Bahía Blanca | Sabado, 27 de abril

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Cómo fueron las cuatro visitas de Gardel a Bahía Blanca

El 24 de junio de 1935 la Argentina se quedó muda, literal y metafóricamente: el artista más popular y exitoso del país había fallecido en un accidente aéreo en Medellín. A casi 83 años, un recuerdo de sus estadías en la ciudad y cómo se contó la noticia de su muerte.

El encargado de recibir los telegramas leyó el texto por segunda vez.

Trató de verificar si había entendido bien los datos. No era un problema de discernimiento, sino de incredulidad. El problema era que la información -breve, lejana, casi aséptica- no dejaba espacio a la duda.

Casi instintivamente, tomó el papel y salió corriendo hacia la jefatura de Redacción. Nunca pudo recordar si llamó, como era habitual, con dos golpes a la puerta, esperando el permiso para ingresar, o si directamente irrumpió en la oficina para entregar el texto.

En cualquier caso, necesitaba compartir rápidamente el dato con alguien, como una forma de quitarse parte de la maldición encerrada en aquel despacho enviado por la agencia United Press, a las 17.55: “Bogotá. Colombia, 24: se anuncia que un avión de la compañía colombiana que conducía a otra localidad a Carlos Gardel chocó con otro avión, resultando varios muertos y heridos. Se cree que Gardel ha muerto”.

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El jefe de Redacción leyó el telegrama, levantó sus ojos hacia el periodista, regresó la mirada al papel y preguntó: “¿No es un error, verdad?”. El silencio de su interlocutor le confirmó que no.

“Levanten la página 3. Que vaya a ocho columnas, con un título de 9 centímetros, y esperen por más telegramas”, ordenó.

Mientras el periodista salía corriendo al taller para explicarles los cambios a los linotipistas, el jefe intentó acomodarse en el sillón.

Pero no había forma. Sólo pudo sacarse parte de la ansiedad cuando encendió un cigarrillo. Con la primera pitada, el humo espeso del Fontanares comenzó a elevarse, trazando sus arabescos hacia el pequeño cielo de la oficina.

Llevó el cigarrillo otra vez a su boca, y trató de recordar cuántas veces había estado Gardel en Bahía Blanca.

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La primera imagen que apareció fue la de aquel septiembre de 1918, cuando el Teatro Municipal recibió durante nueve funciones a una compañía de variedades, que incluía las presentaciones de la Orquesta Firpo, el grupo de malabaristas llamado Los Marocco y un dúo de cantantes vestidos de gauchos bajo el nombre de Gardel-Razzano.

En una de esas funciones, él había concurrido como espectador y todavía recordaba el conmovido silencio de la platea, cuando el muchacho más grandote -después sabría que era el Gardel del dueto- interpretó Mi noche triste.

Casi de inmediato, buscó en su mente la siguiente visita, la de mayo de 1924. Aquella vez el dúo ya venía consagrado de Buenos Aires, y por eso cantó tres noches seguidas, a sala completa, en el Palace Theatre de calle Brown al 100. Y eso que la entrada costaba 2 pesos. Una verdadera fortuna.

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Un tímido “Disculpe” lo arrancó del breve ensueño. Uno de los redactores estaba de pie junto a la puerta del despacho, con un nuevo telegrama entre sus manos.

Le dijo que pasara y agarró el informe. Eran datos de las 18.25, y en cada una de las descripciones de los párrafos podían escucharse los gritos de la tragedia: que el aeródromo de Medellín, que un trimotor F 31, que el viento alteró las maniobras de despegue, que hubo un choque contra otro avión cerca de los hangares, que una explosión seguida de incendio, que Gardel y otras dieciocho personas habían muerto carbonizadas.

Aplastó los restos del cigarrillo contra el cenicero de cristal, le agradeció al cronista y levantó el teléfono para pedir que una fotografía del cantante acompañara la noticia. Antes de colgar remarcó que, en la imagen, Gardel apareciera con smoking y sonriente como siempre. Como debía ser.

Mientras buscaba las palabras para el título que habría que poner en la tapa, quiso interpretar por qué la noticia lo había dejado a merced de la melancolía.

Necesariamente supo que debía seguir recordando sus visitas a la ciudad. 

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Estaba seguro de que su primera actuación como solista fue en febrero de 1930 en el Palacio del Cine, sobre la segunda cuadra de Chiclana. Esa vez cantó en una “función dedicada especialmente a las familias”, acompañado por las guitarras de Guillermo Barbieri, José Aguilar y Ángel Riverol.

Aquella noche estuvo en uno de los palcos, y le llamó la atención que el pelo del cantante, negrísimo y con un perfecto peinado a la gomina, parecía moldeado con el mismo material con que estaban fabricados los discos de pasta.

La última vez también transcurrió en el Palacio, apenas dos años atrás, en mayo de 1933. Los empresarios que lo trajeron solían afirmar que era “el Cantor del Triunfo” y que había resignado “ventajosos contratos para despedirse de los bahienses, antes de embarcar para Europa”.

No sabía si esas eran las palabras exactas, pero estaba seguro de que algo muy parecido había salido entre las publicidades del diario, junto a los avisos que ofrecían sus grabaciones y los novedosos fonógrafos de la Víctor.

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Acaso por tratarse de la visita más reciente, los detalles estaban más precisos en su memoria: recordó que se había alojado en la habitación 7 del Muñiz, que visitó la Casa Maffi, la de los discos y partituras, ahí en la primera cuadra de O'Higgins, y que, según le contaron, poco antes de regresar a la Capital en el ferrocarril se tomó un café en el Miravalles, justo frente a la estación.

De pronto lo sobresaltó el galope del viento sobre la ventana ubicada a sus espaldas. Miró el reloj de bolsillo. Eran las 19.03. Había que ponerse en marcha, pese a la tristeza.

Se levantó despacio, como si llevara encima la tonelada de la noticia que tendría que editar en minutos, y retiró su saco gris del perchero.

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Cerró los tres botones con un movimiento automático de la mano derecha. También se puso el Fedora que se había comprado en la misma tienda en la que el cantante adquiría sus sombreros, en pleno centro porteño. Y salió de la oficina.

Necesitaba dar una vuelta a la plaza, sentir el aire helado de junio en la cara, antes de sentarse a escribir.

Tenía que encontrar las palabras exactas para contarle a Bahía Blanca que Gardel había muerto.