Bahía Blanca | Jueves, 18 de abril

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Abuelo y nieta se recibieron juntos de abogados

Carlos Julio Chesñevar, de 74 años y Camila Cobreros, de 25, egresaron de la Universidad Blas Pascal.
Fotos: Emmanuel Briane -La Nueva.

Por Anahí González / agonzalez@lanueva.com

   Cuando Camila era pequeña su abuelo Carlos Julio Chesñevar le regalaba medallones de menta y caramelos de eucalipto y la cargaba a upa hasta la ventana para mostrarle las estrellas y como aparecía y desaparecía la luna detrás de las nubes.

   Hoy también se maravillan al observar juntos algo redondo y brillante pero no es la luna. Es la medalla que les otorgó la Universidad Blas Pascal tras haberse recibido juntos de abogados en octubre pasado.

   La historia de las medallas -y de los diplomas que las acompañan- comenzó a escribirse cuando Carlos, al ver que su nieta se sentía abrumada y complicada por sus estudios (cursaba en la UNS y paralelamente trabajaba como empleada de comercio) le propuso una alternativa: la modalidad a distancia.

   Fue la motivación justa para que Camila recobrara el aliento y no renunciara a su sueño de toda la vida. Además, estudiar Abogacía era una deuda pendiente de su abuelo quien se graduó hace 50 años en la carrera de Agrimensura en la UNS en la que fue docente casi medio siglo en materias de contenido legal. ¡Había equipo!

   En principio se inscribieron en la Universidad del Siglo XXI (luego culminaron en la Universidad Blas Pascal) y empezaron a transitar esta experiencia que no sólo los llevó a concretar la meta antes de tiempo, con un ritmo extraordinario, sino que reforzó el vínculo entre ambos desde una arista tan atractiva como impensada.

   "Me va a quedar la alegría de haberle aportado algo a mi abuelo, una persona tan grandiosa para mí, y de haber pasado momentos felices juntos. El día en que pueda ejercer la profesión como quiero eso estará presente", dijo Camila a quien le faltan apenas unos finales para culminar un posgrado en Escribanía, otra de sus aspiraciones.

   Tan destacada fue su actuación académica que en 2013 les entregaron un diploma en la Biblioteca Rivadavia como alumnos distinguidos.

   Carlos mencionó que en estos cinco años formaron una buena dupla de estudio.

   "Yo me encargaba de imprimir y anillar los libros y ella me ponía los puntos cuando me iba por las ramas, porque como esto me apasiona a veces era bastante plomo", contó entre risas.

Para Camila, preparar materias con su abuelo fue muy divertido.

   "A veces el tiempo no nos alcanzaba y yo me lamentaba porque sabía que entre mates , ejemplos y experiencias de vida aprendía mucho más que solo leyendo artículos y artículos", contó.

   En la Universidad Blas Pascal tomaron la recta final hacia el diploma.

   La ceremonia del acto de colación fue muy emotiva. Los anunciaron como un caso especial e invitaron a subir juntos al escenario. Se dieron un abrazo inolvidable.

   Camila creció en un ambiente muy distinto al que le marcaba su vocación ya que tanto su mamá como su papá son actores y sus hermanas se inclinaron por el arte.

   "De chica, mi juego favorito era en el escritorio, rodeada de papeles", rememoró.

   Su abuelo contó una anécdota: "Un día se sentó en mi sillón giratorio y suspiró: '¡Cuando será mía esta oficina!' Le fascinaba".

   Para recibirse tuvieron que rendir cuatro finales en una semana, algo que nunca habían hecho antes.

   "Ella decía ¡Podemos! Y al final me enganché. Si no hubiera sido por Camila yo todavía no hubiera terminado", reconoció Carlos.

   Su nieta se sintió contenida y alentada.

   "Mi abuelo siempre tuvo mucha fuerza de voluntad ante las adversidades. A veces le decía: 'Estoy cansada, trabajé, no llego'. Lloraba. Y él me recitaba Piu Avanti, el poema de Almafuerte. “No te sientas vencido ni aún vencido...". De tal palo...

   Para ella la lección es clara: "A veces la montaña es tan alta que te parece que no vas a llegar pero hay que confiar en que a pulmón se llega. Siempre mantener el sueño y tener perseverancia. Ser honesto y responsable. Mantenerte fuerte", remató.

"Tengo muchas ganas de ejercer mi carera, mi vocación". 

    Camila Cobreros es consciente de la escasa oferta laboral vigente pero no se desanima. Está abierta a nuevas oportunidades y propuestas, tanto en Escribanía como en Abogacía. "Tengo proyectos con mi abuelo para un estudio jurídico y no me cierro a otras iniciativas que puedan enriquecerme y darme experiencia", resaltó.

   Nació en Bahía Blanca. A los 8 años se fue a vivir a Sierra de la Ventana con su mamá y hermanas. Realizó la secundaria en una escuela de Arte y Diseño en Villa Ventana. A los 18 se mudó a Bahía Blanca. Inició estudios en Medios Audiovisuales hasta que se inclinó por su pasión, la Abogacía.

   "Espero que lo que hicimos con mi abuelo sea un incentivo para mucha gente. Está muy bueno poder cumplir sueños pendientes y también concretar una carrera a la par que trabajás", dijo.

   Agrimensor, docente y ahora Abogado

   Destacado. Nació en Cipoletti, Río Negro y se crió en Neuquén (lugar que ama y está en su corazón) Llegó a la UNS becado por sus notas, en 1962. Inició su carrera como Ingeniero Industrial (rindió más del 50% de las materias) y luego rindió las equivalencias para la carrera de Agrimensura, de la cual obtuvo el título. Siendo estudiante ganó un concurso como ayudante alumno e inició su carrera docente en la UNS. Se jubiló en la docencia y en su carrera liberal.

   Familia. En un baile en el Club Universitario conoció a quien se convirtió en su esposa y junto a quien estuvo 40 años. Tuvieron cuatro hijos y seis nietos. Hoy Carlos disfruta de una serena vida en Sierra de la Ventana.

   En primera persona

   Julio Chesñevar relató en El síndrome del recién graduado su experiencia y lo compartió con La Nueva.

   "Los escritos sobre el 'Síndrome del recién graduado' o 'Síndrome del Posgraduado' refieren en general, por lo que he visto, a esa etapa posterior a la graduación que supone la búsqueda de una salida laboral acorde al diploma logrado, plena de interrogantes, de dudas, de incertidumbre, de ansiedad, generalmente algo traumática y de duración incierta, sobre todo en países con una economía descalabrada y políticas neoliberales, por ende insensibles, como es el caso actual de la desafortunada Argentina.

   Pero además de esas circunstancias, vinculadas esencialmente a cuestiones de naturaleza económica, y que pueden variar de un sujeto a otro en función de la mayor o menor suerte para dar con la posibilidad de abrirse camino en el ejercicio profesional –no ya la mejor, sino al menos alguna- están las vivencias, los sentimientos, las sensaciones que nos invaden en los momentos previos y en los días posteriores a esa instancia divisoria entre la condición de alumno y la de graduado o “recibido”, a ese “broche de oro” que es rendir el examen de la última materia de la carrera.

   Son momentos en que inevitablemente rememoramos aquel primer día, el del comienzo, lejano y cercano a la vez, y todo lo que hubo de bueno y de malo en el interín, y en los que nos resistimos a creer que arribamos por fin a esa meta que al principio vimos tan distante en el tiempo y tan difícil de alcanzar.

   Mi reciente experiencia personal me impulsó a reflexionar sobre el mentado automatismo de nuestro cerebro, combinado con las travesuras del inconsciente, que nos sumergen en una rara mezcla de angustia y euforia, de satisfacción y desconcierto.

   El insomnio en la noche previa al último examen nada tuvo que ver con miedos o inseguridades. No tenía motivos para estar preocupado. En las tres noches que han pasado desde ese último examen, pese al gran cansancio acumulado en los días previos, plenos de estrés, de intenso trajín, no he podido dormir como lo esperaba, es decir relajado, distendido, despreocupado.

   Desperté varias veces en cada noche mientras soñaba con matrices de lógica jurídica, con tablas de verdad, con estados contables, con listados de exámenes por rendir. Todo parece indicar que mi cerebro se niega a abandonar una rutina consolidada por la intensa dedicación cotidiana a un objetivo, al punto de configurar una conducta casi obsesiva que ahora, de pronto, desaparece, ya no es necesaria.

   Mi pequeño grabador digital, que colgaba de mi cuello la mayor parte del día, yace apagado sobre un estante. Sin embargo me parece oírlo, reclamando, preguntando por qué ya no va conmigo a todas partes como antes. Mis oídos parecen extrañar los auriculares, con los que compartieron horas, días, meses, años. El ícono del software Balabolka, que convierte los textos en audio, es una carita sonriente que me mira desde el escritorio de mi computadora, con expresión de sorpresa también, y le digo para tranquilizarla que pronto volveremos a jugar juntos, porque hay un proyecto de investigación en mente.

   Ellos suplieron con alta eficacia las limitaciones de mi vista, no apta para leer por tiempo prolongado, y permitieron el mejor aprovechamiento del tiempo al permitirme aprender durante los traslados y en cualquier otra circunstancia en que no es posible leer pero sí escuchar. Somos amigos entrañables, es mucho lo que hemos compartido, es natural que nos invada ahora esta molesta sensación de vacío, es natural que mi cerebro persista por inercia a mantener una rutina que es forzoso cambiar porque cambiaron las circunstancias, y es natural que el reacomodamiento implique cierto desconcierto, cierto esfuerzo y una razonable dosis de paciencia.

 ¡Oh, cerebro humano! ¡Cuánto misterio!".