Bahía Blanca | Martes, 22 de julio

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De las reformas a la revolución

Vivió exactamente 50 años; aquel medio siglo –entre el XVIII y el XIX– que cambió el curso de la humanidad. Nace con las revoluciones en los Estados Unidos y Francia y al morir, la independencia americana está concluyendo su guerra continental. 

Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."

   Su padre era italiano y un comerciante de buena posición. Esa condición le permite trasladarse a cursar estudios a España. Destacado en economía política y jurisprudencia, cuando cumple 23 años el ministro de gobierno de España lo designa secretario perpetuo del Consulado en Buenos Aires. Domina ya varios idiomas y es lo que se considera un hombre ilustrado; ha leído a Montesquieu, Rousseau, Filangieri, las ideas fisiocráticas y liberales dominantes –Adam Smith y Quesnay–, y también, los reformistas españoles, como Campomanes y Jovellanos. Tras siete años de estudios, en 1794 regresa a Buenos Aires.

   En sus Memorias recuerda sus intenciones al asumir el cargo: “Me propuse, al menos, echar las semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos, ya porque algunos, estimulados del mismo espíritu se dedicasen a su cultivo, ya porque el orden mismo de las cosas las hiciesen germinar”.

   La sanción del Reglamento de Libre comercio por el virrey lo esperanzó  pero la Junta de Gobierno del Consulado, en su mayoría comerciantes españoles, era quien decidía en temas de agricultura, industria y comercio, y ellos propugnaban el monopolio. Esa gente –los Anchorena, los Lezica, los Álzaga y los Escalada– no tenían en sus miras el “bien común”, eran defensores del régimen monopólico, y, en cuidado de sus intereses, se posicionarán como adversarios enconados de todo reformismo. En sus conceptos, Belgrano se opone; “el comerciante –señala– debe tener libertad para comprar donde más le acomode y es natural que lo haga donde se le proporcione el género más barato para poder reportar más utilidad”.

   Limitado entonces en sus iniciativas opta por poner el acento en una tarea estratégica: la educación. Primero, impulsó la creación de la Escuela de Comercio donde se enseñarían aritmética, teneduría de libros, principios de cambio, reglas de navegación, leyes y costumbres mercantiles, geografía y estadística comercial. Con vehemencia y una dosis de ironía rebate a quienes pretenden ignorarlo: “La ciencia del comercio no se reduce a comprar por diez y vender por veinte; sus principios son más dignos y la teoría que comprenden es mucho más elevada”. Para mejorar el comercio y la economía Belgrano propone ciencia, conocimiento, estudios, de allí que impulsa la creación de las Escuelas de Dibujo y de Náutica, aprobadas ambas en 1799 ad referendum de la aceptación de la Corte de Madrid.

   La Escuela de Náutica se justificaba para fomentar en la juventud conocer una ciencia para promover una actividad honrosa y lucrativa. Los estudios se desarrollaron en un edificio aledaño al Consulado, de modo que supervisaba de cerca la calidad de la enseñanza. Pero la Corte de Madrid respondió que esas escuelas eran un “mero lujo” para una Colonia y el sueño se disipa en solo tres años. “La semilla”, sin embargo, se había plantado: una camada de jóvenes aprendió el arte y aprendió a capitanear embarcaciones por diversos puntos del Atlántico. Los monopolistas, por lógica, eran defensores intransigentes de tener un pueblo ignorante: la Corte asegura que “los conocimientos matemáticos y el cultivo de las Artes no eran para la América”, como recordó Manuel Moreno en 1812.

   Pero el Rey y su Corte no solo ahogan este proyecto, Belgrano también encuentra serias dificultades para concretar otras propuestas como la educación de las mujeres, la enseñanza para niños de ambos sexos, las clases de agricultura para labradores y, sobre todo, las escuelas gratuitas que pretendía crear “para los hijos de los infelices, donde se les podría dictar buenas máximas e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde reina la ociosidad, decae el comercio y toma su lugar la miseria”. Belgrano sentía impotencia: una metrópoli burocrática y en decadencia impedía el desarrollo del bien público.

De la pluma a la espada

   Como en todos los ámbitos las invasiones inglesas cambiaron el mapa político y social. En 1797 Belgrano había sido nombrado por el virrey Melo de Portugal como capitán de las milicias urbanas de Buenos Aires. Belgrano mismo cuenta en su Autobiografía que había recibido la designación “como para tener una vestimenta más que ponerme, que tomar conocimientos en semejante carrera”. Pero el 25 de junio de 1806, debió calzarse el uniforme: los ingleses desembarcaban con la intención de ocupar Buenos Aires. Belgrano, fiel a Buenos Aires y a la Corona, se dirige hacia el Fuerte, se suma a las reuniones que casi de modo espontáneo hacen los pobladores y marchan hacia el Riachuelo. Poco y nada logran y el 27 los ingleses toman la ciudad… comandados por el general Beresford que hace los arreglos para que las autoridades locales le presten juramento.

   La Junta de Gobierno del Consulado accede y sus miembros se arrodillan ante el invasor, excepto Belgrano que indica que en respeto a su función debía resguardar el archivo y los sellos consulares. Se fuga y encuentra refugio en la Capilla de Mercedes, en la Banda Oriental, región desde la que Santiago de Liniers prepara la contraofensiva. Con cuatro mil efectivos y el apoyo insurreccional de la población, en agosto se consuma la Reconquista. Los “britanos” se rinden: han gobernado 45 días la ciudad capital del virreinato.

   Los sucesos posteriores son el comienzo de un sismo. La actitud de Sobremonte de huir con los caudales reales –considerada un acto de cobardía–, forzó la realización de un cabildo abierto que ubica a Liniers, nuevo héroe popular, como organizador del ejército rioplatense. El poder del virrey estaba limado y la organización de miles de pobladores en las milicias cambiaría para siempre el perfil social de Buenos Aires. Al producirse el segundo intento de invasión, en julio del año siguiente, las tropas de Whitelocke chocaron contra un muro de vecinos armados –reforzados con cuerpos de varias provincias, como los “arribeños”– que defendieron la ciudad y derrotaron ampliamente a los invasores. El connotado doctor Belgrano actuó entonces como edecán de una de las divisiones del ejército a cargo del coronel César Balviani, comandante de la división derecha.

   La situación se convulsiona. Liniers representa un “francés” que se hace virrey con el apoyo popular mientras Napoleón invade España y la corte portuguesa huye y se instala en Río de Janeiro. Sin rey en funciones –presos de Bonaparte– muchos porteños de ideas avanzadas buscan alternativas, una de ellas es el llamado “carlotismo” que buscó coronar como regente del Río de la Plata a una hermana de Fernando VII, la infanta Carlota de Borbón. Hay trámites, cartas y visitas pero el plan no fructifica. Hay un momentáneo triunfo de los españoles con la designación del nuevo virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros que, consciente de que las aguas del Plata estaban revueltas, por las dudas… desembarca en la Banda Oriental.

La prensa reformista

   Bajo el auspicio del Consulado, en 1801 había aparecido el Telégrafo Mercantil, Rural, político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata editado por el coronel Francisco Antonio Cabello, “abogado de los Reales Consejos”. Al año siguiente Belgrano participa como colaborador en el Seminario de Agricultura, Industria y Comercio dirigido por Hipólito Vieytes. Las ideas de la ilustración, el liberalismo y la fisiocracia comenzaban a tener campanas de resonancia en sus páginas publicaron Pedro Antonio Cerviño, el deán Gregorio Funes y Manuel José de Lavardén. Esa prensa se distribuyó, cada miércoles, hasta febrero de 1807. 

   A principios de 1810 se funda el Correo de Comercio, periódico que funcionó como “pantalla” porque Cisneros autorizó a que se realizaran reuniones en casa de Belgrano... que se convirtió en un centro conspirativo: por allí pasaban sin levantar sospechas, Vieytes, Castelli, Paso, los Rodríguez Peña. Ellos eran el elenco estable de lo que se dio en llamar la Sociedad Patriótica y que habían sido el núcleo carlotista en los dos años previos. Con suma prudencia y precisión Belgrano y los otros redactores sorteaban la censura oficial y hasta contrataron un revisor: la cuestión es que nunca el censor objetó los textos.

La revolución

   El 14 de abril de 1810 don Manuel renuncia expresamente a su cargo como cónsul perpetuo y poco después se va a descansar a un campo donde, promediando mayo, recibe una carta: “Véngase, que lo necesitamos: es llegado el momento de trabajar por la patria para adquirir la libertad deseada”... y partió hacia la capital.

   Al llegar la fragata París y saberse que las tropas de Napoleón habían tomado Sevilla... la Junta Central de España era reemplazada por una regencia... eso significaba –sin más– un “vacío de poder”... El virrey intentó ocultar la gran novedad pero Agustín Donado recuperó una de esas papeletas y la noticia corrió como reguero: Saavedra, su lugarteniente Martín Rodríguez, Belgrano y Castelli fueron de los primeros en enterarse. De modo que el 18 es cuando Cisneros difunde la proclama, en la que expresa su intención de organizar un poder supremo en representación de Fernando VII.

   Agitadas reuniones secretas, convocatorias a la Plaza de la Victoria –motorizadas por los “chisperos” de French y Beruti–, y la exigencia de un Cabildo Abierto va in crescendo: sus primeros voceros fueron Saavedra y Belgrano que consiguen una entrevista con Cisneros pero no su inmediata respuesta. El clima se espesa en las calles, hay reyertas entre peninsulares y criollos en los bares y cafés –algunas terminan con encontronazos violentos–hasta que Cisneros acepta y comunica que “el heroico pueblo de Buenos Aires será oído”.

   ¡Y comienza la pulseada final! El virrey acepta la reunión pero aclara que solo está dispuesto a permitir la participación y el voto de los “vecinos distinguidos”. Belgrano no consiente esa decisión y como referente y vocero de los americanos, ante los cabildantes afirma que “lo que se va a lograr es levantar un alboroto y una indignación que acabará por convertirse en una revolución... ya verán ustedes si tengo razón y como yo no consiento en eso, no puedo permanecer por más tiempos en este acuerdo”.

   Finalmente se invita a quinientos vecinos, una representación popular aceptable por ambos bandos para medir fuerzas. Para entonces Belgrano ya es un miliciano “patricio”. En la noche del 24 de mayo, luciendo uniforme militar y grado, participa de una álgida reunión en la casa de Rodríguez Peña: las cavilaciones son muchas y Belgrano arremete: “Juro a la patria –dicen que dijo– que si a las tres de la tarde de mañana el virrey no ha renunciado lo arrojaremos por las ventanas de la Fortaleza”. Los allí reunidos, una veintena, lo admiran y lo aplauden. Las brevas, como diría Saavedra, habían madurado. El reformista Belgrano –que ha explorado otras salidas sin éxito– pega un salto y se convierte en revolucionario. Los nombres de la Primera Junta se determinan –Antonio Beruti parece ser el que afinó el lápiz con los nombres precisos–, un acta de petitorio popular circula y se firma por cientos de vecinos... y la revolución se consuma en la lluviosa mañana siguiente.

Belgrano en la Primera Junta

   Su inclusión en la lista de miembros de la Primera Junta lo sorprendió. “Apareció una Junta de la que yo era vocal, sin saber cómo ni por dónde en la que no tuve poco sentimiento. Pero era preciso corresponder a la confianza del pueblo y me contraje al desempeño de nuestra obligación asegurando, como aseguro a la paz del universo, que todas mis ideas cambiaron y ni una sola  concedí a un objetivo particular, por más que me interesase: el bien público estaba a todos instantes a mi vista.” La Junta Gubernativa asume el 25 y dispone que dos semanas después una expedición debía partir hacia las provincias –gobernaciones e intendencias para informar e imponer la nueva autoridad e invitar a los cabildos a designar diputados para un Congreso general.

   La oportunidad permitió a Belgrano instituir una Escuela de Matemáticas –no por casualidad se concretó en el edificio del Consulado– para instruir a los militares de la revolución. 

   Los ejércitos partieron hacia el interior y, en particular, a aquellos focos contrarrevolucionarios que amenazaban al nuevo gobierno: el Alto Perú, Montevideo y Paraguay. Mientras en Córdoba se aplastaba el alzamiento promovido por Liniers, dos de las principales figuras de la Junta se convertían en jefes similares: Castelli era destinado al Alto Perú y Belgrano al Paraguay, adonde parte el 26 de septiembre con el título de brigadier y comandante en jefe de una improvisada fuerza militar. Cuando sale no sabía que el gobernador paraguayo había reconfirmado su fidelidad al Consejo de Regencia y que había dispuesto crear una Junta de Guerra para proteger su territorio. Don Manuel intenta persuadir al gobernador sin éxito quien, por bando, aclara que rechazará toda injerencia porteña. Con solo doscientos hombres se agrupa en la Bajada del Paraná donde reúne cerca de mil, organizados en cuatro divisiones. Austero y disciplinado, el economista comienza sacar chapa de jefe militar y organizador político, movilizando recursos de la población y estructurando pueblos: a su paso infunde moral revolucionaria.

   La expedición pareció en un principio auspiciosa, pero culminó en derrotas militares. Su tarea finalizó cuando celebró un Tratado con la Junta de Asunción respetando su autonomía en 1811. Don Manuel fue luego efímero jefe de una de las expediciones a la Banda Oriental y, asumiendo las responsabilidades que creyó necesarias para pelear contra los realistas, en 1812, en las barrancas de Rosario y ante las baterías Libertad e Independencia, creó la bandera que, a los postres, será la insignia de la Argentina.

   Ese mismo día en que hizo flamear por primera vez la bandera, Belgrano recibió la designación del Triunvirato para que reemplazara a Pueyrredón en la jefatura del Ejército del Perú; asumirá el mando en la posta de Yatasto, en Salta. Recibe, a la par, la disconformidad del gobierno por su acto en Rosario realizado sin autorización. Desconociendo el enojo de las autoridades, Belgrano hace bendecir la misma bandera por el canónigo Juan Ignacio de Gorriti, a orilla del río Pasaje, conocido en ese tramo, en adelante, como Juramento. Fue el 25 de mayo de 1812 y reunió a sus filas y al pueblo jujeño de la región. Realizado el juramento, Belgrano recibió por segunda vez la desaprobación del gobierno y fue entonces que prometió guardarla, pero prometiendo que la dejaría en reserva hasta el día que su ejército obtuviera una gran victoria. La ofensiva española obligó entonces a replegar a los patriotas. Con mano de hierro Belgrano organizó entonces el epopéyico Éxodo Jujeño -agosto de 1812– y ordenó que, a su paso se quemaran todo lo que pudiera ser útil al enemigo: el pueblo dejó sus casas y pertenencias y el jefe realista Pío Tristán se encontró con una “tierra arrasada”...

Nota II el próximo domingo