Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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¡No son casos!

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   En marzo eran 3 a lo sumo 6; en abril 5 y a lo sumo 14. En mayo 9 y como llamativo fueron 23; junio arrojaba “veinte tantos...” y llegó a 43. Julio comenzó con 53 y finalizó con tres dígitos que en algunos erizaba la piel: 156. El 3 de agosto la cifra era 196 y hoy aún no sé cuántos pero ya superaron los 4000.

   Hombre, mujer, generalmente ancianos, tal vez desconocidos o lejanos; y hasta con la etiqueta de “era de riesgo” que como mecanismo de defensa mitiga los propios temores. Pero un día es la persona conocida, “la que escuchamos nombrar”, el vecino de al lado, o en el peor de los casos un familiar muy cercano o ese amigo entrañable.

   Son miles de escenas repartidas en el mundo, así lo “establece” la pandemia, el contagio es una posibilidad palpable y esa muerte de la que ningún humano puede hablar porque es una experiencia que todos desconocemos, nos intima a observar “de reojo”. Sin embargo así como la estadística crece, y las pérdidas van siendo a otra escala, la apatía crece, la insensibilidad se robustece y la pérdida trágica es simplemente el número de cada día.

   ¡No son casos! ¡No son cifras! ¡Son personas, como vos, como yo!

   ¿A mayor pérdida mayor es la naturalización o el número puede ser tan grande que es imposible comprenderlo?

   Cansancio y hartazgo son los términos que definen este proceso en el que la vida cotidiana se vio alterada y en el que se establece una “pulseada” por retomar la rutina que cada persona tenía construida. Cansancio y hartazgo por la sucesión de noticias sobre coronavirus de la que esta columna no es ajena y en la que el tema se impone cada domingo.

   Cansancio y hartazgo que la Psicología define como “entumecimiento psicológico”, como una “parálisis emocional transitoria”, que aumenta proporcionalmente con el incremento de casos. Cansancio y hartazgo mezclado con cierta incapacidad para entender el sufrimiento ajeno.

   La muerte “como acontecimiento individual” es una tragedia que se elabora generalmente en el grupo familiar y cercano que queda inmerso en dolor, desconsuelo y conmoción; sin embargo y a pesar de lo valioso que es una vida y de todo lo que se hace por preservarla y protegerla, a medida que “los casos” aumentan estudios revelan que la indiferencia es proporcional.

  Los efectos colaterales de esta pandemia sin dudas son muchos y variados y está comprobado que en toda catástrofe el aumento de cifras genera mayor apatía y menor compasión; a su vez las medidas de autocuidado y prevención tienden a “relajarse” o transgredirse.

   Los efectos colaterales de esta pandemia también impactan en la forma de morir y de transitar un duelo; y quienes pierden “a un caso” tienen una exigencia subjetiva mayor, pues la “normalidad de la muerte” también se trastocó; el aislamiento deviene en perversión cuando no se puede acompañar en el tramo final y cuando el proceso de duelo comienza sin poder velar, sin ese ritual necesario, sin abrazos, viviendo el dolor en el absoluto desamparo.

   No pretendo sembrar miedo, sino pensar que eso que llamamos “casos” son personas que nos interpelan y nos exponen a una realidad que seguramente nunca imaginamos, nos enfrenta a nuestra propia fragilidad pero también a la posibilidad de ser más humanos.