Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Mónica Ojeda: "La literatura es un fracaso tierno que dice mucho de quiénes somos como especie"

Con su libro de relatos Las voladoras la escritora ecuatoriana se afianza como una de las grandes promesas de la literatura en español.

Fotos: Télam

   Con textos de escritura descarnada y poética que hablan de mujeres abusadas y avasalladas por hombres pero en los que se narra también la desprotección de la infancia frente a la institución familiar, la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda afianza en su libro Las voladoras la potencia narrativa que la ha convertido en una de las grandes promesas de la literatura en español.

   La obra de esta escritora nacida en 1988 es una apuesta permanente a la ruptura del sentido común. Sus novelas Mandíbula o Nefando y ahora también este volumen de cuentos, quiebran las referencias unívocas: el dolor se funde con el placer, las víctimas del patriarcado pueden ser también victimarias, el horror puede dar lugar a algún tipo de belleza, y el daño a los niños llega muchas veces de las estructuras que el imaginario atado a la biología cifra como espacios de amor y protección.

   En Las voladoras (Páginas de espuma), Ojeda avanza con su retahíla de fluidos y cuerpos putrefactos o malolientes siguiendo los pasos del poeta austríaco Rainer María Rilke cuando postula: "Deja que todo te suceda: la belleza y el espanto. Solo sigue caminando. Ningún sentimiento es definitivo". Y así, con formas poéticas que se deslizan en la espacialidad del cuento, la narradora construye un universo alegórico tan violento como hipnótico.

   Autora de Mandíbula —que captó la atención de los editores del prestigioso sello francés Gallimard— y presente en antologías que condensan las nuevas voces de la narrativa iberoamericana, ofrece en este volumen un conjunto de ocho relatos centrados en mujeres oprimidas y maltratadas por hombres, como Cabeza voladora o el relato que da nombre al libro, mientras que en otros textos como Caninos lo que se narra es la desprotección de niñas libradas al desquicio de sus progenitores, sometidas a experiencias de las que no lograrán salir indemnes.

   Las historias están ambientadas en la geográfica volcánica de su Ecuador natal y se inscriben en lo que se ha dado en llamar "gótico andino" —una variante del género que se vale de la mitología de la región para plantear historias que bordean el fantástico y el terror—, pero lo cierto es que Ojeda las escribió en la buhardilla madrileña desde la que espera desde hace unos años que la reconozcan como residente española. Curiosamente, allí la crítica alaba sus textos y el periódico El País acaba de elegir a Las voladoras como uno de los mejores libros del 2020.

   "Solicité la tarjeta por familiar de comunitario. Presenté todos los documentos, incluso los que parecían imposibles. Según la ley de extranjería yo cumplía con todos los requisitos para la obtención de mi tarjeta. Sí, pero luego de meses me la denegaron [...] Este es, hasta el día de hoy mi peregrinaje para obtener papeles en España", posteó hace unos días en su cuenta de Twitter. Ojeda estuvo casada con un español del que se divorció tras una historia que incluyó episodios de violencia de género.

   —A priori, uno podría pensar que en Las voladoras el dolor marca decisivamente tu relación con la escritura...

   —Creo que todo está en relación con el dolor, no solo la escritura sino la existencia misma. El dolor es parte esencial del hecho de estar vivo. En ese sentido, no es tan sencillo como decir que se trata de algo negativo. Sí, tiene su parte de daño, pero el dolor está intrínsecamente ligado al placer y al gozo. Me interesan esos contrastes que hacen más compleja la pintura de lo que es la humanidad. En mi literatura, además, trabajo el tema de la violencia, y en la violencia hay dolor, hay daño, hay miedo pero también hay deseo.

   —¿Escribís sobre el dolor como experiencia subjetiva o escribís porque el mundo en general te parece un territorio de padecimientos?

   —Escribo sobre mis obsesiones. Estoy obsesionada con la violencia porque es a través de ella que soy capaz de ver la dimensión real de mi propia vulnerabilidad. La escritura, además, surge como una falla en el lenguaje. La falla en el lenguaje se crea a través de un deseo no satisfecho, de una carencia. Todos tenemos carencias, pero no todos las exploramos a través de la palabra hasta el punto de encontrar un extraño goce en la ausencia y en la imposibilidad de saciarnos. A lo mejor estamos vivos precisamente porque no podemos saciarnos. Tal vez la condición de la vida es esa sed.

   —La sinergia entre lo atroz y lo bello define el tono de estos cuentos: se narra lo ominoso y lo brutal desde un poética descarnadamente bella. ¿Proponer una mirada estetizante del horror es una manera de instalar las reflexiones en torno a los límites del arte pero también como herramienta de indagación?

   —Nunca ha sido difícil para mí ver las relaciones entre la belleza y el horror. No es algo, de hecho, que yo proponga, sino algo que se exploró ampliamente en el romanticismo, especialmente a través del concepto de lo sublime de (Edmund) Burke. Tal vez soy muy rilkeana en ese sentido, y pienso exactamente como él cuando escribe que la belleza es solo el comienzo del horror, pero también es una idea que está presente en la cultura judeocristiana a través de la imposibilidad de ver a Dios. En algunos momentos de la biblia queda claro que uno no puede verlo sin morir. No es que yo quiera hacer bello el horror, es que en el horror hay belleza y viceversa.

   —En tus cuentos parece que no solo las estructuras residuales del patriarcado estarían siendo el gran problema sino también las células familiares. Un escritor y poeta argentino, Fabián Casas, dice: "Todo lo que se pudre forma una familia". ¿Hay algo de eso en tus exploraciones?

   —Totalmente de acuerdo con Fabián Casas. La familia es el monstruo debajo de la cama. No me refiero a los padres, las madres, los hijos como personas, sino a la institución familiar que está atravesada por la heternormatividad, la monogamia, la jerarquía, la dependencia, etc., que hace que se generen unas dinámicas de poder que siempre acaban hiriendo a unos y otros. Aún así, tengo que decir que cuando escribo no estoy denunciando ni criticando esta clase de sistemas opresores.

   No quiero que mi literatura se reduzca a un slogan o a una intención política, cuando lo que busco es una escritura que explore determinadas experiencias humanas a nivel emocional. No quiero que se busque un mensaje, no busco construir mensajes con mis textos, sino sentidos posibles. Hay mujeres y hay violencia, pero ellas no son solo víctimas, sino también en muchos casos victimarias.

   —En Slasher uno de los personajes dice "El sonido del dolor es muy parecido al del deleite". ¿La idea de vincular el sexo con el dolor abre una instancia de indagación sobre el carácter multifacético y complejo de aquello que el psicoanálisis define como "goce"?

   —Sí, como te comentaba antes, el dolor colinda con el placer y viceversa. Tanto en el dolor como en el placer extremo se desarticula el lenguaje y acabamos en el grito/gemido. Allá donde las sensaciones físicas y psicológicas son extremas, la palabra desaparece, implosiona, y solo nos queda el sonido de esa ausencia de discurso. Es fascinante allí donde el discurso se desarma porque está todo por hacer. Es el espacio de la literatura.

   —En El mundo de arriba y el mundo de abajo, el último de los relatos, instalás la cuestión del duelo y la manera en que irrumpe el lenguaje para dar cuenta de ese proceso ¿Qué efecto tiene la literatura sobre los duelos?

   —Ese es mi cuento favorito. La razón es puramente emocional. Creo que es un cuento sobre la desesperación y la ternura y el amor. No puede haber alguien más desesperado, más solo, más herido, que alguien que pierde a una persona que ama. Y no puede haber hombre más desesperado por la pérdida que uno que decide hacer un conjuro con las palabras, un conjuro que reviva a su hija muerta. Esa búsqueda por hacer que las palabras sean capaces de levantar a un muerto, eso es la literatura. Es el fracaso, porque nunca vamos a poder resucitar a los muertos de verdad, pero es un fracaso tierno, un fracaso que dice mucho de quiénes somos como especie. Dice mucho de nuestra necesidad. Lo que decía antes: vivir es tener sed. (Télam)