Bahía Blanca | Lunes, 14 de julio

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Justicia Desbordada

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Foto: Archivo

En los márgenes de mi vejez —esa patria de espejos opacos y ficciones suspendidas— me ha llegado, no sé por qué canales, el rumor de un juez llamado Rubén. No es célebre por sus sentencias, sino por no haber dictado ninguna. Algunos lo recuerdan con afecto; otros, como una especie de Prometeo invertido, no por dar el fuego a los hombres, sino por apagarlo en los laberintos del trámite judicial.

Este juez, según las crónicas, administró causas como un bibliotecario que colecciona libros sin leer. Sus expedientes crecían como las arenas de aquel desierto de los tártaros donde los enemigos nunca llegaban y los oficiales se jubilaban sin haber combatido. Nadie sabe con certeza si Rubén fue real o ficticio. En eso, se parece a los personajes de cierta literatura alemana que escriben sus propios epitafios antes de morir.

He soñado un expediente infinito, hecho de plazos que se duplican y oficios que se extravían. En él, un hombre suplica por una sentencia que nunca llega, mientras afuera el mundo cambia, envejece, muere. En ese expediente hay anotaciones con tinta negra, folios con sellos sin firma, notas marginales que dicen: "Véase", "Agréguese", "Vuelva a despacho". El expediente es un espejo: quien se asoma a él no ve justicia, sino su propia impotencia reflejada.

La farsa de haber sido juez para no fallar es una invención que habría envidiado Macedonio. El juez que no falla es más temible que el juez injusto: al menos este último emite una forma, un fin, una cifra. El otro administra la nada. Es un demiurgo menor que rehúye crear. Es el centinela de un templo sin dioses.

Me pregunto si no será esa la esencia de nuestra justicia: no la verdad, no el derecho, sino la promesa de un juicio que se posterga indefinidamente, como los días del Golem que nunca aprendió a hablar. Quizá todo tribunal es un laberinto, y el juez, su Minotauro ciego.

He dejado este apunte en mi mesa, junto a una edición fatigada de La doctrina de la negación judicial por omisión. Que otro —acaso un poeta, acaso un loco— le dé forma. Yo solo he querido consignar que entre tantas formas del olvido, hay una que se llama Rubén.

Por Tatiana Wos