Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

Terror en la esquina de Zelarrayán y 19 de Mayo

El hecho habría ocurrido en 1994. Memorias de un relato que tomó dimensiones de reciente leyenda urbana bahiense.

Fernando Quiroga / Especial para "La Nueva."

fernandodepunta@gmail.com

   Se dice que el tal Pedro (uno de los actores de esta anécdota devenida en curiosa fábula contemporánea) parecía descendiente de Pueblos Originarios. Sin entrar en detalles etnoculturales, podemos afirmar que, a lo largo de las últimas décadas, la comunidad indígena que ha prevalecido en Bahía Blanca, fue la del Pueblo Mapuche. En el caso de Pedro, los pocos que aseguran haberlo visto, afirman que sus rasgos aindiados se emparentaban más con los querandíes o con los de los puelches septentrionales. Como fuere, éste relato lo tiene como uno de los dos protagonistas. La otra dueña de nuestra atención, es Cecilia Calvento, quien actualmente reside en Bogotá y accedió (luego de mucho requerírselo) a narrar la historia.

   Sin muchas precisiones diremos que, en la cátedra de Introducción a la Filosofía de la carrera de Licenciatura en Letras de la UNS, Cecilia conoció a Pedro. Él nunca había ido a cursar (por lo menos Cecilia jamás lo había visto en clase) pero siempre estaba a la salida, junto a muchos conocidos en común, con los que compartieron e intercambiaron pareceres en espacios habituales para ambos. Lo cierto es que una despreocupada y diligente amistad comenzó a unirlos, motivo por el cual, una tarde de mediados de mayo de 1994, de ocaso temprano y café oportuno, extendieron, solos, tertulia hasta la madrugada. La profusa revelación de un secreto del joven a la dama, abrió la curiosidad de ésta última. Noche que terminó en un extraño e inolvidable paseo, que cambió la vida de Cecilia para siempre.

   ¿Sabés que día es hoy? – inquirió el muchacho, casi divertido – esta noche se cumple un nuevo aniversario del Último Malón…

   Si Cecilia hubiera sabido lo que le aguardaba a partir de tal revelación, seguramente no hubiese accedido a acompañarlo a la inocente caminata.

   Sin embargo, el universo, tan ajeno al azar como al concepto de destino; abrió los portales de los develamientos y permitió que cada cual, siga su camino.

   Pedro, quién hasta ese momento para ella era solo un entusiasta de la historia local, había comenzado a narrarle, no sin puntuales vericuetos, la mentada historia de la famosa irrupción indígena. El joven de abundante cabellera negra y rasgos de tierra adentro, le refirió con parsimonia y precisos detalles, los hechos de la revuelta final de Cafulcurá en Bahía Blanca, asegurando que algo sobrenatural de aquella violenta madrugada de 1859, aún quedaba flotando en la ciudad. Le habló de aparecidos; de sangre no vengada, de un espectro impaciente que, parece volver para reclamar súbita atención desde lo indecible.

   Cecilia fascinada por el ocultismo e inadmisible curiosa, lo desafió a que le demostrase lo que decía. Entre provocador y feliz, Pedro aceptó la misión. Era lo que el joven buscaba. Salieron de la cantina del Club Universitario y siguieron camino por Avenida Alem. Pedro parecía extasiado; cerraba los ojos y le describía el fragor de la tierra bajo el tropel, el cruce de las casi tres mil lanzas malogradas a través del actual Parque de Mayo y, finalmente, la horda natural desatada hacia la fortaleza por la actual calle que lleva el nombre de la fecha del asedio, por la misma que doblaron en esos momentos: la actual 19 de Mayo…

   Por esta vía, se detuvieron en la esquina de Zelarrayán, eran las 3 de la madrugada…

   Guardaron silencio frente a la espesa niebla que embargaba la esquina.

   En la mortecina luz que supone el halo de la neblina encapotada, Pedro le señaló a Cecilia la esquina al frente. Allí, vieron la figura inolvidable.

   Ella pareció flaquear ante la impresión. Nunca había visto un fantasma.

   Una imagen masculina con torso descubierto, de espesa masa muscular; como si fuese un torbellino de humo, pendía de la nada y a medio metro sobre el piso.

   Aterrorizada, Cecilia resbaló sobre el filo del cordón y quedó atónita. Como si se elevase en cámara lenta (para luego caer mansamente, como flotando, como si fuese un anacrónico astronauta) la efigie semidesnuda, saltaba elevando los brazos en el aire frío de la esquina y daba el más fuerte de los alaridos, atizando la inmensidad resquebrajada de la noche.

   Un refucilo tiñó el cielo hacia calle Rodríguez; pareció durante un instante, un serpenteo carmesí que iluminó la noche intermitentemente, como un neón salvaje.

   La historia asegura que solo dos del malón perecieron esa madrugada hostil, uno atravesado por su propia lanza…otro, de un tiro en las sienes; se suicidó por haber vendido a los suyos… - afirmó inmutable Pedro, tomando a Cecilia por los hombros; tal vez ni conteniéndola ni ayudándola a levantarse. Si un observador imparcial hubiera presenciado la escena, hubiera asegurado que el hombre estaba empecinado en concentrar la mirada de la joven en la horrible aparición.

   ¿De qué hablás Pedro? - dijo Cecilia temblorosa y a la vez en guardia; sin separar la vista del espectro.

   El boliche de Iturra se levantaba en este solar – el muchacho retomó el discurso, como si estuviera en trance – era la madrugada del 19 de mayo de 1859…

   Cecilia se libró de la presión sobre los hombros y alcanzó a pararse. En la esquina en diagonal, el cuerpo vaporoso, expresivo y flotando levemente sobre la vereda, volvió a gritar a boca de jarro. El terrible lamento tenía algo de animal, algo de hambre, algo de irresolución. De repente, se llevó ambas manos a la cara, y Pedro y Cecilia vieron con horror como parecía lacerarse el rostro.

   Cecilia retrocedió y ahogó un gemido tembloroso con la palma en la boca. Sintió el calor del cuerpo de Pedro sobre su omóplato derecho y eso la alivió. Pedro, ensimismado en la aparición, correspondió con el brazo contenedor por detrás de ambos hombros. Por primera vez, parecía sosegado, mientras contaba a media voz:

   Acá había una almacén, un bar. Francisco Iturra era el dueño del local de acá al frente – y señaló hacia el fantasma - en este lugar el malón paró para saquear sin restricciones… aquí es donde murieron los dos…y este se aparece acá…

   De repente la figura se desvaneció, disipándose rápidamente.

   Cada 19 de mayo por la madrugada ocurre – siguió susurrando Pedro, con la mirada perdida- Pareciera un castigo del destino que no termina. A veces, cuando cierro los ojos, puedo sentir la Legión Italiana llegando, los pesados cascos de los hombres sobre los alazanes de la fortaleza…pareciera que todo vuelve a ocurrir, y acá, en este espacio que fue crucial… - sentenció Pedro con visible emoción.

   Cecilia, fuertemente impresionada y fascinada a la vez, daba vueltas nerviosamente.

   Pedro, ¿hace cuánto sabés esto?, ¿alguien más lo sabe? –Cecilia no sabía si contenerse o salir corrinedo del lugar. Algo la retenía.

   No…quienes lo sabían ya no están… -Pedro hablaba con emoción.

   Finalmente y temblando, la muchacha buscó cobijo en los brazos gélidos de su amigo.

   Es muy triste…-afirmó Cecilia con confuso estoicismo gris. Apoyaba la cabeza sobre el pecho de Pedro, cuando de repente tuvo una epifanía; una revelación - …lo que ocurre en esta esquina debe saberse –miró a Pedro con vehemencia, cara a cara, respirando pesadamente; con palabras vaporosas que encendían ideas de justicia - …Pedro, la historia del último malón está incompleta entonces…además –tomó a Pedro por el rostro con ambas manos – la verdad siempre debe prevalecer… si ésta aparición que vimos recién corresponde al alma en pena del indio pampa que murió como héroe para los suyos…¿dónde está el fantasma del que se suicidó por ser todo lo contrario?

   Pedro se apartó violentamente con el rostro lívido y la mirada extraviada. Un viento se levantó desde el noreste con aromas a amaneceres en pugna y silencios oblicuos.

   Pedro… ¿qué te pasa? – Cecilia volvió a tomarlo del rostro, solo que extendió sus manos y abarcó la cabeza del joven. Retiró con visible impresión las falanges de la derecha; debajo de la frondosa cabellera negra, un colchón pegajoso de pelos y sangre fresca le tiñó la mano de rojo ferroso; un borbotón desmedido escapaba del agujero de la bala.

   La cara del Pedro se agrietó en una máscara de barro legendaria, la boca se abrió en una cuenca descomunal que propició el mismo alarido del fantasma, antes de desaparecer en segundos, dejando a Cecilia gritando desesperadamente en la quietud de la madrugada.