”, en el que cada escuela pone notas conceptuales o finales de acuerdo a cómo vayan en cada materia. Durante el recorrido, se buscan los analíticos por las distintas instituciones y se van completando hasta llegar al último año: algunos pasan por más de 20 escuelas.

   Una vez que egresan, muchos deciden anotarse en carreras a distancia para poder continuar con el circo.

  Gabriel dice que es muy gratificante la vida del cirquero: si tiene que elegir lo que más le gusta, se queda con los aplausos y las caras de felicidad o asombro de los chicos en cada función. Solo encuentra una complicación: la naturaleza. 

   —Las tormentas y los vientos son lo más complicados. Hace 3 años, un tornado nos tiró la carpa. También suele haber accidentes: en esa empresa por suerte no hubo más que esguinces y quebraduras, pero en otras hubo muchos problemas con el globo de la muerte.

  Cuenta, además, que vienen peleando a nivel nacional para que el circo sea reconocido como patrimonio nacional y tener así apoyo gubernamental: dice que no se trata de dinero ni de subsidios sino de poder acceder a todas las ciudades a las que hoy no entran por la negativa de ciertos municipios. 

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  Relata que viven la cuarentena como tal: están aislados —cada uno se encuentra en su casa rodante o motorhome— y hacen las compras de manera individual. Incluso entrenan por separado: cada uno hace ejercicios en su sector para mantenerse en forma y no perder el ritmo habitual de entrenamiento.

   Lo que sí comparten es cierta preocupación porque los ahorros no son muchos: venían de una temporada no muy buena en Necochea y en Bahía ni siquiera pudieron comenzar.

   Desde hace varias semanas están dentro de un parque que luce despoblado y cada tanto se inunda por las voces de policías y gendarmes que recuerdan por megáfono que estamos en cuarentena y no hay que salir de casa.

   —He recorrido el mundo trabajando y la verdad nunca viví algo así. No tomamos conciencia y pensamos que estas cosas solo pasan en las películas. Pero esto nos hace ver que no somos inmunes, que también nos puede pasar a nosotros.

   Pese a la pandemia, los días no trabajados y el encierro abrumador, Gabriel mantiene su positivismo. Mientras aguarda que todo pase pronto para volver a ver las caras de sorpresa y alegría de tantos chicos, pide que le gente no deje de soñar.

   —Si otro pudo hacerlo, yo puedo hacerlo. Y si nadie nunca lo hizo, puedo ser el primero.