Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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La cuarentena “inteligente” deberá esperar un tiempo más

La columna dominical de Eugenio Paillet, corresponsal de La Nueva. en Casa Rosada.

Archivo La Nueva.

   Hace poco más de dos semanas, unos días antes de que se dispusiera poner en marcha la fase 4 de la cuarentena a partir del 10 de mayo, el presidente Alberto Fernández mantuvo una de sus reuniones habituales con el equipo médico de expertos que lo asiste desde que llegó a estas playas la pandemia del coronavirus. Uno de los infectólogos, de quien se dice que es uno de los que más escucha el presidente, le advirtió sin medias palabras que extender la cuarentena preventiva social y obligatoria por más de 60 días podría ser un problema. 

   El experto no estaba haciendo ningún pronóstico vinculado al derrumbe de la economía, sencillamente porque no es de su competencia ni la razón por la que es convocado dos veces por semana. Se refería a los males que traería aparejado un encierro mayor de la población, sin distingos entre niños, adultos y personas mayores, pasarse de esa raya.

   Por esos días, y bastante después también, el grueso de las encuestas sobre la tolerancia de los habitantes a la cuarentena había empezado a entregar señales de esas alarmas que levantó el infectólogo en aquella reunión. “Hastío”, “Hartazgo”, “Enojo”, fueron estados de ánimo que la gente empezó a transmitir. Junto al descubrimiento médico por tratamientos puntuales de patologías de tipo emocional, marcada tendencia al exceso de peso y al consumo de alcohol.

   Casi a la par de esas advertencias, que Alberto anotó como hace cada vez que recibe información que luego debe procesar, se empezó a hablar en el Gobierno de pasar desde la fase actual de cuarentena a otra que fue calificada de “tipo inteligente” y “por sectores”. En la práctica suponía un aflojamiento de las marcas respecto del encierro ciudadano. Hasta se analizó la posibilidad de retornar a la “cuarentena sugerida” que se aplicó en el comienzo de la lucha, más precisamente el 13 de marzo pasado.

   En eso estaban los equipos de especialistas que asesoran al presidente y los que responden al ministro de Salud, Ginés González García, cuando casi sorpresivamente la curva de contagios y de muertes por coronavirus pegó un salto. No la tan temida curva ascendente que incluso se había pronosticado en el comienzo de esta historia que podría llegar para junio o julio, pero disparada al fin. 

   La primera señal de alarma se encendió en Córdoba, donde el gobernador Juan Schiaretti de un plumazo decretó volver todo para atrás, a la fase 3. Le siguieron las escaladas de casos en la Ciudad de Buenos Aires y en la provincia, con impacto directo en el Área Metropolitana que integran la frontera capitalina y el conurbano. También en provincias como Chaco, Rio Negro  y Tierra del Fuego.

   En las últimas horas, se han escuchado voces de analistas, médicos y en general observadores que no suelen ser escuchados por el Gobierno que se preguntan si el presidente Fernández no se apuró a dictar aquel primer decreto del 20 de marzo. Cuando los números de contagiados y muertos no eran tan significativos frente a tragedias como las que se vivían en España, Italia o Francia.

   Con el diario del lunes, los críticos de esa cuarentena temprana tienen motivos para protestar cuando ahora se comprueba que queda un muy largo camino por recorrer antes de pensar en la liberación, en especial por los récords sucesivos de contagiados y muertos que se registraron esta semana y ante la sensación de aquella sociedad hastiada ahora mismo de asumir que por ahora nada o muy poco, va a cambiar.

   Los que desde el Gobierno y dentro de la misma lógica defienden la decisión del presidente que ahora empezaría a ser cuestionada,  se recuestan en los altos porcentajes de imagen positiva que Alberto retiene en la mayoría de las encuestas, aún en medio del desastroso derrumbe de la economía con su secuela de penurias de todo tipo para  cientos de miles de familias encerradas en sus casas. Y aún entre quienes reconocen que no lo votaron.

   Es un dato incontestable que la política pura y dura, y hasta mezquina, metió las manos.  Desde una mirada objetiva, puede afirmarse sin hacer juicios de valor que en la última semana los principales dirigentes políticos del país se han dedicado más a ver quién le tira más contagiados de coronavirus al otro, quién es el culpable del aumento de casos o menos preocupación muestra por la persistencia de la pandemia.

   El cuadro les cabe como traje a medida al gobernador  Axel Kicillof, y al jefe de gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, obligados a convivir con dosis parecidas de cooperación y abierta desconfianza. Una puja en la que han arrastrado al presidente a tener que desplegar el papel de un verdadero equilibrista.

   Como reflexionó un reconocido politólogo, todos debieran reconocer que no hay salida buena de la lucha contra el coronavirus ni del desastre económico que requerirá tal vez años antes de recuperarse hacia cierta normalidad. Y que no tiene sentido echarse culpas unos a otros. Menos aun la deplorable táctica de arrojarse misiles con la mira puesta en las elecciones  del año que viene.