El soñador de la Ford A
El "Pulpo" tenía algo de artista de radioteatro, de personaje de Fellini, de galán de cine de los cincuenta.
Periodista, conductor y realizador televisivo, columnista en medios de difusión nacional. Nativo de Coronel Dorrego, alterna residencia entre Sauce Grande y Capital Federal. Conduce el ciclo ESAS PEQUEÑAS COSAS en BVC Bahía Blanca.
Pudo haber vivido en cualquier lugar del interior del país, pero anduvo por la región desde el pueblo de campaña cercano a Bahía, de amplios ventanales con vista al horizonte de la llanura bonaerense.
Primero el campo, con cuarto grado incompleto al abandonar la escuela para trabajar de pibe y colaborar con la familia. El joven Enzo gambeteó ser chacarero sin chacra; esquivó la opción de comerciante o calzar mameluco de mecánico. Por azar o necesidad, quién lo sabe, se hizo vendedor callejero de ilusiones y fantasías, con micrófono en mano alimentado a bateria desde una Ford A con parlante atado con alambre en el paragolpe delantero.
Tenía algo de artista de radioteatro, de personaje de Fellini, de galán de cine de los cincuenta, del humor y lágrimas de Sandrini, contagiado seguramente por haber proyectado cientos de rollos de películas en el viejo teatro del pueblo construido por los italianos, que aun perdura.
--La del cine fue una de las épocas más maravillosas de mi vida…-evocaba Enzo.
--¿Por qué? le pregunté.
--Porque vendía ilusiones, era como si viviera en París después de haber sido peón de campo.
El Pulpo, como todos lo conocían, era un atrevido soñador despierto con un enorme corazón que por modestia o pudor disimulada debajo de trajes a raya, camisas de cuello largo con ballenitas y corbatas con nudo ancho, brillosas de el uso y abuso. Antes había sido baterista de una orquesta del músicos entusiastas -Los Dados Rojos- que amenizó tertulias en localidades de la zona y noches de cena y baile frente al Atlántico en el histórico hotel de Madera del Monte Hermoso inicial.
Arriba de la Ford A Enzo se hizo famoso. Conocía el código sanguíneo de los vecinos y del que estaba al pie del patíbulo y necesitaba dadores voluntarios. Y allí salía pidiendo sangre con el nombre del vecino en el quirófano y no paraba hasta conseguirlo.
Con su voz característica amplificada por la bocina recorría calles empedradas del centro y las de tierra alejadas de la plaza principal, ofertando pescado fresco y barato, anunciando la llega del circo, la kermese de los sábados, el partido de fútbol del domingo, los bailes de la clase en tiempos de conscripción. Entre tanda y tanda, saludaba amigos que entraban en su ángulo visual y ofrecía serenatas a señoritas de labios pintados que asomaban en la vereda, con canciones del tocadiscos que la púa le arrancaba al disco rayado de tantas pasadas.
La irrupción de la comunicación satelital, la parabólica que comenzó a mostrar guerras y tragedias lejanas, jubiló al micrófono y parlante callejero. Los Enzo de cada lugar se volvieron prescindibles.
Aunque con modestia que decía que no sabía hacer la O sin ayuda del borde de un vaso, de puro guapo y a fuerza de pulmón el Pulpo dio el salto tecnológico en el momento justo. Soñó con una radio para el pueblo y no paró hasta que a comienzos de los 70 consiguió la licencia de la radio AM para Dorrego. De aquella quijotada de LU26 alumbraron hombres y mujeres que decidimos el futuro por el hombre del megáfono.
Casi nunca lo llamaron por su nombre y vaya a saber por qué motivo lo bautizaron “Pulpo”. Lo cierto es que así se lo conoció en los lugares donde anduvo por el sur bonaerense y aun se lo recuerda.
En el teatro de los españoles -hoy Teatro Municipal- Enzo disfrutó del éxito de un espectáculo protagonizado por vecinos que bautizó “Buscando una Estrella”. Por el escenario desfilaban grupos musicales, cantores aficionados, personajes risueños y atrevidos que agotaban plateas y populares. El gaucho Alambre; la bomba atómica de Guisasola; Fermín, Sandro, Raúl Pablo. Cada nombre una historia; cada personaje una sonrisa, un cálido recuerdo.
A pocos días de terminar la edición del capítulo de Enzo para nuestro ciclo de TV que recién comenzaba a emitirse en un canal de la Capital, un sábado al mediodía le acerqué el máster original a un reconocido vecino. Horas después el inolvidable actor Carlos Carella, que vivía tres pisos abajo en el edificio que compartíamos en el barrio porteño de Once, reapareció con la eterna sonrisa y el casete en sus manos. Había terminado de ver el programa y recuerdo el diálogo:
“De dónde sacó estos personajes…? -me preguntó- parecen actores de una película de Fellini!!!.
Fue un gran elogio. Le respondí que no eran actores de casting sino vecinos del pueblo, actores de la vida.
Y un día Enzo enfermó. Desde la cama del hospital, con el último hilo de voz que le quedaba, seguía alentando la idea de escribir nuevos capítulos en su mundo de realidades y fantasías, que imaginaba para el día después de la enfermedad sin retorno. El proyecto consistía en un cortometraje, que se llamaría “El circo de la vida” protagonizado por personajes singulares que había conocido en la región.
Enzo no resistió esa pelea desigual hasta que un anochecer subió a la Ford A y se hizo leyenda.
Han pasado mucho años, lo imagino en el lugar donde se encuentre empeñado en recrear ese mundo de fantasías en el que vivió y disfrutó aquí en la tierra con los vecinos del pueblo.
Soñar no cuesta nada.
Que así sea.