La independencia y las independencias: el Congreso de Oriente y el Congreso de Tucumán
El Congreso nombra como Director Supremo a Juan Martín de Pueyrredón y el 9 de julio declara la independencia. (Tercera y última entrega)
Ricardo de Titto / Autor de Las dos independencias argentinas
Especial para “La Nueva.”
El “país” que reúne a las Provincias Unidas tiene, hacia 1815, tres regiones diferenciadas: el Norte y Centro mediterráneo comercial y de transporte, el Litoral rioplatense con su cuenca ganadera y sus puertos atlánticos y, al pie de la cordillera, Cuyo, tradicionalmente ligado a Chile y al mundo del Pacífico. San Martín es designado gobernador en agosto de 1814 y desde el campamento del Plumerillo, entrena al futuro Ejército de los Andes –un trabajo descomunal– y diagrama un esquema de poder político que le permita poner en marcha su proyecto de independencia continental acordado tiempo ha con Bolívar, O’Higgins y otros líderes americanos.
El fino armado del Libertador
El Gran Capitán precisa respaldo y lo logra. El Congreso de Tucumán comienza a sesionar el 24 de marzo de 1816 cuando, en el norte, se concreta un pacto entre el jefe militar del Ejército, José Rondeau y el gobernador Martín Güemes, líder de los gauchos “infernales” que lo deja a este al mando de las acciones contra los españoles y el Ejército, al mando de Manuel Belgrano, se estaciona en la Ciudadela custodiando al Congreso desde cerca.
El Congreso nombra como Director Supremo a Juan Martín de Pueyrredón –amigo y hombre de confianza del Libertador– y, así, el 9 de julio, el Congreso declara la independencia de las “Provincias Unidas en Sudamérica”. Como el mismo San Martín recalca en una carta que envía desde Córdoba al diputado Godoy Cruz el día 16: “Ha dado el Congreso el golpe magistral, con la declaración de la Independencia. Solo hubiera deseado, que al mismo tiempo hubiera hecho una pequeña exposición de los justos motivos que tenemos los americanos para tal proceder. Esto nos conciliaría y ganaría muchos afectos en Europa”. ¡Dicho y hecho: el Manifiesto pedido se redactó poco después!
La(s) independencia(s) y la amenaza brasileña
Como articulando piezas de ajedrez, el Gran Capitán logra que, con la independencia declarada, el proyecto de campaña continental se dinamice: “A lo único que temo es a esos inmensos montes”, se dice a sí mismo, mirando la imponencia de los Andes. Todos los recursos y esfuerzos, en adelante, se concentrarán en buena medida en el alistamiento del Ejército: Güemes defendiendo con guerrillas la frontera norte, Belgrano velando las armas en Tucumán, Pueyrredón a cargo de la diplomacia y de recaudar fondos para comprar armas y enseres y San Martín en Cuyo.
Las provincias cuentan, además, con la firmeza de Artigas que, desde su propia “Liga” que ha realizado su congreso durante julio del año anterior, pone límites a las ambiciones lusitanas en la Mesopotamia aunque, con la inacción del Congreso de Tucumán y el Directorio, en enero de 1817 los portugueses invaden la Banda Oriental y toman Montevideo: se quedarán allí, en su nueva “Provincia Cisplatina” –más acá del Plata– hasta 1830.
Dos Congresos, una misma voluntad
Muchos detalles conocemos del Congreso de Tucumán, tenemos en la retina la imagen de la “Casa Histórica” y hasta la pintura de la sesión presidida por el sanjuanino Narciso de Laprida. Pero la previa realización del Congreso de Oriente es un hecho que se ha mantenido casi en secreto durante buena parte de nuestra historia y hemos tratado de rescatarlo desde estas páginas.
Hay quienes sostienen que hubo allí una “primera declaración de la independencia” aunque no hay documentos que lo atestigüen, pero es evidente que era esa la voluntad que anima a sus delegados, además de rubricar su indudable pertenencia a las Provincias Unidas. Apuntemos, finalmente, una curiosidad y es que Entre Ríos, Corrientes, Misiones y Santa Fe de la actual Argentina, como la Banda Oriental –actual República del Uruguay– y el Paraguay, no participan del Congreso de Tucumán, de modo que jamás juran la Declaración de Independencia de 1816, lo que sí hicieron varias provincias del Alto Perú, como Cochabamba (Charcas), Chichas y Mizque, aunque uno de los nominados diputados, Fernández Campero, se ausenta prefiriendo continuar la guerra al español junto a las heroicas republiquetas altoperuanas.
En síntesis, aunque no haya habido acuerdo entre el Directorio y la disidencia federal artiguista –que contó con el respaldo de Estanislao López desde Santa Fe y de Andresito Guazurarí desde las Misiones– la fuerza de la revolución estaba intacta y demostró toda su potencia entre los años 1815 y 1816 cuando, en condiciones internacionales adversas por la derrota de Napoleón, tuvo la osadía de aprobar la Independencia en Tucumán y poner en marcha un proyecto de “Provincias Unidas en Sudamérica”… aunque a poco de andar será evidente que esa “unidad” no era todavía más que una pretensión y que adquiriría, por décadas, la forma de una confederación de autonomías provinciales pero sin constituirse como república.
Congresos, caudillos y corporaciones
Para apreciar correctamente los procesos y sin anacronismos –lecturas desde el futuro con claves de otro tiempo y espacio−, es preciso comprender las características corporativas de la vida política de la inmediata posrevolución.
Se nos presentan así dos variantes de “congresos”: los “caudillescos” y los “liberales”. Respecto de los primeros, sobresalen los convocados por Artigas. El texto de la Oración inaugural del Congreso de Abril de 1813, por ejemplo, permite advertir que Artigas es no solo el convocante sino también el mandante: más que un Congreso deliberativo es un acto popular en el que un solo orador concentra las propuestas y los asistentes –los delegados de diversas regiones− acatan.
Tan es así que el propio Artigas dicta el orden del día y, aportando los lineamientos generales, encomienda la redacción de las resoluciones. La reunión asume así un carácter plebiscitario.
Como bien señala el historiador uruguayo Vázquez Franco, no puede ser de otro modo ya que, “en pocas horas (en el supuesto de que haya habido tres sesiones) se toman decisiones sin ninguna meditación ni estudio como, nada menos que la declaración de independencia, la organización del Estado federal, más la creación de un gobierno interno. Todo dictado por Artigas.
El Congreso, precipitadamente, solo homologó. […] Estos congresos se agotan en sí mismos, ninguno tiene estructura: carecen de local propio, no tienen una burocracia que les responda, ni presupuesto para su funcionamiento, mucho menos dispusieron de una biblioteca de consulta; no tienen capacidad de autoconvocatoria. [...] Ninguno legisló, no son por lo tanto comparables a un poder legislativo”.
Artigas lidera así un “Estado caudillesco” –sin staff de funcionarios ni infraestructura administrativa− en el que el “Protector” aparece como “el poder en estado de naturaleza”.
En consecuencia, si por un lado se puede enjuiciar a los “congresos” artiguistas –Maroñas (1812), Tres Cruces o “de Abril” (1813)– como personalistas, o a los realizados en el Paraguay como meros actos ante una multitud de “representantes”, la mayoría de ellos iletrados, que no tienen espacios para la opinión –y, a veces ni siquiera clara idea de lo que se está tratando−, no es menos cierto que, repasando las ceremonias y fiestas posteriores a 1810 en el Plata, los reglamentos electorales o, incluso, el texto de la Constitución de 1819 −que daba lugar en el Senado a representantes del Ejército, el Clero y las Universidades, elegidos por sus pares−, la visión corporativa de la sociedad estaba en disputa con las más moderna de “ciudadanía”.
Las débiles burguesías emergentes como nueva clase dirigente se empeñaban en la construcción de una república pero ella estaba apenas dando sus primeros pasos sin una dirección clara sobre el futuro.
Detrás de estas visiones y estos impulsos y proyectos políticos, los intereses económicos, muchos de ellos apenas embrionarios, la mayoría realmente pobres –las riquezas del Potosí se han esfumado y están fuera de control−, pugnan por defender su lugar en el nuevo conglomerado de territorios al que se está dando forma. Y, en ese marco, se abren paso los caudillos que con su estilo de conducción entre autoritaria y populista personifican a los pueblos que representan.
El azul-celeste y el blanco, una marca genética
En esta diversidad de conflictos y visiones de la “década revolucionaria” hay un rasgo destacable que brinda unidad al proceso: la bandera celeste y blanca. El símbolo de lucha que se luce en nuestras batallas por la independencia, está presente en todos los frentes (incluso marítimos) aunque, a la par, destaca sus matices. Mientras “la de Belgrano”, creada el 27 de febrero de 1812 y adoptada como insignia nacional por el Congreso de Tucumán a fines de julio de 1816, luce sus bandas con un azul intenso y agrega el sol de mayo en 1818, a principios de 1817 San Martín dota al Ejército de los Andes con otra de similares colores –aunque el celeste-cielo se impuso al azul− y un escudo distintivo.
En el Oriente, entretanto, desde enero de 1815 se utilizaba la misma bandera pero con dos bandas rojas paralelas –luego, también, esa franja en diagonal− que distinguían a las fuerzas federales. La herencia multiforme de aquellos años se puede observar aún hoy: esos colores blanquicelestes –y en varios casos con presencia del rojo “artiguista” o “federal”− lucen en muchas banderas provinciales (de la Argentina y del Uruguay) y, entre ellas, en la bandera de Córdoba, única provincia que contó con delegación presente en ambos congresos independentistas, el de Oriente y el Tucumán.
No está de más señalar que los mismos colores con ese mismo sol de Mayo –que algún historiador dice que se trata de un sol figurado que representa al dios del sol inca, Inti– son los que flamean en el pabellón del Uruguay, aunque con un rediseño de varias franjas que mantienen los colores originales azul y blanco pero que copia el formato de la de los Estados Unidos, una por cada departamento como en la del Norte es de una por cada estado fundacional. La República Oriental es el único país del mundo que tiene tres banderas oficiales: una de ellas es “la de Artigas”, la tricolor.
También vale apuntar que esos mismos colores heredados de la enseña de colores marianos que adoptó el rey borbónico Carlos III fue emulada también por varios países centroamericanos, tal vez influenciados por el paso de la nave corsaria La Argentina, en 1818. Así, Nicaragua, Honduras y Costa Rica –que luego la modificó–, como Guatemala y El Salvador, con variantes de forma y de tonalidad del azul, mantienen en alto los colores que exhibía la fragata de las Provincias Unidas comandada por Hipólito Bouchard.