"Sobrevivientes": Una trama intensa y apasionante
Sobrevivientes, por Fernando Monacelli. Premio Clarín de Novela 2012, Buenos Aires, Alfaguara, 280pgs.
Los amantes de la literatura habíamos notado, de un tiempo bastante extenso a esta parte, que el género novela había dejado de contar, generando un relato "oscuro por lo oscuro" que fascinaba a ciertos analistas del discurso. Esta novela en cambio, narra varias historias imbricadas a la perfección unas en otras, formando una red de sentido que atrapa al lector en esa satisfacción sostenida hasta el final: la del placer de seguir casi sin aliento un relato del que deseamos que nos revele un destino (que sin duda sucederá al final) y que deseamos que a la vez, no termine nunca.
Es una novela netamente argentina por temática, lenguaje y territorio. Sabemos que cada narración ofrece una determinada intimidad y una manera de ver el mundo: el tema Malvinas fue tratado por Rodolfo Fogwill, simultáneamente a los sucesos, desde un aspecto absolutamente novedoso y revulsivo en Los pichiciegos, soldados desertores que vivían bajo tierra, tratando de sobrevivir a la guerra que sucedía arriba. También Monacelli, periodista, quería decir ciertas cosas sobre la sociedad argentina con respecto a la guerra de Malvinas. Hay cifras: más combatientes muertos por suicidio al regresar al continente, que los que cayeron en combate. Pero Monacelli, escritor de oficio, sabe que no puede cargar un texto de "omnisciencia editora", ese ensayismo que ha arruinado más de una novela con reflexiones del autor. Por eso, "puso a hacer" a los personajes; a pura acción y monólogo directo fue conformando una estructura sólida, sin sentimentalismo, pero con sentimientos. No hay prosa lírica, pero no porque no la pueda alcanzar; baste el ofertorio: "A mi madre, sobreviviente y balsa".
Al apelativo Señora, se dirige el relato de Celina Figueroa, "la Diva", una periodista que asume de mala gana la tarea de buscar al hijo de un combatiente muerto en una de las balsas del naufragio del "Belgrano", barco hundido por un submarino nuclear inglés en aguas jurisdiccionales argentinas. El ataque causó 323 bajas, prácticamente la mitad del total durante todo el conflicto. La ficción crea la posibilidad --real-- de que veinticinco años después, la balsa aparezca con un soldado congelado y su diario aún legible. En ese diario, del que se reproducen fragmentos, el combatiente habla de un bebé, su hijo por nacer. Doña Ana, la madre de Juan Cruz, el conscripto muerto, invade la vida desolada de Celina para que le ayude a encontrar a su nieto.
Este núcleo central, historia río, deriva por meandros narrativos que nos cuentan la historia de mujeres que enfrentan pérdidas fundamentales pero luchan como pueden: Doña Ana desde su persistencia, Susana, desde su silencio, Belén, desde su desesperación, Meche, desde su serena confianza en la vida. Al fin la aparentemente más fuerte, decidida y solitaria Celina, es la que muestra en sus monólogos inseguridad, desamparo y miedo. Incluso reconoce que todas pueden sobrevivir mejor que ella. Pero la novela nos va a mostrar cómo esas mujeres que se han encontrado en forma azarosa, van desarrollando lazos fuertes y flexibles a la vez, en una relación solidaria, humana y profunda.
Como dijimos, la mayoría de los capítulos son narrados desde la voz de la Diva a la "Señora". En unos pocos, irrumpe el discurso directo de un narrador del que por contexto entendemos que se trata del intendente de Mar Calmo, que se cruza con un diálogo entre doña Ana y la Diva e, inmediatamente, entre la última y Arrechea, su jefe y amante.
Hay tres capítulos que son dictados por un narrador omnisciente: aquel en el que ingresa el Taraloco a la novela y en los que nos abismamos en los pensamientos del policía joven. En otro, somos testigos de una furiosa discusión entre Arrechea y la Diva, para inmediatamente seguir con el monólogo de ella. Estos cambios de perspectiva, esta pluralidad de voces, dan agilidad al relato y sobre todo una variedad de recorridos. Nunca hay una verdad plena, todo es según el cristal con que se mire o según quién mire el cristal. Por ejemplo, Mar Calmo es un sitio para la paz y la vida para doña Ana, Tomás, Juan Cruz y don Arévalo, y para "ellos" (según el calificativo abarcador de Doña Ana y Arévalo) --el Intendente, su esposa, su hijo, sus "socios" y laderos--, un sitio para el provecho, para conseguir lo que se desea, sin importar cómo; para que la ciudad "progrese" y ganar con ello.
El capítulo 21 es el núcleo del homenaje a los combatientes. Ningún lector sale sin brillo en los ojos de la página 161 y por ahí ingresa el capitán Molina y por su discurso indirecto nos enteraremos después de los destinos del policía joven y del Taraloco.
Las historias de estos personajes suceden por y sobre la Historia argentina y del mundo de las últimas décadas: los actos terroristas en trenes españoles, la crisis argentina del 2001, la corrupción política y sindical con su complacencia cínica y el agostamiento moral que conllevan.
Cinco cartas que se transcriben van uniendo los hilos de esta impecable urdimbre ficcional; una trama intensa, apasionante, que se cierra en noviembre de 2007 con el contenido de unos mails.
En Mallarmé se lee: "Todo en el mundo existe para entrar en un libro" y los habitantes de Bahía Blanca tenemos ahora la certeza de que diariamente, un notable escritor, hoy consagrado por el Premio Clarín, sigue y seguirá cada mañana (como lo venía haciendo antes de nosotros saberlo), reinventando la subjetividad humana, los ritmos escurridizos de la conciencia, comentando persuasivamente historias que entren en un libro. Eso es arte y el arte, ya sabemos, mejora el mundo y nos mejora.
Nidia Burgos
Directora de EDIUNS
Insomnio de una
noche de verano
A la mañana, cuando me levanto, tengo la sensación de que un camino nuevo se abre ante mis ojos. Como si todo volviera a empezar o estuviera inaugurando una vez más la vida. Debo decidir qué voy a hacer conmigo a partir de ese instante en que la perspectiva del tiempo adquiere un sentido vertiginoso y solitario. A veces me asomo por la ventana y miro las palomas y los coloridos benteveos que madrugan con el sol. Y me embarga una pequeña alegría que me sale no sé de dónde. En ese momento se van apagando los grillos que cantaron durante toda la noche; y siento que estamos todos juntos. No sé de qué manera, pero hay algo que nos une.
Anoche, más bien a la madrugada, me desvelé y desde mi habitación me entretuve escuchando el concierto de los grillos. Como si verdaderamente estuvieran exorcizando a las estrellas. Sin apremios, sin horarios, hipnotizados por los piélagos celestiales. Su canto parece un monólogo existencial, demandante. La única nota, crí, crí, alcanza la intensidad de una letanía. De una sinfonía cósmica. El humilde, el modestísimo grillo que algún día concluirá su vida al pie de su nota estridente y serena sin que nadie vuelva a recordarlo.
Quienes me conocen saben que soy un observador empedernido. Trastabillante. Indigno de que cualquier idea mía merezca ser tomada en serio. Porque son apenas lucubraciones pasajeras, volcánicas, solitarias. Sin interlocutor válido. Ni yo mismo sé a dónde me conducen. Hoy digo una cosa, mañana otra. En cambio, los expectantes benteveos que habitan en la alta copa del pino parecen asumir una certidumbre absoluta. Para ellos la vida consiste en persistir, en seguir siendo siempre el mismo canto. En no cesar.
Como la caravana de las estrellas que pasa cada noche por encima de nuestras tímidas inquisiciones. Les pregunto, con la mirada, qué hay más allá. Más allá de todo. Mucho más allá. Quiero que me digan si eso tiene algo que ver conmigo. Y ellas, sin responderme, continúan su insensible tránsito celestial, portador de quién sabe qué secretos milenarios. Que es como si me hubieran respondido.
A veces tengo la sensación de que me vigilan, y exclamo desde mi incertidumbre más acuciante: ¡Qué están haciendo conmigo! ¿Tan importante soy? Pero el silencio es la única respuesta.
Estamos rodeados de silencios. De muchos silencios. Todo calla a nuestro alrededor. Cada cosa oculta su secreto en la intimidad. Y, mientras tanto, nos vamos yendo como vinimos. Sin saber de dónde ni por qué. Y comparo ese universo alto y transparente con este otro universo lejano, oscuro, que llevamos dentro.
Me asusta la distancia infinita que separa mi intimidad de esa estrella que ilumina el fondo del universo.
De repente inquieta mi desvelo un errático mosquito, con su zumbido rastrero. Qué diferente de la golondrina que recorre las rutas del cielo con su brújula artesanal que no inventó nadie y que la usa como si recién la acabara de fabricar.
En el extremo opuesto, me intriga la inmóvil evolución de la cebolla. El modesto alimento familiar que con sus formidables laboratorios circulares protegió la vida menesterosa del hijo del gran poeta Miguel Hernández, que se moría definitivamente solo, en la cárcel franquista.
No sé si mi insomnio es producto de mis absurdas ideas o ellas son la causa de mi insomnio.
En este momento el coro de los grillos me suena como la convocatoria universal de la alegría. Un himno. El de Beethoven... la lara laila... La ilusión de soñar con una meta accesible y bella que está dentro de nosotros, pero que no es fácil de recorrer.
Cuando era chico me obsesionaba la calesita con su música cordial. No había para mí un itinerario tan grato como el que me proporcionaba su rueda horizontal, que circulaba al revés de todas las ruedas y por eso siempre permanecía en el mismo lugar.
Y, una vez arriba, a hacer malabarismos para conquistar la sortija. La sortija era una especie de llave que había que arrebatarle durante el giro a una especie de pera colgante que manipulaba el calesitero.
Conseguir la sortija implicaba un triunfo: obtener una vuelta gratis. Una prolongación del momento feliz. Pero de ese modo, uno terminaba pensando más en la obsesionante sortija que en el alegre giro de la calesita. Confundía los planos. La gracia prometida se transformaba en el desatinado empeño de seguir sacando la sortija, para seguir sacando la sortija, mientras la calesita se me esfumaba en un plano secundario.
Ahora me doy cuenta de que la pera de la sortija tenía la misma forma del signo pesos. Lo cierto es que el medio se convertía en un fin. Como ocurre con el dinero.
* * *
Lo primero que veo con la tenue luz del amanecer es la planta de aljaba que se asoma tímidamente a mi ventana. Sus flores cuelgan como si fueran las diminutas sortijas de la calesita del universo. Son una obra maestra. Casi afirmaría que no son un producto de la evolución de las especies. Hasta las telas de Van Gogh parecen insignificantes si las comparo con las aljabas.
Pobre Vincent, le bastaba observar la maravillosa rotación de los girasoles para volverse loco de admiración. Se asomaba silenciosamente, devotamente, a los campos florecidos como si fueran un conjunto de almas en estado de oración y fe.
Yo estuve en el cuarto amarillo de Van Gogh y percibí la proximidad reparadora de su dimensión humana; y creo que lloré, sin lágrimas, al recordarlo. Y le agradecí infinitamente que me iluminara con su desesperada búsqueda solar de girasoles. Me ayudó a deletrear el abecedario inmortal que perdura más allá de la fugacidad del tiempo. Y recordé el conmovedor ocaso pampeano de Fernandez Moreno:
Crepúsculo argentino sin campanas.
¡Qué ganas sin embargo de rezar!
De rezar y de llorar... Una vez más el canto --mejor dicho, el desafío-- de los benteveos en el pino de mi patio me anuncia la presencia del sol.
Los benteveos siempre están ahí y quieren que todos lo sepan. Me acompañan desde hace seis o siete generaciones aladas. Pero nunca vi morir a ninguno. No sé dónde ni cuándo mueren. Tal vez en ocultos cementerios que yo ignoro. Y los reemplazan otros benteveos pequeñitos, que después parecen ser los mismos, para cumplir la misma misión. ¿Heredada? No lo sé. Ellos sí, lo saben.
El melancólico concierto de los grillos ha finalizado. La ciudad vuelve a convocarme.
En algún rincón de mi memoria sigue girando la calesita. Me muestra la sortija con astuta simulación. Mientras tanto, en la solitaria plenitud de los campos, la vida reitera sus demandas. Anuncia la resurrección. La misma resurrección que celebran los girasoles, las aljabas, las alas tendidas, los nidos ocultos, las humildes hojas de la hierba que, según Walt Whitman, son portadoras de un milagro capaz de convertir a un millón de personas... No sé, en realidad, si eso lo dijo Walt Whitman o me lo hizo pensar a mí.
Desde las altas cimas contemplaremos todos los regresos. Incluyendo los tardíos; los que ya no esperábamos. Como le ocurrió al viejo Eumeo que, después de veinte años, pudo observar desde su cumbre, en Itaca, el ansiado regreso de Ulises. Troya quedó definitivamente atrás, pero Itaca ya no era la mism. Nunca volvería a serlo.
Todos tenemos la ilusión de sacar la sortija --la suerte-- que nos obsequie otra vuelta gratis, una nueva oportunidad. Un lugar desde el que podamos contemplar la perspectiva del destino trascendente que nos prometimos a nosotros mismos. La vida plena y exultante que, suponemos con infantil ingenuidad, depende de una hipócrita sortija que no conduce a ninguna parte.
Rubén Benítez