Bahía Blanca | Domingo, 21 de septiembre

Bahía Blanca | Domingo, 21 de septiembre

Bahía Blanca | Domingo, 21 de septiembre

Barro y después

A dos semanas de la inundación trágica que vivió la ciudad de Bahía Blanca. 

Fotos: Emiliano Marconetto

(*) / Especial para La Nueva.

 

Tal vez nos zarpamos con eso de la ciudad yeta. Tal vez nos zarpamos abonando el imaginario de la ciudad maldita. Tal vez nos entregamos, sin demasiada conciencia, al universo literario de Algo muy grave va a suceder en este pueblo. 

Han caído casi 300 milímetros en pocas horas y flota lo material, lo sensible, y flotan las habladurías, los chismes, los rituales originarios y los métodos para salir a la superficie. 

Mientras tanto, el agua avanza, infiltrándose por los intersticios, por las fisuras, expande su volumen, busca los canales y los desborda. Quiebra terraplenes, puentes, rutas, casas. Corroe y deja un sello en las cosas, en los cuerpos. Oxida aquello de lo que estamos hechos, lo que pudimos conseguir y conservar.

Arrasa con los objetos que evidencian lo que fuimos, con la memoria sutil de una familia reducida a fotos reveladas que no tienen su copia digital, con ese envoltorio de chocolate que guardamos de recuerdo en una página al azar en un libro de poemas, con un diario que atesora una hazaña, con un cartón que revela que somos primera generación universitaria.

¿Cómo se recupera el olor de las cosas que es el olor de las personas cuando quitamos el barro?

Sigue marchando como un remolino violento sobre las cosas que tanto nos costaron tener: el auto, la cama, los muebles, los libros, la compu, la heladera, el lavarropas, el tele, la ropa.

La maquinaria para producir flota. Agradecemos seguir con vida y huimos para salvarnos.

Sin embargo, el agua omnipresente permanece y arruga la piel, el mapa en el que se inscriben los recuerdos. 

Cuando se retira, empuja nuestras vidas íntimas a la calle, las expone al sol, a la mirada del turista y sus drones. En el barro quedan las bombachas, los corpiños, los calzoncillos, lo que media entre la vida pública y la privada.

Fugacidad y ferocidad para dejarnos inertes, en pocas horas, ante la destrucción masiva de lo que cuesta generaciones: es que nunca cae tanta agua junta y en tan poco tiempo. 

* * *

Lo cierto es que acá, en el pozo, en cuyo vientre nació el viento, acá en la hoguera del escarmiento, efectivamente, estamos con el agua hasta el cuello. No es cuento.

La verdad, se sabe, es un territorio de disputa y su evaporación es inminente.

El flujo de la información parece manifestarse en una lluvia radioactiva que se adhiere en el interior de las subjetividades, lastima el cuero y aunque se logre extirpar la cáscara, su toxicidad se hará cuerpo y la cicatriz permanecerá como la huella de lo que ha sido y de lo que será  (¿la mayor catástrofe que experimentó el pueblo de Bahía Blanca?).

La comunicación que el poder diseña como verdad, materializada, cada vez con más desenfado, con los dispositivos de la ficción (en tanto invención) al desnudo, a punto tal que, aunque sean visibles los hilos y el cielo de cartón y veamos al editor maniobrando con torpeza el devenir de la escena y se exhiban los artilugios con perversidad, emerge eso que llamamos verdad, queda flotando endeble en la oscilación apaciguada de la corriente, entre la mierda, los muebles y la dignidad de las personas.

Asfixiados, desesperados por dar explicación, por entender lo que los demás no estamos preparados para entender, por asumir un protagonismo en el caos, ingresamos en la dimensión de lo que me parece creíble a mí y, aún más, en lo que deseo creer aunque la evidencia nos sacuda como un baldazo de agua fría.

Los 200 cuerpos que flotan, la superficie estallada de muertos que no cuentan en las cifras de víctimas, los helicópteros que trasladan cadáveres de noche y los esconden en la cancha de Olimpo, las donaciones que se guarda el municipio, el dirigente político que se queda con el colchón de los chicos para venderlo después.

Yo (voz de autoridad) lo vi (prueba, evidencia), no me lo contó nadie (refutación de la dimensión del chisme): (completar).

El trauma social exacerba las tendencias subjetivas individuales de los comportamientos humanos: sacar la cabeza a la superficie y declarar en forma de clics, retweets, capturas de pantalla, estados, audios, videos y stories exasperantes compartidas como versiones de una realidad que elijo creer, surfeando entre la indignación, la crueldad, la irresponsabilidad ciudadana y la necesidad de tener una voz autorizada en medio del caos. 

¿Quién ordena el desastre?

El ecosistema de medios masivos de comunicación ofrece sus líneas de flotación. Clona y amplifica. El origen de la información se vuelve difuso: ¿quién la diseñó originalmente? ¿cuáles son las fuentes que la sustentan? Y en todo caso ¿fueron contrastadas? 

No importa. Estamos buscando formar parte, sentirnos identificados, buceando para encontrar una certeza en la incertidumbre.

La credibilidad, la legitimidad y el valor de la verdad se ahogan por su propio peso. En cambio, los objetos livianos flotan, entre la memoria frágil de una foto analógica, la escritura de una casa, la percepción que garantiza reconocerme parte de un todo.

Dios ha muerto. Los argumentos han muerto. Flotamos, mantenemos el aire hasta volver a ahogarnos.

En la era de la horizontalidad de la producción y consumo de la información, estamos inmersos en la fase de la verdad del chisme, un estado líquido de la materia que, con sus partículas más o menos juntas, conserva una cohesión mínima. 

Alcanza y sobra.

* * *

Después del desastre y los relatos ¿cómo juntamos los jirones?

Se supone que las ciudades son, entre otras cosas, resultado de planificación, inversión y obra pública, ese otro territorio en puja: Bahía no está preparada para semejante caudal y los desagües están tapados y las canaletas también

Entre los manotazos que se ven a lo lejos, en los ecos que deja la catástrofe, el vocerío reclama la presencia del Estado: urgente, a este barrio no llegó ninguna ayuda

¿En qué quedamos?

Sin embargo, las comunidades, las organizaciones sociales, los clubes, las asociaciones civiles, las universidades, las escuelas, las cooperadoras y las cooperativas, las sociedades de fomento, las militancias y los partidos políticos, los sindicatos y los gremios, las ONG y las agrupaciones ambientalistas, las iglesias, los vecinos y las vecinas a un paso de distancia, y sí, también, los Estados... Los espacios en los que nos encontramos, en los que somos otros, en los que somos con otros, nosotros.

Así en plural, entrelazarse para reponer lo que falta, para sostener(se) en el hundimiento, para agarrarse de la soga y hacer cadena, para poner en práctica el valor indispensable para la supervivencia humana: la solidaridad.

La fuerza del agua despabila. Nos despierta. 

¿Nos despierta?

Ahora será el tiempo de baldear el corazón, reiteradas veces, para quitar el olor a humedad, los hongos, la podredumbre, la mierda que trajo el agua o lo que somos también, para quitar los sedimentos que deja la pleamar cuando gradualmente baja y será el tiempo de la paciencia en la espera: que deje de levantarse el polvillo con el viento.

Y sí, lo hemos perdido todo, así que será el tiempo del barro y después.

 

(*) El autor es Agustín Hernandorena (1984), bahiense y Licenciado en Letras (UNS). Ejerce como trabajador de la docencia en Literatura Argentina y Latinoamericana e investiga en UNS y UNISAL (además dirige las carreras de Comunicación). Se desempeña en el área de Educación a distancia en UPSO. Es uno de los organizadores del Festival de Narrativa de Bahía Blanca (FNBB). Escribe y publicó el libro de poemas Cómo empezar de nuevo (VOX/LUX, 2014).