Amor en tiempos líquidos: cuando convivir deja de ser un paso obligado
Cada vez más jóvenes optan por relaciones que priorizan la autonomía, gestionan la cotidianeidad desde hogares propios y ajustan sus decisiones afectivas a un contexto económico desafiante. La pareja se redefine sin la obligación de compartir techo.
Periodista, próxima a licenciarse en Comunicación. Forma parte del equipo de redacción de La Nueva desde 2022, donde cubre eventos locales, regionales y nacionales, generando contenido para las ediciones impresa y digital.
Durante décadas, convivir fue el paso natural después del enamoramiento. Una prueba de madurez, una manera de sellar el compromiso y empezar la vida adulta. Hoy, en cambio, cada vez más jóvenes deciden no hacerlo. No por falta de amor, sino porque buscan preservar algo que consideran igual o más valioso: la independencia.
El fenómeno no es aislado. Forma parte de una transformación más amplia en la manera de vincularse, marcada por lo que el sociólogo Zygmunt Bauman definió como modernidad líquida. En su visión, las estructuras estables —la familia, el trabajo, las relaciones— se disuelven en una sociedad que premia la flexibilidad y la posibilidad constante de cambio.
Las “relaciones líquidas” nacen de ese contexto: vínculos intensos pero frágiles, más centrados en la experiencia que en la permanencia.
En este escenario, convivir puede parecer una carga. Muchos jóvenes sienten que compartir casa implica mezclar rutinas, renunciar a espacios personales o precipitar un desgaste inevitable. La autonomía se vuelve prioridad. “Nos llevamos bárbaro, justamente porque no vivimos juntos”, repiten con una mezcla de convicción y alivio.
A diferencia de las generaciones anteriores, quienes hoy tienen veintipico no ven la convivencia como un destino, sino como una elección que debe tener sentido más allá de la costumbre. El amor no se mide por la cantidad de metros cuadrados compartidos, sino por la calidad del tiempo que se pasa juntos.
Lara, de 22 años, sostuvo esa idea: “Con mi novio lo hablamos mil veces: si viviéramos juntos, nos pelearíamos por pavadas. Así, cada uno tiene su mundo y nos encontramos cuando queremos. Es más fácil así, la verdad”.
Para muchos, la defensa del espacio personal es casi visceral. “Me da terror perder mis espacios”, admitió a La Nueva. Matías, también de 23. Para él, “no convivir no es distancia, sino que es salud mental”.
“Probamos vivir juntos algunos meses pero son dos ritmos distintos, dos maneras de ordenar, dos horarios”, agregó Julián, de 24, sobre su experiencia personal.
Sin embargo, esta tendencia convive con su opuesto. Mientras algunos deciden no convivir, otros tantos lo hacen por una razón muy distinta: la economía. En un país donde los alquileres suben y los sueldos se diluyen mucho antes de llegar a fin de mes, la convivencia se convierte en una estrategia de supervivencia. “De a dos es más fácil”, se escucha decir entre quienes comparten techo por necesidad, más allá del deseo.
Melisa, de 27, lo describió sin vueltas: “La economía te empuja a convivir aunque quizá no estés tan listo. Nos adaptamos, sí, pero nos metimos porque también era una forma de achicar gastos”.
Esa contradicción expone un rasgo de época. En un contexto de precariedad, el ideal de independencia choca con la realidad material. Las relaciones líquidas —basadas en la autonomía, la fluidez y la posibilidad de irse cuando algo deja de funcionar— coexisten con una economía que empuja en sentido contrario. Mientras algunos defienden la libertad de tener un espacio propio, otros lo resignan para poder sostener un alquiler o dividir las cuentas.
Las redes sociales y las aplicaciones de citas también refuerzan ese clima. Ofrecen un flujo constante de opciones, una ilusión de abundancia que debilita la idea de permanencia. Si algo no funciona, basta con deslizar el dedo. En ese esquema, el reemplazo parece más sencillo que la reparación.
Bauman lo describe con precisión: “En una sociedad líquida, las relaciones se mantienen mientras satisfacen, y se desechan en cuanto generan incomodidad”.
Isabella, de 23 años, lo ve desde otra perspectiva. “Mis viejos estuvieron muchos años casados, se separaron un tiempo y ahora están juntos otra vez, pero no conviven. Y les funciona muchísimo mejor así”, contó. En su entorno, vivir separados no se percibe como fracaso, sino como una forma distinta de estar juntos. Una relación puede ser sólida sin compartir casa, y puede derrumbarse aún compartiendo techo.
En la era líquida, los vínculos se adaptan al mismo ritmo que la realidad. Algunos se sostienen a la distancia, otros se diluyen, otros se reinventan. Puede haber miedo al compromiso o entender nuevas formas de construirlo.
Entonces, la independencia, la flexibilidad y el deseo de no perderse a sí mismo conviven con la necesidad —económica y emocional— de no estar del todo solo.