Bahía Blanca | Miércoles, 25 de junio

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Una profunda investigación sobre la increíble historia del falso perito Herrero

Perros con superpoderes, extrañas energías, psicología social y una absoluta falta de escrúpulos son algunos de los elementos que el periodista Germán Sasso descubrió en su trabajo sobre este personaje casi de película, que durante años logró engañar a víctimas, jueces, fiscales y políticos argentinos.

El nuevo libro del periodista Germán Sasso es minucioso, entretenido e inquietante. Cuenta la muy increíble historia de Marcos Darío Herrero, “El Peritrucho”, un expolicía rionegrino que armó el negocio de plantar pruebas redículamente inversosímiles en causas resonantes, asistido por perros con "superpoderes". Un negocio que lo hizo conocido y admirado a lo ancho y largo del país, al punto que lo declararon Personalidad Descatada en Coronel Rosales y en Río Negro. Hoy, Herrero está condenado, claro. En nuestro medio, por ejemplo, consiguió que se le reconozca el mérito de haber encontrado el cuerpo de Micaela Ortega. De la causa surge, dice Sasso, que fue el propio asesino Jonathan Luna quien le confesó a la policía dónde estaba la pequeña.

En el libro,el autor revela como, por acción u omisión, buena parte del sistema judicial, político y de seguridad de varias provincias dieron cabida, giraron alrededor y hasta actuaron en consecuencia de los divagantes hallazgos de Herrero y sus pobres perros, como si no existiera en esos ámbitos espacio para el sentido común más básico.

Y aquí la revelación inquietante: ¿y si tantos años no hubo sentido común, entonces, porque habría de existir ahora? ¿Qué impide que haya otro Herrero involucrando a gente inocentes en causas penales graves en este mismo momento?

De hecho, en el caso de Herrero los anticuerpos llegaron en muchos casos demasiado tarde (en otros no), cuando el daño al inocente estuvo hecho. En su libro, Sasso expone todos aquellos hechos donde hubo presos injustos y víctimas engañadas. Francamente, si no fueran dolorosos, serían de escenas de una pelítcula: “¿Y dónde está el perito...”.

Dice Sasso, por ejemplo, que hay videos donde se ven a los perros “entrenados” de Herrero alejándose del lugar exacto donde luego la policía encontró el cadáver de una persona desaparecida. Corren a comer un poco de alimento balanceado que alguien habían tirado por ahí. Pobres animales convertidos en cómplices de estafas delirantes.

Cuando lo confrontaron con el hecho científico, por ejemplo, de que es imposible que un animal huela rastros de alguien en un sitio más allá de las 72 horas posteriores, (los de Herrero encontraban rastros meses y hasta años más tarde) el dijo que usaba una técnica única en el mundo, que sus animales sentían la energía y que, incluso, le hablaban. Así de normal y serio era todo. Pero le creían o decían creerle.

--En tu libro contás algo que parece una ficción cómica o trágica. La historia de este tipo que se hizo famoso junto a sus superperros, una cara a prueba de balas y afirmaciones inversosímiles para la mayoría de los humanos sensatos con los que influyó en causas de altísimo impacto como el caso Facundo, el caso Maldonado, etc. ¿A tu juicio, cómo es posible que algo así ocurra en el sistema judicial o de seguridad en tantos sitios y en tan poco tiempo?

– El tipo armó una gran estrategia de marketing, berreta pero efectiva por varias razones. Por un lado, se aprovechaba de la necesidad de respuestas que suelen tener las víctimas, a la que es muy difícil rechazar en sus reclamos. En otros casos, hubo desidia del poder interviniente y de la policía. En otros, la utilización de Herrero servía a intereses espurios, desde cerrar una causa hasta involucrar a alguien por un interés personal. Cada uno de estos casos está descrito en el libro y son increíbles. Aunque yo creo que hay algo más de fondo. El llamado sesgo de confirmación.

--¿Cómo es eso?.

– Herrero fue muy hábil para detectar cuál era el estado de la opinión pública en cada caso. Cuál era la noticia deseada, la teoría conspirativa que imperaba en ese caso y se sumaba a esta con falsas pruebas y hallazgos milagrosos. Es la base de las llamada fake news, la gente tiende a creer lo que ya creía y entonces acepta las pruebas que confirmarn sus creencias, aunque esta pruebas sean de fantasía o inverosímiles. Con esta tendencia social jugó Herrero.

El libro de Sasso está prologado por el fiscal mendocino Gustavo Pirrello, el primero en lograr desenmascarar a Herrero y que la justicia lo condene. En el prólogo, el fiscal describe su accionar: “Fabulador, carismático, amable, Marcos Herrero, una vez que era contactado por los familiares de las personas desaparecidas, este los convencía de que a cambio de una sumna de dinero él podría trabajar junto a sus perros a fin de obtener evidencia que ayudaran a redirecccionar la investigación. Hacía su aparición como el verdadero Mesías”.

Así actuaba este estafador, que Sasso comenzó a investigar a partir del caso Facundo. Rápidamente lo apodó “El Peritrucho”.

“Nosotros seguimos el caso Facundo muy de cerca y pudimos darnos cuenta de que este tipo hacía hallazgos que no tenían ningún sentido, todos orientados a abonar la hipótesis de la desaparición forzada. En este caso, Herrero no solo inventaba y plantaba las pruebas, sino también armaba el delito que le convenía”.

A partir de allí, Sasso revisó cada uno de los casos donde Herrero metió las narices, la suya y la de sus perros y lo que descubrió es la increíble materia prima del “El coleccionista de Huesos, la historia secreta del falso perito que engañó a la justicia”.

La obra, editada por la editorial Marea, ya se encuentra en todas las librerías. A continuación transcribimos la introducción.


  
Palabras preliminares

Por Germán Sasso, del libro "El Coleccioniste de Huesos"

El libro que usted tiene en sus manos trata sobre un muy llamativo personaje. Uno del estilo de esos que pueden verse en las series más afamadas de las plataformas de cine. Un personaje digno de ser explorado, descripto y narrado.

En el año 2015, Marcos Darío Herrero, un ramplón policía de la ciudad de Viedma, comenzó a interesarse por la búsqueda de rastros al ver a sus compañeros de la División Canes. Hasta ese momento, su mayor contacto con los perros había sido como paseador.

Buscó información en internet, miró videos de rastrillajes y así comenzó a forjar lo que sería su meteórica “carrera”. Se obnubiló con la mística y el atuendo militar de los adiestradores e instructores más célebres. Y comenzó a imitarlos.

Planificó paso a paso su futuro. El reconocimiento y el dinero serían sus grandes metas. Resolver misteriosos enigmas policiales lo catapultaría a esa popularidad que tanto deseaba.

Era consciente de que para lograr sus objetivos debía cumplir con un requisito indispensable: esclarecer o aportar información determinante en crímenes y desapariciones. Los casos elegidos debían ser los de mayor conmoción y trascendencia pública.

También sabía que su futuro sólo estaría asegurado si sus resultados eran victoriosos.

Disfrazado como una especie de Rambo del subdesarrollo, y sin poseer título que lo habilitara para la actividad, decidió autocalificarse como “Master Canino”. Garantizaba un “éxito del 100%” en sus búsquedas. Un infalible.

Como lo que prometía era imposible, Herrero diseñó un modus operandi para salir airoso en cada una de sus intervenciones. Así fue como comenzó a “meter el perro”. Sistematizó un fraude que le funcionó: sembrar pruebas para luego “encontrarlas”. 

Mentía y engaña a repetición, pero nada le importaba. El impacto de sus primeros “esclarecimientos” alimentaban su ego. Era el “perito estrella” al que todos querían convocar para los casos más difíciles.

Sus ingresos por su actividad privada comenzaron a superar a los que percibía como empleado raso en la Policía de Río Negro. Era famoso y se sentía valorado como nunca lo había sido. Era entrevistado por los canales de televisión y por las radios. Su imagen victoriosa salía en los diarios. Era un superhéroe argento que lograba lo imposible en casos que no habían sido esclarecidos por el Estado. Dejaba en ridículo al Poder Judicial y se ganaba el reconocimiento y el afecto de decenas de familias a las que les daba una respuesta que el “sistema” no les daba.

En sus rastrillajes, Herrero siempre hallaba evidencia que nadie había descubierto antes. Encontraba lo que otros habían pasado por alto. Además, destapaba ollas que nadie se atrevía y siempre desnudaba alguna mega conspiración que procuraba la impunidad de algún crimen o desaparición.

Sus búsquedas se convirtieron en patéticos espectáculos. Sus rocambolescas declaraciones ante la prensa no eran cuestionadas, sino festejadas y repetidas. Actuaba como un rockstar y recibía premios.

En algunos casos, Herrero no se benefició únicamente así mismo. También fue funcional y cómplice de jueces, políticos, policías y abogados inescrupulosos. Sabían que era un mercenario, que las evidencias las plantaba, pero no importaba: un idiota útil venía bien para “cerrar casos” con prueba trucha.

Incluso, en causas esclarecidas con prueba real y seria con culpables detenidos, nuestro peritrucho también necesitaba sumar “elementos de cargo” -aunque fueran ridículos- para no quedar afuera de agenda. Subirse a la ola era la premisa. Él siempre debía reconfirmar la autoría y dar el veredicto final.

Su fama se fue acrecentando más y más. Sus trabajos no sólo debían satisfacer a sus contratantes, sino a la demanda social y -principalmente- mediática. Su costado cholulo alimentaba su ego de manera exacerbada, por esa razón sus hallazgos eran cada vez más estrepitosos y efectistas. Corría para donde soplaba el viento popular. Era una estrella.

En un viaje sin retorno, el adiestrador no pudo parar. Todo lo que tocaba lo ensuciaba. Su enajenación lo llevó a tener un depósito de pruebas truchas en su propia casa. También se llevó un esqueleto humano que comenzó a desmembrar en su patio. Cada vez que era requerido para algún caso cargaba en la mochila lo que pensaba plantar.

Se concentraba en estudiar minuciosamente cada hecho del que fuera a participar. Principalmente qué decían los medios de comunicación, quiénes “sonaban” en la calle como sospechosos y cuáles eran los personajes que sobrevolaban el caso. Si podía denunciar una gran mafia con poderosos y famosos involucrados, mejor. Todo más creíble para la teleplatea.

Sistemáticamente en sus rastrillajes se encontrarían mensajes del o los asesinos. O de la propia víctima. Sus casos predilectos eran femicidios, trata de personas, desapariciones forzadas o secuestros extorsivos. Todo se transformó en una especie de juego de ciencia ficción en el que los criminales le dejaban pistas para -llamativamente- ser descubiertos por el propio Herrero.

Otro de sus métodos era asesorarse con las familias sobre algunos artículos personales de los desaparecidos. Es así como encontraba amuletos, cartas, aros, ropa. En cada actuación sus hallazgos eran calcados.

Ya descontrolado por el dinero y la fama, que a su vez le otorgaban protección e impunidad, sus presentaciones eran cada vez más ostentosas. Y también grotescas. Sus animales, siempre -sin excepción- encontraban la “esencia” de la persona buscada. No importaba que hubiesen pasado semanas, meses u años.

Sus perros olían lo que ningún otro perro del planeta lograba. Incluso, cuando le hacían notar que -según describe la bibliografía y los expertos en la materia- el rastro de olor de una persona perdura como máximo 72 horas, Herrero tenía ensayada una respuesta. Explicó que había desarrollado una técnica inédita a nivel mundial y que a sus canes los hacía trabajar con “energía divina”.

Otra constante en su derrotero era denunciar con retroactividad. Es decir, manifestaba haber “visto cosas” que en el momento del procedimiento no había podido revelar por “seguridad”. Es así que, tiempo después, se presentaba en juzgados o comisarías y declaraba haber descubierto explosivos de guerra, montañas de dólares o impactantes cargamentos de droga. También, antes de tener su propio esqueleto, hacía pasar huesos de vacas o perros como humanos.

El show desplegado por Herrero en cada rastrillaje bien podrían ser los capítulos de una saga cómica al etilo Mr. Bean; sin embargo, sus tropelías ocasionaron un profundo dolor en mucha gente.

Familias de víctimas engañadas en su buena fe, recibiendo respuestas que creyeron reales. E inocentes señalados y acusados como autores de delitos aberrantes, manchados para siempre en su honor. Personas detenidas con la única y exclusiva prueba trucha aportada por Herrero.

En varias ocasiones, las patrañas lograron ser desenmascaradas, pero el daño moral y el menoscabo social ya era irreversible.

Jean-Jacques Rousseau recuerda, en sus epístolas, la frase de un delator: “Por más grosera que sea una mentira, señores, no teman. No dejen de calumniar. Aun después de que el acusado la haya desmentido, ya se habrá hecho la llaga, y aunque sanase, siempre quedará la cicatriz”.

También, en esta obra, es motivo de análisis el rol que le cupo al Estado ante tamaño estafador. En algunos casos -como se dijo- hubo complicidades. En otros, en cambio, se lo pudo investigar, neutralizar e imputar de los delitos cometidos.

Fue un fiscal valiente el que dio el primer paso y probó que había plantado los huesos de un mismo esqueleto varón en dos casos diferentes de mujeres desaparecidas. Todo engaño. Incluso, cuando se lo detuvo no se privó de ofrecer uno de sus últimos y más delirante sketch: se descartó apurado del “material de trabajo” que tenía escondido en su casa y le regaló una lluvia de huesos a su vecino.

Tampoco queda afuera la observación sobre los medios de comunicación que, en su gran mayoría, repetían y multiplicaban sin cuestionamientos los delirios de Herrero. Aunque al final del recorrido la gran mayoría de sus estafas quedaran al descubierto, la noticia ya no tenía interés y el entretenimiento había terminado. No era tema. Eso contribuyó, necesariamente, a que en el imaginario popular quedara impregnada la mentira.

También es cierto que, en la actualidad, las fakes news tienen -lamentablemente- más impacto que la verdad. Las “aclaraciones” no tienen rating. Y peor, como ciudadanos, muchas veces -por cuestiones ideológicas o políticas- elegimos creer lo que más nos gusta y no aceptar la incómoda verdad. Por ese motivo, tienen tanto éxito las teorías conspirativas.

En su libro Infocracia, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, señala que “las fakes news concitan más atención que los hechos. Un solo tuit con una noticia falsa o un fragmento de información descontextualizado puede ser más efectivo que un argumento bien fundado. En esta era de la desinformación y la teoría de la conspiración, la realidad y las verdades fácticas se han esfumado. La información circula ahora, completamente desconectada de la realidad, en un espacio hiperreal. Se pierde la creencia en la facticidad. Vivimos en un universo desfactificado. La crisis de la verdad hace que la fe en los propios hechos tambalee”.

Y agrega que “las teorías conspirativas prosperan especialmente en situaciones de crisis. Hoy no solo existe una crisis económica, sino también una crisis narrativa. Los relatos crean sentido e identidad. Las teorías de la conspiración como microrrelatos proporcionan aquí un remedio. Se asumen como recursos de identidad y significado. Las teorías de la conspiración resisten a la verificación por los hechos porque son narraciones que, a pesar de su carácter ficticio, fundamentan la percepción de la realidad. Por tanto, son una narración de hechos. En ellas, la ficcionalidad se convierte en facticidad. Lo decisivo no es la facticidad, la verdad de los hechos, sino la coherencia narrativa que la hace creíble”.

Las triquiñuelas del “peritrucho” Herrero, este autor ya las había denunciado en 2020 desde el diario La Brujula 24, y en 2021, en el libro Operación Facundo, donde se desmontaba el armado político, mediático y judicial con el que se intentó inventar una “desaparición en democracia”. En ese momento, atreverse a cuestionar la estelar actuación del adiestrador y otros cómplices era una completa herejía.

Las verdades no hacen tanto ruido como las mentiras, ni tienen el mismo rating ni el mismo impacto emocional. Es una lucha desigual y difícil. Sin embargo, salir de la “zona de confort” y seguir haciendo periodismo de profundidad, poniendo sobre la mesa datos y hechos, sigue siendo maravillosamente gratificante.

Este trabajo reconstruye pormenorizadamente las actuaciones de Herrero en sus 20 casos más famosos. Y demuestra que todas y cada una de ellas fueron un fraude absoluto. Una investigación decisiva que desnuda un fenomenal entramado de mentiras y engaños.