Bahía Blanca | Domingo, 29 de junio

Bahía Blanca | Domingo, 29 de junio

Bahía Blanca | Domingo, 29 de junio

Mano a mano con la ría

Siete horas a bordo de un velero de ocho metros de largo, el "Emigrante", con la tierra a la vista y la compañía del viento. MAXIMILIANO PALOU "La Nueva Provincia" --Bueno, les aviso que el barco va a ir de un lado al otro y se va a poner de costado --dice el patrón de yate Carlos Luque.
Mano a mano con la ría. Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca

Siete horas a bordo de un velero de ocho metros de largo, el "Emigrante", con la tierra a la vista y la compañía del viento.


MAXIMILIANO PALOU
"La Nueva Provincia"








 --Bueno, les aviso que el barco va a ir de un lado al otro y se va a poner de costado --dice el patrón de yate Carlos Luque.


 "Uuuuhh", pienso.


 --Pero también les digo que nunca se va a dar vuelta --sigue Carlos.


 "Aaaahhh", pienso.


 Con las segundas palabras tranquilizadoras de Carlos, el "Emigrante" se prepara para recorrer la ría bahiense, sus canales y el grupo de islotes Zuraita.

* * *






 Un rato antes, a eso de las 10, habíamos llegado al Club Náutico con el fotógrafo Juan Corral para ver qué era eso de dar una vuelta por la ría bahiense.


 Nos recibió la guardaparque Lucrecia Díaz, de la Reserva Natural Bahía Blanca, Bahía Falsa, Bahía Verde que depende del Organismo Provincial para el Desarrollo Sostenible (OPDS).


 --Me tienen que decir sus nombres, su teléfono y su dirección.


 Entonces tomé conciencia de que Lucrecia pedía nuestros datos por si nos pasaba algo...


 Juan Carlos Dombrowski, otro timonel, llegó unos minutos más tarde y zarpamos.

* * *






 --Che, ¿estos pueden trabajar o tienen algún problema en las manos? --chicanea Carlos, cómplice con Lucrecia.


 Me lo quedo mirando. Enseguida me doy cuenta por qué "invitó" a Juan Carlos: hay que hacer muchas cosas arriba del barco para que pueda moverse.


 El motor del "Emigrante" empieza a sonar: no hay viento suficiente para viajar a vela. Nos vamos alejando del Náutico, del puerto, de los muelles de las empresas y nos metemos... ¿o salimos?


 Los primeros minutos son de estudio. Pasó mucho tiempo de aquella experiencia haciendo optimist y no me acuerdo de casi nada.


 Una vez que pierdo la curiosidad cercana de lo nuevo, le pregunto a Lucrecia si puedo encender un cigarrillo. Antes de que ella me lo diga ya tenía pensado no tirar ni las cenizas ni la colilla al agua, pero no sabía bien por qué. Supongo que cierto adoctrinamiento greenpeaceano.


 --Prendé, prendé..., no hay problema --dice Lucrecia--. Eso sí: acá tengo un tarrito para no tirar las colillas. Comprobamos que las tortugas se las comen, se hinchan y después no pueden sumergirse.


 Ahora tengo una razón para no tirar las colillas al agua y algo para decir con aire de saber del tema en alguna charla perdida.

* * *






 El paisaje todavía no es muy atractivo. Entonces empiezo a hablar con Carlos, cuando puede.


 --Hace mucho que navegás, ¿no?


 --Cuando estaba en la panza de mi vieja, ella corría regatas --dice Carlos, como para que sepa bien con quién hablo.


 Se crió entre amantes de la vela: su papá hizo barcos.


 --A los 7-8 años empecé.


 Carlos ganó títulos locales y nacionales de vela y dos veces por semana sale a andar por la ría con su "Emigrante".


 Me deja por un rato. Tiene que hacer cosas en el barco para que yo pueda pasarla bien. Lo veo y me canso. Y eso que más adelante irá más seguido a la proa, a la popa, a una banda y a la otra. Con razón vino Juan Carlos.

* * *






 Creyendo que iba a tener mejor panorama, me equivoco. Me paro a la entrada de la cabina con la cabeza afuera para ver mejor.


 --No te pongas ahí --dice Lucrecia.


 --¿Por?


 --Es el lugar "Ya-que-estás-ahí".


 --¿Cómo?


 Carlos me enseña:


 --Maxi, "ya que estás ahí" por qué no te hacés unos mates.


 Y no hay problema: yo preparo.


 En la cabina hay dos hornallas, un horno, una mesa, un baño, dos bancos sobre los laterales y una especie de cama en la proa. El "Emigrante" mide casi ocho metros de largo y tiene pinta de aguantársela.


 Enciendo la hornalla y cargo la pava con el agua de un bidón que Lucrecia llenó antes de salir.

* * *






 Lucrecia mira hacia la costa y se enoja.


 --¿Qué pasa? --le pregunto.


 --Ves ese barco... Está haciendo pesca de arrastre.


 --¿Y?


 --Está prohibida. Al arrastrar la red por el fondo depreda todo.


 El decreto 1366/01 modifica el artículo 21 de la ley provincial 11.477 y en su texto dice: "Queda expresamente prohibido el uso de red de arrastre de fondo dentro de las 3 millas a efectos de protección del medio".


 Pero parece que no todos lo conocen. Y también parece que los controles fallan.

* * *






 El fotógrafo Juan anda dando vueltas por la proa y ya camina casi sin problemas por todo el barco. Saca y saca. Cuando estemos de vuelta me dirá que llegó a las 500 fotos.


 Lucrecia explica cuál es la gaviota cangrejera, aquella que se hizo famosa en los tiempos del intendente Rodolfo Lopes al transformarse en el logo de la Municipalidad.


 --Las que tienen la cola negra son las cangrejeras. Las de cola blanca son las cocineras.


 --¿Por qué "cocineras"? --pregunto.


 --Porque cuando los barcos tiraban los desperdicios de la cocina al agua, venían ellas y se los comían.


 Una vez que la tengo clara, empiezo a mirar y me animo:


 --Esa es una cangrejera.


 --Bieeeeeen... --dice Lucrecia.


 Y yo sumo otra para tirar en esas charlas perdidas.

* * *






 El barco tiene dos instrumentos en la parte exterior. Uno es un GPS que marca casi todo. El otro es el aparatito que empiezo a llamar "el maldito" una vez que me dicen para qué sirve. Primero vamos al GPS.


 --La parte celeste es agua, la rosa es cuando empezamos a acercarnos a la costa y la verde es la tierra --explica Lucrecia.


 Casi siempre estamos por la celeste, aunque a veces tocamos un poco de la rosa. Pero el GPS no sólo marca eso: tiene miles de indicaciones que sirven para ir más seguros.


 --La verdad es que me saco el sombrero para tipos como mi viejo que navegaban casi sin nada --dice Carlos.


 Bien, ahora sí: "el maldito". El que no para de sonar con su molesto "pi".


 --Marca la profundidad --aclara Carlos.


 Está puesto para que suene cuando el barco se mueve por aguas que no superan los 2m90, porque la quilla del "Emigrante" mide 1m90 y nunca es agradable quedarse varado.


 --Ya hay barcos que vienen con la quilla plegable y te queda a 60 centímetros. Con eso podés pasar por cualquier lado --dice Carlos.


 Nos vamos a mantener en el agua, entonces. Bajar en algunos de los islotes será imposible por el calado del "Emigrante".

* * *






 Cuando se hacen las 12 Carlos reclama por los sándwiches de Lucrecia. Mientras él sigue firme en el timón, ella corta el pan y empiezan a salir los de queso con jamón o mortadela.


 --Tengo Fernet y Coca --le dice Carlos a Juan Carlos.


 --Sí, pero te olvidaste del hielo.


 --Ah, no puedo estar en todo...


 --Vamos con el agua que está más fresca.


 Carlos ya está tranquilo porque le ganó al "maldito", que de pronto no paraba de sonar al cruzar uno de los canales.


 --Pasamos --dice.

* * *






 La costa tiene muchas aves.


 --Son más de 470 especies --dice Lucrecia.


 Pero hay una que nos llama la atención a todos: el biguá. Es negro, de alas bastante grandes para su tamaño y vuela muy cerca del agua. Y rapidísimo.


 --No puede ir más alto porque no tiene glándula uropigial. De ahí las otras aves sacan la grasa con el pico para impermeabilizar las alas y volar con más facilidad. El biguá tiene las alas pesadas por el agua. Por eso siempre lo van a ver con las alas abiertas, para que se le sequen --dice Lucrecia.


 --¡Cómo lo mató la naturaleza! ¿Cómo va a tener las alas secas viviendo al lado del mar? --dice Carlos.

* * *






 Cuando llegamos cerca del islote denominado Del Puerto aparece un buen pedazo de hierro, mitad afuera y mitad --supongo-- adentro del agua: es el pesquero "Usurbil".


 --Este barco fue uno de los que hizo de espía en la Guerra de Malvinas. Pescaba en las costas de Brasil e informaba de las tropas inglesas que pasaban para el sur. Después de la guerra siguió con su actividad de pesca y terminó varado acá --cuenta Lucrecia.


 --Lo que pasa es que la empresa para la que trabajó se fundió --dice Carlos.


 Se lo ve muy grande. El paso del tiempo lo pintó de marrón y amarillo. "Quizás algún día se pueda hacer algo con él", pienso.

* * *






 El viento se empieza a sentir. Entro en la cabina, me pongo la campera y enciendo otro cigarrillo, atento a aquellas indicaciones de Lucrecia y pensando en las tortugas.


 El viento, que en tierra es una maldición, sobre el mar y arriba de un barco es una bendición. Dejamos de escuchar el ruido del motor y empezamos a escuchar las ráfagas sobre las velas. Carlos y Juan Carlos son los más contentos: a partir de ahora empieza el baile.


 Carlos corre hacia la proa y le pide a Juan Carlos que lleve el timón por un rato. Más tarde será al revés: Juan Carlos pondrá y sacará las velas para ir más rápido y sentir cómo pega el agua en el "Emigrante".

* * *






 Veo las corridas de Carlos y Juan Carlos --por momentos me siento apenas un estorbo, siempre en el medio y sin hacer nada-- y escucho el viento en las velas, pero también escucho muchas palabras desconocidas: stopper, autovirante, escota, trabuchar, filar...


 --Con lección es otro precio --dice Carlos, y explica--: los stopper sirven para trabar los cabos (sogas); el autovirante es un sistema para que la vela de proa pase sola de un lado a otro; la escota permite regular el ángulo de las velas; trabuchar es pasar la vela de un lado a otro cuando tenés el viento atrás; filar es soltar los cabos...


 Y sigo sumando para las charlas perdidas. Vamos todavía. Sólo espero acordarme.

* * *






 Está claro que Carlos es un apasionado por la náutica pero le falta algo: un piloto automático.


 --Y... sale unos 3.000 pesos. Pero sí, me permitiría disfrutar un poco más el viaje.


 Claro que primero hay que pasar el visto bueno de Lucrecia Díaz, la misma guardaparque que nos guía por la ría y con la que Carlos eligió vivir desde hace dos años.


 --Nos conocimos cuando hice el viaje de egresados de timonel en el Club Náutico --dice Lucrecia.


 Y rápido se dieron cuenta de que el agua los unía. Seis meses después estaban juntos. Ella tiene 30 y él, 44.

* * *






 --¡Allá, allá! --le grita Lucrecia a Juan, el fotógrafo.


 Allá hay dos delfines franciscanas que salen a tomar aire con su cría.


 --Andan por acá casi siempre --dice Lucrecia.


 En el área de la reserva, 210.000 hectáreas que incluyen las islas Bermejo, Trinidad, Ariadna, Wood y los complejos de islotes Zuraita y Embudo, también se ven guanacos en tierra y en el agua lobos marinos e incluso ballenas.

* * *






 Juan Carlos agarra el timón para devolvernos a la costa después de siete horas. Carlos y Lucrecia manejan las velas para bajar la velocidad. Nos esperan la tierra firme. Y la rutina.


 Casi pido quedarme en el agua. ¿Habrá sido cuando vi las chimeneas?



En lanueva.com
En la sección Fotorreportajes del sitio web de "La Nueva Provincia" (www.lanueva.com/fotorreportajes) se puede apreciar el trabajo "Eso llamado ría", que incluye imágenes y audio original del viaje.



Feísimamente bella

Abel Escudero Zadrayec
"La Nueva Provincia"


















 Desde que la conocí, vengo diciendo que la ría bahiense es feísimamente bella.


 Por supuesto: es una exageración. No es TAN fea, la ría. Pero es brava. Te obliga a que la quieras.


 Y si la navegás, terminás queriéndola bien. Hasta te empieza a gustar el horrendo barro amenazador de la bajamar y te parece increíble que el Discovery Channel no haya descubierto aún a los ma-ra-vi-llo-sos flamencos fosforescentes.


 Hice el curso de timonel en el Club Náutico hace cuatro años. Con frío y con calor. Con lluvia y con sol. Sobre todo con viento; esos borneos insufribles.


 Aprendés de golpe: a ver las ráfagas, a adujar los cabos, a cazar o filar las escotas. Y también a querer a la ría.


 Ese mismo verano fuimos en auto a Brasil con unos amigos. En Angra dos Reis, al sur de Río de Janeiro, le alquilamos un velero a un odontólogo de por ahí. Orgulloso, quise mostrarle al tipo mi flamante carné de timonel, pero me frenó abanicando las manos:


 --Si aprendiste en Bahía Blanca, no necesito saber más nada --dijo. Y nos entregó el Tauá, un barquito de 35 pies.


 Estábamos arrancando la aventura cuando el GPS se mancó. Y para siempre, eh.


 Pero teníamos las cartas náuticas y sabíamos usarlas. Entonces sobrevivimos sin problemas una semana navegando por una zona preciosa y con más de 360 islas: una zona casi tan bella como la querida ría bahiense.