Bahía Blanca | Miércoles, 25 de junio

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Favaloro y el electricista

En los años de médico rural, René Favaloro fue el primer presidente de la Cooperativa Eléctrica de Jacinto Arauz.

No hay pueblo sin electricista, son parte del patrimonio público, como los médicos, las enfermeras, las maestras.

Se los ve a diario por calles de tierra, adoquines o asfaltadas revisando postes y transformadores  Siempre luciendo el uniforme de trabajo, camisa del mismo tono que el pantalón y botas acordonadas con suela de goma a prueba de descargas.

Los vecinos lo conocen más por el apodo que por el nombre de pila, lo saludan cada vez que lo ven pasar, lo llaman cuando lo necesitan. Siempre disponibles, iluminan cuando el cortocircuito tiende un manto de sombra en el poblado.

En los años de médico rural, René Favaloro fue el primer presidente de la Cooperativa Eléctrica de Jacinto Arauz. A su regreso de EE. UU. propuso y logró  que el Consejo Deliberante bautizara una calle con el nombre del electricista del pueblo. Quería saldar la deuda de gratitud con Juan Bautista Riolfo, el  «todero», solía decir, porque con más  ingenio que recursos adaptó transformadores de alto voltaje y puso en funcionamiento el primer equipo de rayos del pueblo que compró en Alemania.

El equipo de rayos que Favaloro trajo de Alemania a su clínica en Arauz

A comienzos de los años setenta, de paso por Bahía Blanca, Favaloro anticipó el reconocimiento al electricista. “Yo creo ―dijo entonces― que nosotros hacemos muy bien en poner nombre a las calles y recordar a nuestros próceres, pero en estos pueblos como Arauz que tiene ocho manzanas de largo por seis o siete de ancho, hay gente como este Juan Bautista Riolfo que todavía vive, sigue trabajando y es un ser excepcional”.

Vivienda de Arauz en la calle Riolfo

Esta historia visibiliza un personaje imprescindible, que por cotidiano transcurre desapercibido en la vida de la comunidad.

Revisando materiales durante la producción del documental de Favaloro, encontré un emotivo cuento que Eduardo Galeano le dedicó  a Juan Bautista Riolfo.

El  gran escritor uruguayo mantuvo una cálida amistad con Favaloro. Primero fue su paciente en la Fundación, luego amigo entrañable. El día que Favaloro tomó la decisión de quitarse la vida, Galeano publicó esta crónica que transcribo con el cuento del electricista como regalo póstumo. “Pensaba enviársela, se la envío ahora..”, concluye:

La Fundación institución privada, funcionaba como si fuera hospital público de alto nivel y las cuentas no cerraban. Una noche, charlando con Favaloro, se me ocurrió preguntarle, inocente de mí, por qué no recurría a los ricos muy ricos: ellos podrían deducir de sus impuestos las contribuciones a la Fundación, como se hace normalmente en Estados Unidos o en Europa:

Sería una buena idea me contestó, si en este país los ricos muy ricos pagaran impuestos.

Yo tuve la suerte de conocer a este hombre entrañable, de quien hoy estamos todos huérfanos. Supe de las dificultades, abrumadoras, que estaba enfrentando. Con mi mujer, Helena, podemos dar fe de su generosidad infinita, de su sentido religioso de la amistad, de su excepcional calidad humana.

En su homenaje, publico ahora una historia de sus tiempos de médico rural. Pensaba enviársela, se la envío ahora.

El electricista

Andaba en bicicleta, con la escalera al hombro, por los caminos de la pampa infinita. Bautista Riolfo era electricista y también todero, arreglador de todo, motores y relojes, molinos, radios, escopetas, lo que fuera; según se decía, la joroba que tenía en la espalda le había salido de tanto agacharse hurgando máquinas y maquinitas.

René Favaloro, el único médico de la comarca, también era todero. Con los pocos instrumentos que tenía y los remedios que encontraba, oficiaba de cirujano, partero, psiquiatra o especialista en lo que se necesitara componer.

Con la ayuda de todos los vecinos, cercanos y distantes, René pudo fundar una clínica comunitaria. Y, con la ayuda de Bautista, pudo instalar el primer equipo de rayos X que hubo en toda la región.

Junto con esa máquina de radiografías, René compró también, en Bahía Blanca, una máquina de música: un tocadiscos holandés, a pagar en cómodas cuotas y cuando puedas. En aquellas soledades de la pampa, habitadas por el viento y el polvo y muy poquita gente, la música era una compañera imprescindible.

Pero el tocadiscos tenía sus mañas, y en un par de meses se negó a seguir funcionando. Y ahí vino Bautista, en su bicicleta. Sentado en el suelo, se rascó la barba, investigó, soldó unos cablecitos, ajustó tornillos y arandelas:

A ver ahora dijo.

Para probar el aparato, René eligió un disco, la Novena de Beethoven, y colocó la púa en su movimiento preferido.

Y se desató la música. La poderosa música invadió la casa y se echó a volar por la ventana abierta, hacia la noche, hacia el desierto; y siguió viva en el aire después de que el disco dejó de girar.

Cuando el silencio volvió, René comentó algo, o algo preguntó, pero Bautista no contestó nada.

Bautista tenía la cara escondida entre las manos. Y un largo rato pasó, hasta que por fin levantó la cara mojada. Y entonces aquel electricista consiguió decir:

Perdone, don René. Pero yo no sabía que esa… esa electricidad existía en el mundo”.