Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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De la muerte y el miedo

Un minúsculo parásito derrumbó la soberbia del “nuevo hombre adánico”, que volvió a comer del fruto del árbol de la sabiduría.

   Seamos francos. En ningún lugar se habla de la muerte. Ya ni la Iglesia hace los ejercicios de la buena muerte. Tenemos los púlpitos llenos de sociólogos o decoradores de templos, pero nadie habla de ella. “El lugar donde la muerte no nos alcance no existe. “No existe en el espacio, no existe en el océano, ni existe aunque trepemos a la cima de la montaña” (Buda). “Tampoco sabemos donde nos espera la muerte: esperémosla en todas  partes. Quien aprende a morir, desaprende a servir”. 

   “Hay que hablar de la muerte, porque quien se niega a dialogar con la muerte termina negándose a dialogar con la vida” dijera Heidegger en Ser y tiempo, donde nos enseño “que las plantas y los animales fenecen, y que el hombre es el único ser que muere, porque es el único que tiene conciencia de su existencia”, pero como el hombre en estos tiempos le ha dado la espalda a la muerte, entonces, sin estar preparados para detenernos a pensar en ella, un virus aún no identificado -y a cuya existencia de parásito solo se le ha hecho frente con unos experimentos mal llamados vacunas-, que además desarrolla el juego macabro de mutar, nos muestra que el ser humano contemporáneo no está preparado para ponerse a pensar en ella, en la parca, dijera Enrique Santos Discépolo. 

   En este columpio  negacionista de la muerte, la sustituimos -no por casualidad- demandando un vivir lúdico, entretenimientos, buscando la fuente de juvencia o el fetiche de la salud que nos ayude a aumentar los años. 

   Qué curioso. No vemos televisión, miramos televisión, lo cual daría pie a pensar que detentamos un perfil contemplativo, pero jamás para contemplar la muerte. Vivimos plagados de pastillas. Para tener hijos, para impedirlos, para no dormir o para dormir. Sumergidos -pastillas de éxtasis o merca multicolor- en un hedonismo que por lo menos posterga reflexionar en la muerte y por ende en la trascendencia. Como paliativo se sacó de la galera la reencarnación, que inventaron los Brahamanes para calmar a los descontentos de castas inferiores y convencerlos de aceptar en paz la casta en la que habían nacido para merecer en la otra vida reencarnarse en una casta superior. 

   La pandemia de Covid -o de las muertes disfrazadas de él- viene a recordarnos nuestra mortalidad y aparece el miedo como uno de los impulsos más primitivos, dice Bauman en El miedo liquido: “Él miedo a la muerte como arquetipo de todos los miedos”, “del que todos los demás toman prestados sus significados respectivos”.

   Entonces, por el miedo, renunciamos al contacto con  amigos, familiares, al abrazo, nos guardamos, no acompañamos seres queridos a “su ultima morada” y renunciamos a exhibir nuestros rostros. Los conteos de muertos en un mundo saturado de información generan el miedo que reclama  protección a cualquier precio. Un minúsculo parásito derrumbo la soberbia del “nuevo hombre adánico”, que volvió a comer del fruto del árbol de la sabiduría para ser como Dios.

   Ya lo había advertido Kant: “No lo doto de  los cuernos del toro, ni de las garras del león, ni de la dentadura del perro, sino de simples manos”. Por eso se llamo “humano”. De nuevo dios caído por soberbia, invadido por el miedo, exiliado en un planeta contaminado, y condenado como en el Génesis a una sola cosa: a ser libre, para escribir la novela de su vida en forma original, o plagiaria: copiando la vida de los demás.