Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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De bandido rural a mito popular: Vairoleto, el Robin Hood de La Pampa

Perteneció a la estirpe de aquellos bandoleros que, según la leyenda, asaltaban a los ricos para entregar el botín a los pobres. Entre amores, persecuciones y venganzas, la traición de un excompañero que vivió en Cerri fue decisiva en su final. Pero su vida quedó grabada en la memoria como una leyenda.

Todos los 14 de septiembre, sin excepción, una peregrinación se encamina hacia el cementerio de General Alvear, una pequeña localidad agreste, ubicada al sudeste de Mendoza.

Los fieles que recorren silenciosamente el camino hasta el camposanto llevan flores, velas y cartas como ofrendas para el improvisado altar que se levanta en una de las tumbas.

En el lugar, varias muletas se amontonan sobre una de las paredes. Por todos lados se observan placas de bronce, patentes de autos, rosarios, crucifijos y estampitas, como un testimonio contundente de la fe que inspira el hombre al que cada año le rezan y agradecen en iguales proporciones.

Para todos los creyentes, sin excepción, es el lugar elegido para encontrarse con "San Bautista Vairoleto", como lo llaman casi con devoción.

Son muchos los que ignoran quién fue realmente el hombre al que le ruegan, pero eso no parece importarles. Es obvio que para ellos los milagros valen más que los rumores sobre algún que otro pecado demasiado lejano.

Por otra parte, si alguien quiere saber quién fue exactamente Vairoleto le resultaría imposible abarcarlo de una sola vez. Después de todo, cómo se puede definir con precisión a alguien que, en su tiempo, fue definido simultáneamente como héroe, agitador, matón, anarquista, justiciero, místico y criminal.

Resulta evidente que se trató de alguien especial, con una vida que transcurrió al margen del concepto de tranquilidad. Más bien podría decirse que se trató del protagonista central de una de las mayores sagas policiales que se recuerdan en la Argentina del siglo XX.

Eduardo Castex en la década del 20.

II. En la década del 20, el Territorio Nacional de La Pampa funcionaba como una especie de línea divisoria entre el avance del progreso bonaerense y la quietud de la desolación patagónica. Y lógicamente, como en toda frontera, las leyes no eran demasiado prolijas ni equitativas.

La localidad de Eduardo Castex, en el noreste pampeano, era un perfecto ejemplo de esa situación difusa: las calles de tierra y el viento infatigable obligaban a una lucha constante contra la estepa, el frío y la soledad. Para la mayoría de sus 1600 pobladores -peones, arrieros, troperos, recolectores- tan sólo las bebidas fuertes, los prostíbulos y los juegos de naipes oficiaban como paliativos en medio de una vida demasiado áspera.

De vez en cuando, también se asomaba la violencia.

Juan Bautista Vairoleto nació el 11 de noviembre de 1894 en un paraje cercano a la comuna de Carlos Pellegrini, en el corazón agrícola de Santa Fe. Era el segundo de seis hijos de una de las tantas familias de inmigrantes italianos que habían llegado al país con la esperanza de encontrar un poco de prosperidad. El destino los esperaba en Castex, donde su padre arrendó en 1908 algunas hectáreas para cultivo.

A los 20 años Vairoleto trabajaba de peón y carrero en diferentes estancias. Los pocos pesos obtenidos los gastaba, como tantos otros, en reuniones con amigos en los pocos boliches del pueblo o en alguno de los tres prostíbulos que tenía Castex en ese momento.

Fue precisamente en uno de esos salones donde conoció a Dora, no sólo una de las jóvenes que mejor bailaba tango con los clientes del burdel, sino también la favorita de Elías Farach, un gendarme conocido en la zona por su mal carácter.

El interés de ambos por la misma mujer desató rápidamente un conflicto, que comenzó con amenazas del policía y terminó con una detención arbitraria, en octubre de 1919, con el pretexto de un supuesto robo que investigaba.

La historia, en este punto, superpone datos reales con otros acrecentados por la tradición oral. Lo cierto es que, dentro de la comisaría, Farach se encargó de maltratar a Vairoleto, buscando asegurarse de que los castigos fueran suficientes como para alejarlo definitivamente de Dora.

El gendarme no era capaz de concebir que había desatado el inicio de una tremenda historia de venganzas y violencia que se extendería por más de dos décadas, empezando con su propia muerte.

Elías Farach

III. Cerca del mediodía del martes 4 de noviembre de 1919, Vairoleto compartía una cerveza en la fonda “La Colonia”, cuando Farach ingresó al lugar. Al encontrarse nuevamente con el joven que, según creía, pretendía quedarse con la mujer que cortejaba, el policía se abalanzó para sacarlo del lugar a los empujones.

Vairoleto intentó escaparse a caballo para evitar otra detención pero fue en ese instante cuando el gendarme comenzó a golpearle la espalda con un rebenque. Su paciencia ante el acaso fue arrancada de raíz: con un rápido movimiento, extrajo un revólver y disparó tres veces.

Cuando los parroquianos salieron de la fonda, alarmados por las detonaciones, encontraron el cadáver de Farach con un balazo en el cuello. Y un poco más allá, la densa polvareda que dejaba a su paso un jinete que se escapaba a toda velocidad rumbo al norte.

Mientras la noticia del asesinato comenzaba a desparramarse por toda la zona, Vairoleto comprendió que debía permanecer prófugo, sostenido con la ayuda de parientes y amigos, al menos por unos meses, hasta que se calmaran. Pero la muerte de su padre lo forzó a salir de su escondite. En la comisaría descontaron que iría a despedirse y lo esperaron en el velatorio, listos para detenerlo.

Tras varias horas de espera, los agentes de civil creyeron que finalmente no se presentaría, y por eso le restaron importancia a una anciana que se quedó junto al féretro durante varios minutos, para retirarse envuelta en un silencio compungido. Era Vairoleto.

Sus biógrafos más entusiastas, como el historiador Hugo Chumbita o el recordado periodista Enrique Sdrech, coinciden en que el fugitivo se relacionó con el médico Pedro Cometa, un puntero yrigoyenista que le ofreció protección política a cambio de sus servicios como custodio.

La sombra de Farach, sin embargo, lo perseguía cada vez que se cruzaba con la policía y quedó preso en varias ocasiones, pese al respaldo de Cometa.

La única manera de solucionarlo era alejarse para siempre de Castex, perdiéndose entre los montes y caldenes. sobreviviendo como fuera posible.

IV. Con el asalto a la estancia "La Criolla", el 6 de febrero de 1926, comenzó la serie de 40 robos que convertirían definitivamente a Juan Bautista Vairoleto en una bandera temible y respetada a lo largo de la cartografía pampeana.

Errático y fugitivo, con códigos de honor más propios del héroe que del delincuente, y con una apariencia esmirriada pero endurecida por la mala suerte, no pasó demasiado para que la mayoría de la gente simpatizara con sus andanzas, quizá por ver en él un grito de hastío contra ciertas arbitrariedades.

Sus atracos eran justificables para el pueblo: siempre las víctimas eran personas "mal mentadas" o estancieros con fama despótica. De algún modo, Vairoleto ejercía una forma de justicia popular, al margen de cualquier ley.

Lo cierto es que su detención se hizo imposible gracias al encubrimiento de la población rural, que le facilitó refugio y comida, además de entregarle pistas falsas a las partidas que lo buscaban.

"Desapareció como la luz mala", solían repetir a coro, cada vez que un oficial los interrogaba. Los bandos con pedidos de captura, las pesquisas y los allanamientos fueron tan intensos como inútiles: Vairoleto y sus cómplices se escurrían entre las bardas con rapidez.

Juan Bautista Vairoleto

El 19 de octubre de 1930, cometió su máxima irreverencia: el violento asalto a la estancia "La Cautiva" fue determinante para que la policía pampeana le jurara venganza de muerte.

La gobernación, harta de parecer incompetente, decretó el estado de sitio y reunió a las comisiones policiales de Cura-Có, Limay, El Odre, Toay y Santa Rosa para practicar “una razzia de todos los elementos maleantes que pueblan este departamento", como describe el parte oficial.

En verdad, nadie sabía dónde estaban escondidos Vairoleto y los suyos. Muchos suponían que se ocultaban en la zona desértica, donde pocos se aventuraban a entrar.

En julio de 1931 regresó a Castex, esa vez para asaltar la casa de Lorenzo Mandrile, un hacendado sospechado de prestamista. El robo culminó con una nueva persecución policial, esta vez mucho más extensa y violenta, que se trasladó a los montes del oeste, e incluyó la colaboración de tropas de Mendoza, San Luis y Neuquén.

Sin embargo, la banda se desvaneció en varias localidades, para reaparecer súbitamente con nuevos saqueos a su paso. La cacería duró casi tres años, pero fue imposible seguirles el rastro.

Para ese entonces, su apellido era una marca registrada en la historia delictiva.

Según los registros policiales pampeanos, el último golpe de Juan Bautista Vairoleto ocurrió en diciembre de 1933, durante un atraco a una tienda de ramos generales en La Copelina.

V. A mediados de la década del treinta, el fenómeno del bandolerismo no se limitaba únicamente a la estepa pampeana. En la zona norte del país, hubo otro gran asaltante con arraigo popular: Segundo David Peralta, alias "Mate Cosido". Sus asaltos a lo largo de la selva chaqueña fueron igualmente célebres. Pronto habrían de disparar juntos.

Los primeros contactos entre ambos asaltantes fueron en 1937, por un intermediario que imaginó la fusión como un festival del hampa. Juntos asaltaron varios trenes, un banco y a la conocida firma "La Forestal".

Los éxitos delictivos no lograron zanjar las diferencias de personalidad entre los bandoleros, que finalmente decidieron separarse. Sin reproches pero también sin amistad.

Vairoleto decidió regresar al sur, pero antes pasó brevemente por Buenos Aires, donde trabajó al servicio de Alberto Barceló, el legendario caudillo conservador de Avellaneda. Incluso hay versiones que aseguran que le habrían encargado un atentado contra el diputado socialista Alfredo Palacios, al cual se negó luego de entrevistarse con el carismático legislador.

De todas maneras, sus días porteños pasaron casi desapercibidos en medio de las noticias de la Guerra Civil española y los escándalos por los sucesivos fraudes electorales.

Vairoleto llegó a Mendoza a principios de 1938, decidido a abandonar su pasado. Tenía 41 años y su cuerpo, maltrecho por tantas desventuras, ansiaba un poco de descanso. En esos tiempos inició una relación con Telma Ceballos, viuda y madre de Elsa.

Ambos se radicaron en San Pedro de Atuel, donde cambiaron su apellido por Bravo para evitarse problemas, y decidieron ganarse la vida con la venta de leña y verduras. Pronto tuvieron otra hija, Juana, y la familia comenzó a ganar el respeto de muchos vecinos.

Además se corría una voz insistente: "Juan Bravo hace curandería y salva de palabra a los animales bichados". Ese rumor, nunca confirmado, le otorgó un aura mística entre los pobladores.

Pero en La Pampa no podían olvidarse de Vairoleto el criminal. La policía -en especial los oficiales más veteranos- seguían confiados en atraparlo de una vez por todas y, aunque no lo sabían, estaban a punto de lograrlo.

Vicente Gascón

VI. Vicente “El Ñato” Gascón, uno de sus tantos cómplices, había llegado muy joven a la Argentina proveniente de una aldea de Orense, en la región de Galicia. Uno de los primeros trabajos que consiguió en el país fue como obrero en un frigorífico de Cuatreros, a 15 kilómetros del centro de Bahía Blanca.

Luego de varios años acompañando a Vairoleto por los campos, se estableció en La Pampa. A mediados de 1941 fue atrapado en Caleufú por un delito menor y, según cuentan, negoció su libertad a cambio de delatar dónde se ocultaba su antiguo compañero.

Con los datos aportados por Gascón, una cuadrilla policial partió rumbo a Mendoza para atraparlo, más guiada por la venganza que por la legalidad.

Aunque contaron con la aprobación del entonces gobernador pampeano, Miguel Duval, las instrucciones eran claras: todo el operativo debía hacerse sin conocimiento de las autoridades de General Alvear, que supuestamente protegían a Vairoleto.

La madrugada del 14 de septiembre los autos estacionaron cerca de la chacra buscada, con una docena de agentes dispuestos a matarlo.

Faltaban pocos minutos para el amanecer cuando irrumpieron en la casa, entre gritos y corridas. Se escuchó un primer tiro, seguido de insultos, amenazas y nuevos disparos. De pronto Vairoleto se vio acorralado y tomó una decisión, la última de su vida. Los oficiales escucharon la detonación y la caída de un cuerpo. Cuando llegaron, lo encontraron tirado con su viejo Winchester en una mano y un Colt 38 en la otra.

Telma Ceballos

No era el final. Todavía quedaba un último odio.

El oficial Armando Coscia se acercó al cadáver y le disparó un tiro de gracia en la cabeza. A su lado, Telma nunca pudo olvidar aquella escena final.

Veintiséis años después, el policía reconoció en la revista Todo es Historia que se había "juramentado vengar a la familia Mandrile, asaltada salvajemente en 1931". Había pasado mucho tiempo, pero el rencor se mantenía inmutable para algunos.

La historia también cuenta que el resentimiento del pueblo hacia la policía se mantuvo durante décadas, y que sólo pudo disiparse décadas más tarde.

El desprecio también alcanzó a Gascón, que apareció apuñalado en enero de 1949 en un paraje cercano a General Pico.

Todos sabían el motivo detrás del crimen, pero nadie lo mencionó en voz alta.

La tumba de Vairoleto en General Alvear

VII. La vida de Juan Bautista Vairoleto fue, si se quiere, la versión nacional de un western. En una época donde se cumplía la ley del más fuerte, desafió todo lo establecido para imponerse.

Curiosamente el amor por una mujer marcó su punto de partida en el bandolerismo y el amor por otra lo decidió a abandonar esa vida para iniciar una vida tranquila, pero ya era demasiado tarde.

Con una particular combinación de rebeldía y generosidad, despertó la admiración de muchos que creyeron encontrar en él un vengador social.

Fue un criminal, sí, pero ya casi nadie lo quiere recordar por sus delitos.

Vairoleto es considerado por muchos como un héroe popular, con todas las contradicciones propias de los mitos argentinos, esa extraña categoría que se encuentra a medio camino entre el cielo y el abismo.