Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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El puente negro cumplió 100 años cargado de historias curiosas

Desde ser el gran nebulizador al aire libre de la ciudad hasta la presencia de la llorona.

Fotos: Pablo Presti-La Nueva.

Mario Minervino / mminervino@lanueva.com

   De un lado a otro de la estación, de las villas para el centro. Así, con ese sentido de circulación y una presencia mítica, el puente negro cumple sus primeros cien años, montado parte por parte en 1918.

   Ya en 1912 vecinos de Villa Mitre, Villa Obrera y Tiro Federal reclamaron al Ferrocarril del Sud (FCS) la construcción de un puente peatonal sobre la parrilla de vías que separaba a esos barrios del centro.

   Hasta entonces la empresa había accedido a marcar algunos pasos peatonales, con un guardabarrera para controlar el cruce, atento a la enorme cantidad de trenes que circulaba por el sector. Finalmente hizo lugar al pedido.

   Para eso tomó un plano estándar para ese tipo de obras y mandó realizar cada una de sus partes en acerías de Londres.

   Desde allí llegó el puente, prolijamente embalado en cajones y con detallados planos de su montaje.

   "La obra reportará un beneficio al vecindario de las villas y nuestra ciudad, que se encontrarán unidos y mejor comunicados", señaló, en febrero de aquel año, este diario.

   En agosto comenzó el montado de las escaleras y el paso de 5 metros de alto y 105 de largo, con piso de madera de lapacho.

   "Es una obra sólida, con materiales de primer orden. El puente marca un digno esfuerzo y un nuevo progreso para Bahía Blanca", señaló la revista Arte y Trabajo.

   El puente tiene siete tramos entre sus escaleras de acceso. Las columnas de perfiles están unidas mediante tensores y atornilladas sobre planchas en las bases, revestidas de ladrillo a la vista con junta sellada. La senda peatonal está protegida con alambre tejido, para seguridad de los transeúntes.

Tos convulsa, la llorona y un color

    Durante años los médicos tenían en el puente negro el destino de una de sus prácticas adecuadas para mejorar la salud de los chicos afectados por tos convulsa o catarro.

   Las madres recibían la instrucción de llevarlos al puente negro. Y si no lo recetaba el médico, lo aconsejaban las abuelas. 

   Silvia Marcos recuerda que a fines de los 50 tuvo esa tos (coqueluche) y una de las terapias era, efectivamente, recurrir al vapor de los trenes en el puente negro, debajo del cual había un movimiento constante de máquinas a vapor.

   Nada más pensar que cada siete minutos partía y llegaba una formación desde o hacia Ingeniero White, el lugar era una especie de gran nebulizador al aire libre.

   Cristina Raffelle y Marta Bolla sostienen esta historia.

   "A mí también me llevaban a tomar el humo de máquina, como lo definían, para aliviar la tos convulsa y abrir el apetito", detallan.

   Norma Nicoloff recuerda que su mamá llevaba a una de sus hermanas "para mejorar los pulmones".

   Patricia Caporossi recuerda que lo cruzaba con su abuela para ir a la gran feria de frutas y verduras que funcionaba en Parchappe.

   "Bien temprano caminábamos con varias bolsas a buscar ofertas en los puestos callejeros. Mi abuela solía comprar fruta y verdura, manzanas chiquititas, tomates muy maduros. Ella estaba chocha porque ahorraba".

   A Angel Cacciali lo llevaba su abuelo pero por recomendación del médico.

   "No sé que había de cierto en el tratamiento pues las máquinas usaban carbón, pero bueno: todavía estoy vivo, y lo disfrute muchísimo", señala.

   Una opinión más técnica la brinda Jorge Rech, al mencionar que esas locomotoras no arrojaban vapor por arriba sino que era el humo de la combustión para calentar la caldera.

   "Era más efectivo respirar al costado de la máquina, porque el vapor escapaba por los cilindros".

    Claro que no sólo por sanidad se iba al puente. A los más chicos le gustaba subir y ver el espectáculo de los trenes en un ir y venir contínuo.

   Nestor Pons, por caso, asegura que era "uno de los paseos preferidos" con su papá.

   "Me encantaba ver pasar las locomotoras echando humo negro y vapor, y quedar envuelto en esa nube. Lo más difícil era sacarme para volver a casa", señala.

Otras historias

    El puente negro cambiaba bruscamente cuando el sol se escondía. La oscuridad alejaba a todos.

   Porque, además, la salida por avenida Cerri era un sitio cerrado y cercado, ideal para robos y otros males. Por eso a los más chicos se los asustaba reforzando algunas leyendas populares que tampoco podían faltar.

   Una de ellas es la de la Llorona.

   Marcela Belmon recuerda que le aseguraban que por las noches se escuchaba el quejido lastimero de una mujer, la mítica, difundida y permanente llorona.

   También se hablaba de una "Mano Negra", que te podía atacar mientras cruzabas.

   "A nadie se le ocurría ir de noche al puente", asegura Andrea.

Hoy: negro y para la foto

   El puente negro es negro como la mayoría de los puentes ferroviarios. En la ciudad hay al menos otros dos: el del Parque de Mayo y el de calle Belgrano.

   A cien años de su construcción el puente está recuperando su color a partir de un trabajo impulsado por la Asociación Amigos de Parchappe, con la particularidad de que la mano de obra la aportan personas que cumplen algún tipo de pena en el Patronato de Liberados.

   Desde esa asociación, que han convertido el paseo en poco menos que un vergel, sostienen que el puente sigue siendo el gran atractivo y emblema del lugar, junto con el centenario Algarrobo situado a pocos metros.

   Incluso le han colocado unos atractivos macetones rojos, llenos de flores que hermosean el perfil metálico.

   Hoy se usa como escenario para las fotos de cumpleaños y casamientos, porque a pocos metros se encuentra la ex bodega Arizu, recuperada como salón de fiestas.

   Para todos el puente es un orgullo, "un atractivo de la ciudad, uno de sus principales monumentos".

Menos cruces

    Desde que se derribó el paredón sobre la avenida Cerri, el puente dejó de tener un uso exclusivo.

   Hoy muchos prefieren cruzar las vías a nivel de piso, atento al casi nulo movimiento de trenes. Pero muchos siguen subiendo.

   Acaso por costumbre, por el paseo, por las vistas o por el simple hecho de mantener viva una costumbre y una tradición de cien años.