EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE HOY: JUAN CARLOS ROSSELLO Viaje hasta el confín de la tierra
Era tan poco frecuentado el lugar que hasta encontraron abandonados dos cañones de la época de la conquista, y pudieron observar en la costa la silueta de la "Duquesa de Albania", con su mascarón de proa decapitado. Y también introducirse en la antigua factoría de lobos marinos cuyos ocupantes la abandonaron, quién sabe cuándo, casi intacta, sin llevarse lo que había en su interior.
No fue fácil llegar por tierra a ese confín del mundo. Juan Carlos Rossello conoció cada rincón de la Patagonia, tanto del lado argentino como chileno, pero nunca olvidará aquella temprana excursión, en tiempos en que apenas existían los caminos, y los hoteles brillaban por su ausencia.
Al avanzar por los inhóspitos desiertos, los caballos se hundían en las ciénagas. Cuando la turba los absorbía, comenzaban a manotear desesperados mientras las ancas se les metían cada vez más en la melaza de barro, hasta que quedaban en posición vertical y se rendían, sin resistencia alguna. Solo enlazándolos y tirando con los otros caballos lograban rescatarlos.
Quienes asumieron la aventura eran cuatro apasionados amantes de la Patagonia, incluidos además de Rossello, Juan Pastorino, Raúl Ruiz y Ricardo Daniels (Richard). Pero estaban convencidos de que alguien más los acompañaba: una mujer que había soñado con sumarse a la expedición. El que más la recordaba era Juan Carlos.
Con ella habían previsto llegar a través de las turberas fueguinas a la meta deseada: Policarpo, la última estancia del mundo. Un lugar cercano adonde la cordillera de los Andes, se sumerge, hasta desaparecer bajo el océano.
Juan Carlos, antes de descubrir la Patagonia, había comulgado con la naturaleza en la provincia de Buenos Aires. En General Rodríguez, a 50 kilómetros de la Capital.
En la pampa lisa y llana percibió el magnetismo de las grandes extensiones que luego vio reproducirse en el mar.
Cuando cumplió 18 años, se fue a trabajar a la Capital y se convirtió en multitud. Aprendió a comer a caballito, sobre un banco de la plaza y con el cuello sucio de hollín, como el hombre gris de Buenos Aires.
En medio de las calles multitudinarias añoraba los horizontes abiertos, los paisajes anchos y generosos, las miradas capaces de abarcar la majestad de los inmensos espacios.
Fue una ilusión que pudo concretar cuando le asignaron el cargo de inspector de una empresa de neumáticos y lo enviaron primero a Tandil y luego a Córdoba. Allí sumó otro regalo de la creación: la belleza de la montaña.
--Empecé a experimentar la felicidad de vivir. Me dediqué a conocer la idiosincrasia de la gente de las sierras y a introducirme en el ámbito de las montañas. La empresa consideró que en mí había encontrado un bicharraco especial. En lugar de querer que me mandaran a Buenos Aires, prefería ir cada vez más lejos.
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"Transcurría la década del 60. El país estaba en plena expansión, creíamos en el futuro. Yo había sido gerente en Lomas de Zamora, y se abrían nuevas sucursales. Eramos gente joven, con esperanzas. Me ofrecieron dos lugares para trasladarme: Misiones o la Patagonia.
"Como si alguien me llamara desde allí, opté por la Patagonia. En esa época nuestra empresa atendía al sur desde Bahía Blanca. Vine a Bahía y después me trasladaron a Comodoro Rivadavia para abrir una nueva sucursal".
Juan Carlos dice que allí encontró su razón de existir y que no lo afectaba el clima ni el aislamiento. Precisamente el clima inducía a la vida hogareña, mientras que, en medio del auge petrolero, las poblaciones se llenaban de hombres.
--Sentí la necesidad de integrar mi grupo familiar. En aquel tiempo las empresas petroleras trasladaban personal desde Buenos Aires, incluidas las secretarias ejecutivas. Entre ellas llegó una chica, Zsuzsi. En cuanto la vi supe que era la mujer que yo esperaba. Nos casamos.
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Zsuzsi distaba de ser una mujer común. Había arribado al país después de la segunda guerra mundial. Su padre, incorporado al ejército alemán, tuvo que destruir el uniforme y escapar de Hungría con los suyos, rumbo a Austria, en tren.
Ella recordaba que, durante la fuga, los norteamericanos atacaron el tren y la gente se arrojaba a los costados de las vías para salvarse. Un muchacho que la llevaba sobre los hombros cayó fulminado por la metralla de un bombardero. En la estación vio cómo, sin anestesia, le cortaban la pierna a un hombre. Fueron imágenes que nunca logró olvidar.
Igual que su novio, Zsuzsi amaba la naturaleza.
Poco antes de casarse, en Comodoro, empezó a sentir un malestar en una pierna.
--Cuando tuvieron el diagnóstico, los médicos de YPF, en Bahía, me llamaron para informarme: "Lo de ella es grave, terminal. En el mejor de los casos le quedan unos meses de vida. Tiene leucemia".
"Salí confundido. Cuando la encontré, sentí que debía decirle la verdad, que se iba a morir. Ella, con enorme entereza, me respondió: `No, yo no me voy a morir'".
Juan Carlos y Zsuzsi tuvieron que modificar sus códigos de vida. La pasión por el sur se acentuó. Llegaban a cada lugar como si fueran a quedarse para siempre. Recorrieron una Patagonia sin hoteles, sin caminos pero con paisajes sublimes, escenarios conmovedores y personajes profundamente humanos. Ella cumplía su desafío. Vivía.
--Emprendíamos largas caminatas a Calafate, al ventisquero Moreno, a Los Torres del Payne en Chile, Punta Arenas. Andábamos en camioneta, pero luego hacíamos excursiones a pie.
"Mientras yo cumplía alguna tarea ella trataba de encontrar artistas inéditos; poetas, pintores que nadie conocía. Y los difundía por medio del diario "El Rivadavia"", de Comodoro.
El joven matrimonio rechazó varias veces importantes propuestas para regresar a Buenos Aires.
Bajo la amenaza de muerte del destino, protagonizaron una historia de amor que muchos habitantes de la incipiente población todavía recuerdan en Comodoro Rivadavia.
Tierra del Fuego puso a Juan Carlos en contacto con el mundo submarino cuando pudo bucear en el canal de Beagle. La fascinación del fondo del mar cambió su perspectiva de vida, y pasó a ser un asiduo concurrente de esas ignotas profundidades. Buscar buques hundidos o lugares sorprendentes del suelo submarino se transformó en una inquietud constante.
Una nueva opción patagónica despertó el entusiasmo de Zsuzsi: llegar por tierra a la estancia Policarpo, en la bahía descubierta el día del santo que lleva ese nombre, en el lugar donde el continente le pone un punto final a su existencia, Tierra del Fuego.
"Sentíamos que esa expedición nos depararía experiencias distintas, deslumbrantes, y tratamos de comunicarnos con veteranos fueguinos que conocían los lugares. Entre ellos, Guillermo Oliver Bridge, sobrino de Lucas Bridge, el autor de El último confín de la tierra.
"Oliver, cuyo abuelo nació en Malvinas, era mi amigo y me comentaba historias de la vieja Tierra del Fuego. Gracias a él pudimos cruzar los Andes por el primer camino que junto con su tío Lucas hicieron los indios y alentamos la idea de realizar la excursión terrestre a Policarpo.
Pero al cabo de seis años, la salud de Zsuzsi empeoró. Llegó un momento en que no pudo abandonar la cama. El día de Nochebuena de 1970, rodeada por sus amigos, permanecía inconsciente. De pronto abrió los ojos, miró a Juan Carlos, quien sostenía su mano y, como si estuviera partiendo hacia el exilio desde su Hungría natal, formuló su última pregunta: "¿Terminó la guerra?". Tenía 33 años. Al pie de la cama estaba la perrita que los acompañaba en sus excursiones. Como si hubiera adivinado el desenlace, en ese mismo instante se levantó y abandonó la habitación.
La última estancia del planeta
Para Juan Carlos la vida se convirtió en una tremenda confusión. Quizás como remedio surgió la alternativa de cumplir el sueño de Zsuzsi: la excursión a Policarpo.
En la Patagonia "las noticias son más cortas que la distancia", y ya en la isla se habían enterado de su muerte.
"Cuatro amigos, poseídos por la misma inquietud, empezamos a prepararnos para la travesía. Paradójicamente yo me sentía bien. No la extrañaba. Era como si ella estuviera con nosotros o fuéramos a encontrarnos.
"Llegamos a la estancia Las Hijas, de César Vallejo, que administraba su viuda, Dolly, a 80 kilómetros de Río Grande, y comenzamos los preparativos. Para llevar las pilchas hicimos un tubo con lona Pampero; una especie de maleta atada a los tientos del recado. Ahí metíamos el tabaco para la pipa, los fósforos y las velas.
"Los fósforos eran importantes. Resultaba difícil encender fuego en un clima tan llovedor, siempre húmedo. Para lograrlo había que entreabrir la hojarasca, hacer un hueco hasta la tierra, prender ahí un pedazo de vela o un trozo de cámara inflamable y colocar ramitas para que perdieran la humedad y entraran en ignición.
"Calculamos que debíamos recorrer unos 150 kilómetros, durmiendo donde se pudiera. La meta era llegar al lugar donde el mar se traga la cordillera de los Andes.
"Desde Las Hijas, nos dirigimos a la estancia San Pablo, en la que conseguimos cuatro caballos de andar y dos cargueros, medio viejones. Temían que no se los devolviéramos. Pero hicimos el juramento de que alguien volvería con ellos.
"Eramos cuatro locos líricos. Pedimos prestados hasta los aperos. Informamos a Prefectura sobre nuestra intención y nos dieron unos capotes viejos para cubrirnos de la lluvia".
Completaron el equipo con un armamento precario: un rifle 22 y una pistola, y una cámara submarina. Para las emergencias merthiolate, calmantes, hilo y una aguja de suturar. La única luz nocturna la proporcionaban las velas, aunque los días australes son muy largos.
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La costa atlántica desde Cabo San Pablo a cabo San Diego es zona de turba. La última explotación ganadera pertenecía a los límites de Policarpo, donde solo en verano residía gente y a la que se llegaba por mar o aire.
La expedición terrestre se inició el 18 de enero de 1971. Un imprevisto problema obligó a Richard a postergar su salida.
"Montamos al tranco lento y enfilamos por una huella que atravesaba un claro grande alrededor de la estancia San Pablo. Nuestro camino se abría en prados extensos, con un cielo de notable belleza, densas nubes y un aire puro que facilitaba el andar. A los 500 metros empezaba el monte".
Los caballos percibían la calidad de los jinetes y se estableció un vínculo con ellos que favorecía la marcha. Había que confiar en su instinto y su sentido de orientación. Al día siguiente llegaron a la estancia Irigoyen, donde el capataz, un asturiano, Nemesio Menéndez, les relató que en sus años mozos había mandado a la Isla de los Estados los primeros bovinos y ovinos con la esperanza de que se desarrollaran y que pisando los pajonales modificaran el suelo y abrieran picadas hacia los valles interiores.
Don Nemesio les pedía que llegaran hasta allí para evaluar los resultados.
Andaban los tres, porque de Richard no tenían noticias.
El 22 de enero, día frío y sin lluvia, desde un acantilado divisaron el puesto Río Bueno.
"Se advertía una soledad total y el precario rancho parecía una tapera. Veníamos pasando hambre desde hacía muchas horas. Entramos en la vivienda y en una bolsa que colgaba de un clavo encontramos unas tortas fritas envejecidas con las que acompañamos el mate. Estaban duras y tenían un gusto desagradable.
"Para continuar el camino debíamos bajar a la playa por una pendiente sinuosa. Cuando íbamos a hacerlo observamos a tres jinetes que venían del sur. Tuvimos una sensación extraña y nos embargó cierta inquietud. Manoteamos las armas. Pero era gente de Policarpo. Ellos también habían experimentado dudas ante nuestra presencia. Nos invitaron a regresar al puesto Río Bueno para compartir el almuerzo. Llegaban con la intención de preparar el rodeo para la esquila".
Lo que no esperaban los expedicionarios es que en ese lugar se sumaría, imprevistamente, el cuarto jinete. El retraso que les significó el retroceso al puesto, permitió a Richard alcanzarlos y seguir con ellos hasta el fin de la meta.
Mientras avanzaban entre acantilados, restingas y arenales observaron a la distancia, sobre el límite del mar, la silueta de un barco. Era el casco encallado del "Duquesa de Albania", escorado a babor sobre la playa. La proa mantenía aún legible su nombre. En la popa se destacaba el lugar de origen: Puerto Liverpool. Al mascarón de proa le habían mutilado la cabeza. Para robarla usaron una avioneta que aterrizó en la playa. Mucho después la cabeza fue rescatada y el mascarón hoy está entero en el museo de Ushuaia.
Pasado el río Policarpo, la humedad de la turba fue dominando cada vez más el terreno.
Al anochecer llegaron a la estancia Policarpo, donde los recibió un hombre mayor, único habitante, de pequeña estatura y silencioso, llamado Subiabre, quien sufría el mal de Parkinson.
No era aquel un escenario alegre. La cena fue digna del olvido. Pero el descanso sobre unos camastros de cuero posibilitaron a los cuatro jinetes un reparador sueño, merecedor de gratitud.
Al día siguiente, tras otra mateada con tortas fritas, reanudaron la marcha hacia Bahía Thetis.
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Al cabo de varias horas de marcha, en medio de la soledad, al pasar un cañadón vieron un rancho de madera. Tenía en la fachada un letrero que decía "Los tres amigos". Casi una premonición. Parecía haber sido abandonado mucho tiempo atrás. Pero sirvió de dormitorio para un largo descanso de 13 horas. Seguramente había sido un asentamiento de buscadores de oro.
Estando allí, Juan Pastorino contó su experiencia como buscador de oro en la Patagonia en el año 1954. Llegó con el Ruso, que presumía conocer el oficio.
--El primer tiro de dinamita demostró lo contrario. Cuando lavábamos el removido, el Ruso gritó: ¡Oro rojo! Una simple mirada me bastó para decepcionarlo: `Ruso, ¡es un pedazo del fulminante!'.
Lo cierto es que ni con el Ruso ni sin el Ruso encontraron un gramo de oro.
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Al día siguiente ensillaron y prepararon las cargas. Para agilizar el viaje, habían dejado a uno de los cargueros en una estancia hasta el regreso.
--Creíamos que íbamos a sobrevivir cazando yeguarizos, vacunos o lanares salvajes. Fue un error garrafal.
"En la misma puerta de "Los tres amigos" se nos hundió un caballo. Empezaba una serie interminable de penurias. El mismo episodio se repitió varias veces.
"No teníamos qué comer, ningún animal para cazar y carecíamos de comunicaciones. Nadie sabía dónde estábamos.
"El suelo se tornó cada vez más pesado y empezamos a pasar hambre. Los caballos se desesperaban. Dormitábamos durante la marcha o nos dejábamos caer sobre el recado. Para hacer cien metros tardábamos tres horas.
"Cuando un yeguarizo cae en la turba o en la ciénaga manotea para salir, pero se le va hundiendo el anca. Hasta que queda en posición vertical, cesa de resistir y se abandona. Nuestra tarea era engancharlos con el lazo y sacarlos con otro caballo y nuestra propia fuerza. Los pobres animales temblaban aterrorizados y apoyaban la panza en las matas para no hundirse. Fue un calvario, pero no perdimos ningún caballo".
De esa manera, y con Juan adelante marcando la ruta, llegaron a la hostería de los alemanes.
--Parecía una especie de aguantadero o lobería manejada por ellos en la época de la guerra.
"Era un lugar llamativo. Dispusimos de una habitación en la que armamos la cama con la montura.
"Tenía el aspecto de un pueblo abandonado. Había unos galpones que oficiaron de depósitos y oficinas, con sus mesas, sus sillas y sillones de mimbre. En el laboratorio quedaban unos tubos de ensayo y encontramos mucho papel destruido intencionalmente, desparramado en el piso. Completaban el conjunto pilas de cueros de lobos, bolsas de sal y leña hachada.
"Hasta permanecían embalados allí unos motores a explosión y se veían grandes tanques metálicos con aceite de lobo, convertidos en trampas para una enorme cantidad de pájaros que habían descendido a beber creyendo que era agua. La superficie del líquido permanecía oculta bajo el manto de plumas.
"Yo descubrí un gallinero y escuché el cloqueo típico de las gallinas. Corrí al campamento gritando que había gallinas bagualas.
"Los cuatro nos dirigimos de inmediato a verificar el sensacional hallazgo. Pero nos dimos cuenta de que el sonido lo producían unos pájaros, tal vez biguaes, desde la copa de los árboles. En un instante ganamos y perdimos un suculento plato".
Cuenta Juan Carlos que entre las fantasías a que daba lugar tal escenario se afirmaba que después de la guerra muchos alemanes habían desembarcado de submarinos en esa zona.
--Aparentemente la grasería les servía de base. Creo que hay algo de cierto, por lo que me pasó a mí. En 1965 o 66, en medio de una intensa nevada, yo estaba en Punta Arenas esperando el avión de Austral para volver a Río Gallegos. Mientras pasaba el tiempo trabé amistad con un joven alemán, que me pareció el clásico germano de posguerra. Era funcionario de la Bieckert.
"Finalmente el avión no salió y nos dirigimos al hotel Cabo de Hornos. A la noche nos encontramos y tomamos una copa. Me dijo que esperaba a una persona que al rato llegó. Era un hombre bajito, más que gordo redondito, con un sombrero tipo tirolés, sobretodo de piel de camello y porte `imperial', muy diplomático. Estuvimos charlando y cuando se fue, el más joven me preguntó sonriendo:
--¿Sabe quién es ese hombre?
--No.
--Es el que inventó el sistema de matar judíos con el gas tóxico de los vehículos.
"Pero volviendo a nuestra visita a la factoría de la isla. En ese momento el ánimo era brillante, extraordinario. Creo que teníamos la sensación de estar cerca de Dios o con Dios. Aunque al mismo tiempo nos sentíamos aletargados, en una especie de sopor.
En una de las luchas para superar las turbas, con el agua hasta las rodillas y empapados por la transpiración, sufrimos un ataque histérico de risa que duró un par de minutos. Hasta que nos dejamos caer sobre la turba riendo a carcajadas. Fue la forma de descargar la angustia.
"No podíamos permanecer ahí, porque carecíamos de alimentos. Después de mucho caminar escuchamos en el bosque gritos de guanacos en celo. Parecían estar cerca, pero no los podíamos ver. Nos ocultamos en un lugar estratégico para dispararles con el 22.
"No sabemos qué nos pasó. Recuerdo que estábamos agazapados, esperándolos y nos dormimos profundamente durante dos horas. Cuando despertamos no había signos de guanacos".
"No conseguíamos nada para comer. Incluso resultaba peligroso bucear porque había muchas orcas. Tuvimos que desistir de llegar al cabo San Diego, frente a la isla de los Estados. Después de permanecer dos días en la grasería de Bahía Thetis iniciamos el retorno a Policarpo".
En Policarpo, entre la estancia y el río, efectuaron el reconocimiento arqueológico que les permitió realizar hallazgos sorprendentes: dos cañones a mecha, uno de hierro y otro de bronce, de los que usaban las carabelas y los galeones.
--Los tomamos donde los dejaron los españoles. Probablemente proceden de la varadura ocurrida el 10 de enero de 1765 del "Purísima Concepción", que intentaba unir Cádiz con El Callao. Sus tripulantes debieron desembarcar y fundaron el primer asentamiento blanco, Puerto Consolación. Lograron regresar a Buenos Aires, en una embarcación que ellos mismos construyeron, tres meses después.
"Terminada la expedición, nos quedamos un tiempo en el río Irigoyen, un mundo fascinante de pesca, con unas truchas inmensas y volvimos a San Pablo donde devolvimos los caballos".
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"De ahí fuimos con el Falcon a la estancia Viamonte, sobre la ruta 3 fueguina donde estaba Guillermo "Oliver" Bridge. Cuando su esposa me abrió la puerta él estaba con un inglés: `Te presento a su Excelencia, el embajador de Inglaterra', me dijo. Oliver era cónsul.
"Les contamos los detalles de la aventura. El estaba más enloquecido que nosotros. Quería conocer, paso a paso, todo lo que habíamos hecho. Se olvidó del embajador.
"Cuando les mostramos las cabezas de las truchas que habíamos sacado, el embajador no lo podía creer, eran inmensas. Precisamente él había llegado desde Buenos Aires en un Land Rover para realizar una excursión de pesca y había rehusado todo tipo de actos oficiales. Era un aventurero igual que nosotros.
De regreso a Comodoro, Juan Carlos Rossello supo que el viejo sueño que habían alentado con su esposa se había hecho realidad. "Yo sentía que ella me había acompañado. Mi vida patagónica ya no iba a ser la misma".
En esa época fue trasladado como gerente a Bahía Blanca, donde colaboró con la incipiente Hermandad Universitaria de los Escualos. Y desistió de su afición a la caza.
Los cañones avistados en la playa próxima a Policarpo se exhiben en el museo de Ushuaia, en el que Rossello fue nombrado visitante ilustre.
Aquí, mientras estudiaba francés en la Alianza, conoció a su segunda esposa Ana María sedano y comenzó la segunda parte feliz de su vida. Para no desligarse de la naturaleza desarrolló una actividad agropecuaria y canalizó su vocación por lo tradicional cultivando diversas artesanías rurales. Además canalizó su inclinación hacia el arte a través de la talla en madera que realiza con llamativa perfección y creatividad. Curiosamente, las figuras depositadas en la madera forman parte de su nuevo proyecto literario como personajes de una novela.
Tiene cuatro hijos. Acaba de publicar su libro en el que relata la sugerente aventura de aquel viaje a Policarpo, el que ha encontrado amplia repercusión en la Patagonia, a donde vuelve permanentemente. Aunque durante la pasada década pasó serias dificultades económicas, hoy siente una paz y una plenitud que le proporcionan la decisión de no querer "competir más con los hombres ni con los dioses".
Actualmente, a Policarpo se puede llegar fácilmente por carretera.
Rumbo a Plicarpo, en la biblioteca del Museo del fin del Mundo.
Con Raúl Ruiz, junto al mascarón de la "Duquesa de Albania"
En la grasería de Bahía Thetis.
Una pausa en el río Irigoyen.
El cañón encontrado en la playa.
Los restos de la "Duquesa de Albania".
Las tallas en madera: "El valenciano" y "El grito".
Junta a Los Tres Amigos, vivienda de buscadores de oro.
De buzo con Ruiz en Ushuaia.