Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

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Manuel Belgrano, la monarquía inca y una sesión secreta

Estamos en el “año belgraniano” y, como es lógico, de exaltación a uno de los que merece reconocerse como “padre de la patria”. Unitarios y federales, revisionistas y liberales, concuerdan en situarlo en el podio de nuestros próceres. Sin embargo, erróneamente, tratan de disimular sus convicciones monárquicas y construir a un Belgrano modelo republicano, que se acerca más a un ideal pretendido que a sus convicciones reales. Digámoslo: Manuel Belgrano no necesita que lo exhiban en una galería de espejos deformados.

Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."

   En sucesivas entregas, nuestros lectores de "La Nueva." han tenido un apretado bosquejo de su vida y su obra. Como en toda gran personalidad, ella ofrece claroscuros y es un mal de los homenajes reconfigurar las imágenes para “vender un producto” perfecto e inmaculado, el prócer en su estatua de bronce. No se trata de eso la historia; aunque durante muchos años esos bosquejos se hicieran necesarias para configurar una patria común con hijos de inmigrantes de todo el mundo que necesitaban amalgamar una historia política inmaculada. Esa que, por aquellos años, se contaba como una “tierra de paz” –dato insostenible– y un crisol de razas, siempre que ellas fueran de tez blanca y rasgos indoeuropeos.

   El Congreso de Tucumán comenzó a sesionar el 24 de marzo de 1816 cuando, todavía, algunos congresales estaban en camino. Designa a Juan Martín de Pueyrredón como Director Supremo, recibe presiones de San Martín desde Cuyo para no demorar su tarea, pone orden en la frontera norte desplazando a Rondeau y confiando la defensa de la región en Güemes y sus “gauchos diablos” y arma la estructura de textos y códigos para preparar el día de declarar la independencia.

   Pero si la independencia se aceptaba ya, el tema de los temas era qué tipo de régimen adquiriría el nuevo país: ¿monárquico o republicano?; ¿al estilo inglés o al modo de los Estados Unidos? Tras declarar la independencia debía redactarse una constitución y ella debería definir los términos de organización del nuevo país.

   El Ejército del Norte estaba estacionado a las afueras de Tucumán y su general, Manuel Belgrano, era ya figura prominente de la política nacional; hacía poco había visitado Europa junto con Bernardino Rivadavia y había constatado que allá, caído Napoleón, todo tendía a la restauración monárquica y, en primer lugar, a reponer con fuerza y auxiliar a Fernando VII, tarea en la que se habían comprometido todos los asociados en el “Congreso de Viena”, las principales casas reales de Europa continental.

   Se le concedió, por tanto, una invitación a exponer sus ideas. Y el 6 de julio de 1816, en sesión secreta, el general Manuel Belgrano, habló a los congresales. Tras contestar algunas preguntas, Belgrano aconsejó adoptar un sistema monárquico “temperado”, es decir, constitucional y parlamentario, al estilo inglés. Pensaba además que, a fin de incorporar el Perú a la unidad geográfica, la capital debía estar en Cuzco, nombrando para el cargo de Rey a un descendiente de los incas. Como él mismo lo expresó en su discurso, sus ideas estaban influidas por la reacción en marcha en toda Europa tras la derrota de Bonaparte y la ola restauracionista de las monarquías absolutas.

   Las palabras del creador de la bandera fueron impactantes: “Aunque la revolución de América en su origen mereció un alto concepto de los poderes de Europa por la marcha majestuosa con que se inició, su declinación en el desorden y anarquía continuada por tan dilatado tiempo ha servido de obstáculo a la protección que sin ella se habría logrado; así es que, en el día debemos contarnos reducidos a nuestras propias fuerzas”. Un diagnóstico realista, por cierto: el año anterior en Waterloo el emblema republicano francés había caído.

   Por ello, a renglón seguido subrayó: “Además, ha acaecido una mutación completa de ideas en la Europa, en lo relativo a la forma de gobierno. Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era republicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha elevado, más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquico-constitucional, ha estimulado a las demás a seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado. El rey de Prusia por sí mismo y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetándose a bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme a estos principios, en mi concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono; a cuya sola noticia estallará un entusiasmo general de los habitantes del interior.

   Según comenta Bartolomé Mitre en su dilatada biografía sobre Belgrano, “habló enseguida del poder de la España, comparándolo con el de las Provincias Unidas, indicó los medios que estas podían desenvolver para triunfar en la lucha; manifestó cuáles eran las miras del Brasil respecto al Río de la Plata y elevándose a otro orden de consideraciones, concluyó exhortando a los diputados a declarar la independencia en nombre de los pueblos y adoptar la forma monárquica como la única que en la actualidad podía hacer aceptable aquella por las demás naciones”.

   Así como ponderaba las monarquías Belgrano no necesitaba enfatizar su desconfianza hacia la “anarquía”, que todo el mundo conocía. Ya lo había acusado a Artigas, el jefe de la Liga de los Pueblos Libres, de expresa fe republicana y federal: “Hace mucho tiempo que desconfío de Artigas –había escrito− [...] Mucho me temo que la canalla está por traicionarnos. Y en otra aseveró: “Es un agente de los enemigos y muy eficaz”.

   Mientras el Congreso de Tucumán “masticaba” el discurso dado por Belgrano, ese mismo 6 de julio, en otro frente, Artigas enviaba un oficio al Cabildo de Montevideo, amenazado de una invasión portuguesa: “Queriendo ser libres, la multiplicidad de enemigos solo servirá para redoblar nuestras glorias. Los orientales saben desafiar los peligros y superarlos. Por más que las complicaciones aumenten yo nada temo tanto como que se acabe la moderación y que tengamos que batir los unos y los otros. Al menos si Buenos Aires no cambia de proyecto, no podré ser indiferente a sus hostilidades y sin desatender a Portugal, ya sabré castigar la osadía de ésta y la imprudencia de aquél”.

   Muchos coinciden en que este planteo del líder de los “Pueblos Libres” –el de luchar a la vez en todos los frentes–, si bien resultaba “principista”, carecía de sentido táctico. Parecía aconsejable llegar a algún acuerdo con el Directorio y el Congreso, para poner en primer plano la lucha contra el invasor portugués política que, en todo caso, facilitaría desenmascarar la complicidad del Directorio con los lusitanos. El momento político era realmente adverso en América: la reacción realista triunfaba en todos lados, desde México hasta Chile, incluyendo la reciente derrota en el Alto Perú, en Sipe-Sipe. La palabra de Belgrano quedó, como diría la canción de Bob Dylan, soplando en el viento.

   Este es el marco con el que, finalmente, se arribó al 9 de julio cuya agenda indicaba el tratamiento de la Declaración de la Independencia. La constitución recién se aprobaría en 1819. Y, labrada con el concepto de “unidad de régimen” y, por lo tanto, abierta a una monarquía constitucional, resultó rechazada por las provincias que estaban atravesando un creciente proceso de autonomías locales. Al año siguiente, olvidado, pobre y casi como un alma en pena, moriría don Manuel, un héroe de cien batallas cuya figura –habiendo aceptado los cambios sociales y pasando de reformista monárquico a revolucionario e independentista en los hechos–, no necesita de maquillajes.