La pelota no se mancha, una historia de amor entre telas y costuras
“Con cinco medias hicimos la pelota y aquella misma siesta perdimos por un gol. Una perrita que andaba abandonada pasó a ser la mascota del cuadro que ganó”. (Chiquillada, José Carbajal).

Mario Minervino / [email protected]
Audionota: Juan Ignacio Zelaya (LU2)
No es fácil hacer una pelota de trapo. Es una tarea artesanal, de detalle, de habilidad, de paciencia. Pero sobre todo es algo que se hace con el corazón. No hay otra manera.
Sobre todo si esa pelota no está pensada para ser usada como tal, sino para servir como regalo para alguien que se quiere o estima, para que la reciba como un tesoro, como algo que es parte de una infancia, que sintetiza el barrio, la simpleza, lo propio, el hogar, los abuelos, la calle, los amigos.
Un Ángel para Ayulina
Pascual Ángel Pietracatella tiene 89 años. Está, como todos, en aislamiento social, en cuarentena, junto a su mujer, Chela, en su casa del barrio Napostá.
“La llevo bien, juego en la computadora y escribo cosas”, señaló cuando le preguntamos por el encierro. Escribe mucho. Sobre la primavera, sobre su madre, sobre el carnaval, sobre el puerto, sobre la vida.
Mantiene, además, un entretenimiento que se ha convertido en pasión y eje de su vida. Desde hace casi 45 años hace pelotas de trapo. A mano, cosidas, firmadas y dedicadas. Un trabajo artesanal con sello propio, aprendido y aprehendido hasta en su más mínimo detalle. Cada pelota lleva grabado un número, está por llegar a las 400, y dos nombres, el del autor, Ángel, y el del destinatario.
No es para cualquiera poseer una de estas pelotas. Ángel las hace a pedido, para gente que conoce, que quiere y respeta. No cobra ni las regala: las da en mano, cada una única y singular.
Pedazos de pelota
Cuándo Ángel hizo su primera pelota en 1977 pensó en su mamá. En realidad no hay día que no piense en ella.
Todo empezó una tarde, cuando Ángel era niño y lloraba, quería una pelota. No pensaba en una de cuero (un lujo de la época), ni en una de goma. Una pelota, la que sea. Su mamá, Ayulina, resolvió el pedido como resuelven las cosas las madres. De la mejor manera. Tomó una media, la llenó con papeles y la redondeó. Ángel nunca olvidó la felicidad que le generó algo tan simple.
Desde su casa de calle Caronti: el aislamiento no es un freno para su pasión
Por eso un día, ya de grande, se puso a hacer pelotas de trapo. Con recortes de tela, relleno, cosida, coloridas. Para sus amigos, en memoria de su mamá.
Su mujer (y el resto de la familia) lo ayudan. Le juntan telas, materia prima, y participa de los ajustes finales, de las terminaciones y otros aportes no menores. Muchas veces cuando tocan el timbre de la casa las personas que vienen a buscar su pelota, ella los atiende y disfruta de la alegría y emoción que les genera recibirla.
A todos les pide lo mismo: que les acerquen pedazos de tela, lo más difícil de conseguir.
Bruno, el acompañante
“Dice el abuelo que los días de brisa /los ángeles chiquitos se vienen desde el sol.Y bailotean prendidos al barrilete /Flores del primer cielo, caña y papel color”. (Chiquilladas, José Carabajal).
Bruno Pietracatella tiene 33 años. En uno de los nietos de Ángel. Vive en Buenos Aires desde hace 15 años. Se fue de Bahía Blanca para estudiar licenciatura en Psicología.
Bruno en Buenos Aires: sus primero trabajos, hilo y dedal.
Es, además, músico, de los buenos. Toca la guitarra, compone sus propios temas, toca con amigos. En pocos días sale el primer disco de los Bagayos de Ramallo, su primer grupo. Ahora toca con Marta Gorostiaga.
Visto de afuera es un chico feliz, extrovertido, charlatán, de risa fácil. Que está, como todos, como su abuelo, en cuarentena, sobrellevando el aislamiento de la mejor manera posible. En ese trance estaba cuando sintió una necesidad acaso inesperada: hacer su primera pelota de trapo.
No era un desafío, ni siquiera una necesidad. Una idea que acaso sin saberlo siempre estuvo presente, desde los días que, casi al pasar, le preguntaba a su abuelo cual era la técnica que usaba para fabricarlas. “No sé, siempre me pareció que era algo bastante difícil de hacer”, comentó.
Pero el encierro aportó nuevas cosas. Tiempo, por un lado, y también una cuota de angustia y de ansiedad. De mucha incertidumbre. Entonces la idea se hizo realidad.
“Le pedí una media de Can Can a mi novia (Joan) --con la promesa de que cuando esto pase se la voy a devolver--, rompí un almohadón y empecé a trabajar con retazos de tela que estaba guardando para mi abuelo”, recuerda.
Ahí estaba Bruno, como Ángel, cosiendo. Aquel por su mamá, éste por su abuelo.
“La empecé a armar de a poco, sin saber bien que paso venía después de otro, muy entusiasmado”.
Y cuando estaba sentado, pasando la aguja, sintiendo correr el hilo y dando forma a la pelota, se dio cuenta que estaba haciendo mucho más que eso.
“Hubo una sensación de conexión con mis abuelos, de inmediato. Que también están pasando por esta angustia del encierro y me asusta su fragilidad, que son mayores y están lejos, y no los puedo ver”, explicó.
La primera pelota le demandó siete horas, casi sin pausas.
“Mi novia se fue a hacer una guardia (es también psicóloga) y cuando volvió estaba terminada, salvo algunos detalles. Llegó y me ayudó con el bordeado de los números, que es lo mismo que hace mi abuela con mi abuelo”, indicó.
Bruno le puso la Nº 1 y no dudó en el destinatario. “Es para mi abuelo”.
Al día siguiente hizo la 2, para Juana, su sobrina, y ya piensa en la 13, que le pidió su amigo Lucas. Y la lista sigue.
Ángel supo hace unos días que Bruno había hecho su primera pelota.
“La verdad me emocioné. Cuando me dijo que la primera era para mí, eso fue hermoso. El quería saber que me parecía, es fantástica le dije, es muy linda. Pero más que nada me interesó la acción, que lo haga y que lo acompañe su novia”, señaló.
Sin ser fanfarrón
“No me preocupa ser algo eterno, porque lo eterno no tiene vida. Solo tiene vida lo que nace y muere como una flor. Me gustaría que mis actos fueran como flores, no como piedras”. (Poema, Ángel Pietracatella).
Bruno le mostró a su abuelo su primera obra con humildad, “no quería que pensara que estaba fanfarroneando”, explicó. Por teléfono no le dijo mucho más. Porque espera dársela en persona. Allí le contará el resto.
“Hacer esto me reconectó con muchas cosas. Fue algo muy lindo ver de pronto que tenía un dedal puesto, lidiando con las dificultades de coser, una tarea que no tenía idea, con el piso de mi casa lleno de pedazos de tela y de hilo. Todo me remitió a la casa de mis abuelos, cuando yo era chico, ese olorcito a hogar que a uno le queda para siempre. Venirme a Buenos Aires hace tiempo, a buscar mi propio camino y de pronto reencontrar estos detalles, estos colores y estos olores es maravilloso”, agregó.
Joan, Pascual y Bruno, cuando la cuarentena era todavía una ficción
Ángel en su casa de calle Caronti tiene varios pedidos pendientes. Cada día les cuesta un poco más cumplirlos y por eso le pone más cariño.
Bruno también tiene pedidos, muchos. Y ya descubrió algo que su abuelo le explicó en algún momento: cada pelota es especial y única, y se hace pensando en su destinatario.
“A medida que hacía la pelota sentía que había algo del lazo de hilo, de coser, de unir las partes de telas que, cuando uno lo hace pensando en alguien, te une a esa persona. Antes de empezar una pelota pienso en quien la recibirá. Ese es el estímulo para elegir los colores y las formas. Por eso no veo la hora de poder darle la suya a mi abuelo, me genera mucho entusiasmo poder escuchar además su crítica. El es el maestro”.
Los datos
Pascual Ángel Pietracatella tiene 89 años. Fue docente en la escuela de perito recibidor de granos y dos veces presidente del club Napostá. Su hijo Ángel, papá de Bruno, es director asociado del Hospital Municipal.
Bruno Pietracatella tiene 33 años. Trabaja como psicólogo y es coordinador de acompañantes terapéuticos. Está cerca de sacar su primer disco como guitarrista de Los Bagayos de Ramallo y participa de las presentaciones en vivo de Marta Gorostiaga.