Bahía Blanca | Miércoles, 25 de junio

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Según pasa el verano

Si vivir en un ámbito de stress y smog acorta la vida, habitar en un ambiente sin sobresaltos, armónico y natural, por el contrario debería prolongarla.

Fotos: Néstor Machiavelli

Un amigo rosarino, que viene a la playa desde que gateaba en los charquitos, asegura que transcurrir con regularidad parte del año frente al mar es el mejor medicamento para prolongar la vida. Lo ratifica con el ejemplo de sus padres, tíos y vecinos históricos del balneario, todos longevos que sobrepasaron con holgura las 90 primaveras.

Ricardo es abogado jubilado, construyó una familia, caminó los tribunales, convivió con la pasión futbolera entre calles inseguras y el vértigo propio de grandes ciudades, como la cuna de Lionel Messi.

Su razonamiento es lógica pura: si vivir en ese ámbito de stress y smog acorta la vida, habitar en un ambiente sin sobresaltos, armónico y natural, por el contrario debería prolongarla. No hay receta infalible que garantice vivir más, pero seguro que sin el mix nocivo de estrés y smog el tiempo que nos toque vivir será mucho mas saludable.

La vida es una suma de proyectos sucesivos, que hay que adaptarlos a las rutinas que impone la edad, sin el corset de agendas rigurosas que activan el estrés. Al borde del mar no hay alarmas ni hay relojes. El paso del tiempo se mide por la altura de las mareas y la posición del sol.

Desde siempre contemplé atardeceres en el horizonte de la llanura donde crecí. En los balnearios de la región la naturaleza ha sido pródiga y en los veranos el sol asoma y se esconde en el horizonte del mar.

Con el paso tiempo, que aclara el pelo pero también las ideas, descubrí el placer del amanecer. Hasta entonces pensaba que era solo un trámite de rutina de la naturaleza. Estaba equivocado y lo comprendí cuando comencé a caminar los rigurosos tres kilómetros diarios al compás de la salida del sol.

En la soledad de la playa desierta, con el resplandor in crescendo que comienza a iluminar el horizonte, como si se levantara el telón de un teatro celestial en el comienzo de la función del nuevo día. Y uno ahí, espectador privilegiado del amanecer, igual y diferente a los cientos de millones que transcurrieron en el almanque infinito del universo.

Algo de cierto hay en el dicho que al que madruga Dios lo ayuda, o al menos le depara sorpresas. En la última semana cuatro visitas inesperadas en la caminata. Un perro de la playa que en la imensidad del desierto de arena aparece de la nada y posa en la foto del amanecer.

Otra al borde de la rompiente, un inmenso lobo marino que sale, permanece un instante a la vista y se pierde en el oleaje.

Al día siguiente un jinete a caballo con el perro eterno acompañante, que se dibujan posando en la orilla del mar.

Y lo último, un pequeño pingüino, probablemente desorientado, que asomaba y se sumergía entre las olas a metros de la orilla.

Regalos de la vida que sorprenden y alientan a ser testigos del amanecer.

Eso si, para disfrutarlo en verano. En invierno es otro cantar…