Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Conociendo al jurado del concurso Cuentos: Patricio Chaija

Podés leer uno de sus cuentos: El extraño caso de Alfonsina Santisteban

Foto: tornquistdistrital.com.ar

   Patricio Chaija es uno de los representantes que estará en el jurado del concurso literario Cuentos que organiza La Nueva.

   Nacido en 1982, oriundo de Tornquist, se dedica a la escritura y el profesorado.

   Actualmente reside en Bahía Blanca, en donde trabaja como profesor de literatura en escuelas secundarias y da talleres literarios.

   Algunas de sus obras son Nuestra Señora de Hiroshima (2012), El pueblo de los ritos macabros (2015), Siniestro (2017) y Los familiares (2018).

   Les dejamos un cuento escrito por él:

El extraño caso de Alfonsina Santisteban

1 El pelo caía sobre su hombro en un bucle y parte rozaba su mejilla. Tenía un codo apoyado en la mesa, con la palma de la mano en la sien, y estaba vuelta un poco hacia la puerta de entrada; por eso cuando entré al departamento la vi enseguida. Era un gesto que siempre le veía a Alfonsina cuando llegaba a casa. En esos momentos ella giraba apenas la cabeza, sonreía —qué hermosos hoyuelos se le formaban, con cuánto placer se los besé una y otra vez furtivamente—, me miraba con ese brillo en la mirada y me recibía con un «Hola, mi amor». Esta vez no fue así. Tenía el pelo pajoso, la piel cetrina, los ojos cerrados. Llevaba puesta la misma ropa con la que la había enterrado dos semanas atrás.

2 Había estado en el laburo muchas horas, horas cansadas, sentía sudor en las axilas y me apretaba el pie derecho. No veía la hora de llegar a casa y sentarme frente al televisor. Derrumbado en el sillón con un vaso de gaseosa fría, disfrutaría de una buena serie de fantasía o algo así. Pero cuando abrí la puerta luego del clic de la llave, el metal en mi mano trabó y desplazó engranajes invisibles, pequeños, importantes, empujé y arrastré la puerta, la madera rezongó y percibí algo en mi campo de visión. Algo sobre la mesa. Un poco sobre la mesa y un poco sobre la silla. Alguien. Alguien sentado. Yo ahora vivía solo, no podía haber nadie. Y sin embargo, ahí estaba. El sol del atardecer entraba por la ventana de la derecha y daba sobre la mesa y la mesada más allá, y sobre los platos que no había lavado del mediodía, ni de los días anteriores. Vi el repasador sobre la manija del horno, el repasador hecho un bollo, mal puesto, y pensé que a Alfonsina no le gustaba que lo dejara así, todo arrugado. «Ahora me va a retar» me dije. Yo ahora vivía solo así que no contaba lo que Alfonsina pretendiera. Y ahí estaba: en una silla, apoyada sobre la mesa, en un gesto casual. La piel había envejecido desde que la había visto por última vez. Se veía tirante, oscurecida, con pequeños grumos. Como si gusanos lentos corrieran carreras bajo la superficie. Sus pómulos parecían más pronunciados. En la funeraria le habían pegado los labios, pero ahora algo de ese pegamento había cedido porque ya no se encontraban sellados, sino apenas abiertos en un resquicio que, tal vez en otras circunstancias, habría parecido seductor. Pero en su cuerpo muerto no había manera de mentir lo que era evidente: Alfonsina, al menos mi Alfonsina, la que bromeaba en el parque cuando comprábamos cubanitos y tomábamos mate, la que se aferraba a mi espalda en las noches de frío y en el cine, ya no estaba allí. Solo la cáscara de lo que había sido, el caparazón sin sentido de su fantasma. Pensé en un estacionamiento vacío. Pensé en la soledad. También pensé: «¿Qué carajo hago ahora?». No supe qué responderme. Mi novia había fallecido hacía catorce días y la encontraba en el departamento que habíamos compartido luego de abrir la puerta. Eso me dio una pista. La puerta estaba cerrada con llave. O sea, no había sido forzada. ¿Habría venido sola? Sonreí ante la hipótesis mientras dejaba la mochila a un lado y me acercaba a Alfonsina. Las manos parecían ramitas y tenía las uñas crecidas. ¿Qué se suponía que debía hacer? Tomé mi celular y llamé a mi padre. Él siempre tenía una respuesta para todo. Me encontraba sorprendido, yo mismo lo asumía, y necesitaba que alguien me ayudara. Al tercer timbrazo atendió. Me sugirió que llamara al 911. Consideré que era un buen consejo y colgué. Miré la posición de sus pies, los hombros frágiles bajo la ropa. Estaba notoriamente consumida. A esa altura sabía que alguien la había depositado ahí. Porque sola no iba a aparecerse en mi casa, obvio. La chica que me atendió no terminó de entender lo que le decía, cuando creí que iba a enviar a unos policías corté.

3 Los policías no pudieron resolver nada. Cuando se toparon con Alfonsina dándoles la bienvenida a nuestro departamento con esa sonrisa maligna, con sorna, respingaron. —¿Qué hace esa mujer acá? —dijo el hombre. Amagó con llevarse la mano a la cintura, al arma, pero la voz de su compañera lo detuvo. —Calma, Rodrigo. —La mujer posó sus ojos duros en mí y me estudió como si hubiera abierto una fruta por la mitad y apartara los pedazos—. Usted… —No tengo idea qué hace acá —resoplé. Y les conté de la inhumación. Les hablé por quince minutos del accidente, de la pasión de Alfonsina por andar en moto. De su tozudez ante mis precauciones. Les mencioné de sus mofas ante la idea de que alguna vez le ocurriera algo. El tránsito en Bahía, le reprochaba yo, era pésimo. Ella infantilmente me sacaba la lengua. Luego les comencé a narrar cómo la había conocido: el recital de Guasones para la Fiesta de la Primavera, el enano enojado, la fila para ir al baño. Ahí me di cuenta de que divagaba y no pude evitarlo, mi boca se movía y las palabras se apretujaban en la humedad de mi boca antes de salir escupidas al calor de la tranquila tarde otoñal. El departamento parecía un poco más caldeado, era mi relato el que atosigaba y molestaba e ilustraba. Llamaron a otros policías. Y estos, a otros. Finalmente unos ¿enfermeros? retiraron a Alfonsina («No es ella», me dije) y el departamento volvió a quedar silencioso. Y solo. Las luces de la calle ahora matizaban las paredes con su fulgor amortiguado y me di cuenta qué vacía estaba mi casa. Inspeccioné de cerca la mesa en donde la había visto apoyada, y la silla. Sobre la silla creí ver una mancha, como si estuviera quemada. ¿El contacto de mi novia había hecho eso en el asiento? Acerqué mi nariz, olí, parpadeé varias veces. No podía asegurarlo. Tal vez eran sombras de la luz eléctrica, o vetas en la pana. Me incliné más sobre el asiento, abrí la boca y pasé la lengua por el lugar en el que minutos antes había encontrado a Alfonsina. Quería saborearla, que estuviera ella en mí. Me di cuenta de lo ridículo que parecería, me aburrí y me fui a acostar.

4 *tres chuflines *un par de borceguíes y unas zapatillas Topper verdes *seis remeras de algodón *cinco esmaltes y una lima de uñas *la mochila gris *dos jeans *una calza negra *dos frascos de perfume *una planchita para el pelo GAMA *unos invisibles *un folleto de Merlo, San Luis *una taza de cerámica con el logo de NERV *un cuaderno casi sin uso cerrado con elástico *dos fanzines de música metal bahiense *un portarretratos de nuestra estadía en Córdoba *una bombacha *un par de medias de nylon nuevas, en su estuche *unas velas aromáticas y un pequeño horno.

5 Dos días después de su muerte, fui expeditivo: busqué y me deshice de las cosas de Fini. Sabía, en mi dolor, en esa nube de embotamiento que me arañaba los ojos y la mente, que más adelante sería muy tarde. Desde el momento en que había sonado mi teléfono y me había enterado de la muerte de mi novia no había podido dejar de hacer cosas. Siempre en movimiento. Me ocupaba en cualquier cosa con tal de no pensar. Entonces, en esa rara iluminación que me daba saber que ella no estaría conmigo, nunca más, creí conveniente tirar sus pertenencias. Ella viviría en mi recuerdo. Los objetos que le habían pertenecido no significaban nada. Luego de su «regreso» (por ponerle algún nombre) rastreé con mayor ahínco y encontré varios objetos con los que hice una lista. Los puse en bolsas, los llevé al canasto del edificio. Ahora sí no había nada que me recordara a ella. Salvo la silla con la marca, como una mancha en el asiento.

6 El que llamaba era mi suegro. O exsuegro. —¿Es verdad lo que dicen? —gritó y tuve que alejar el celular de mi oído—. ¿Volvió? ¿Alfonsina volvió? —Mire, no es así… vengan y charlamos. Oí una discusión del otro lado (el señor Santisteban era tan o más tozudo que su hija), la esposa le reprochaba su descortesía, y la comunicación se cortó. Llegaron veinte minutos después. Se habían enterado por La Brújula. Una fuente —que no quería identificarse— filtró la aparición de un cadáver en un departamento del barrio UPCN. Nada se sospechaba del novio, por eso estaba en libertad. La dirección del monoblock les había hecho suponer que se trataba de su hija. Discutimos acaloradamente acerca de la sorpresa. Nadie podía hacer un duelo real si la persona no estaba donde uno suponía que debía estar. —Hay que ir al cementerio —dictaminó la madre de Alfonsina. El señor Santisteban y yo callamos.

7 Recuerdo una tarde en el Parque de Mayo. Alfonsina se levanta y se sacude, distraída, el césped de la falda. Mira más allá. Intenta encontrar algo. El sol de la tarde se filtra por las ramas de los árboles. Yo sigo sentado, pensando en cambiar el mate, pero no puedo despegar mis ojos de ella, su pelo caoba que flota en el aire de septiembre. Me guiña un ojo y sin decir palabra enfila hacia un carrito. Va a buscar algo para comer. Sus brazos flacos se bambolean junto a su cintura. Cuando regresa se sienta en mi regazo, caemos, nos reímos. Protesto un poco en broma, le digo que es insoportable, ella me empuja y rodamos, un perro ladra más allá. Luego se sienta cruzando las piernas como indiecita y me pide un mate. Arranca pastitos y se va, su mente divaga vaya a saber por dónde. Una moto suena por Urquiza y ella gira la cabeza.

8 Una sola vez le fui infiel. Pero con el cuerpo, no con el corazón. Eso no cuenta, ¿no?

9 Cuando nos conocimos los Guasones cantaban el segundo tema. El pogo me fue llevando hasta la izquierda del escenario. Creo que nos chocamos apenas y nos miramos los pies. Avergonzados. Luego coincidimos en la fila de los baños químicos y nos pusimos a charlar porque la espera era larga. Cómo te llamás. Si seguís a la banda desde siempre. Esas cosas. En el Boronat había miles de personas, una marea oscura que saltaba congregada al ritmo de la banda. Más acá había familias, chicos jugando, gente charlando, sentada o de pie. Un enano disfrazado de bufón se entremezclaba entre la gente, repartía algo. Se acercó a nosotros y nos miró con cara seria. —¡Ah, pero mirá lo que vengo a encontrar! Tortolitos… Extendió la mano y colocó algo en la palma de Alfonsina. No le prestamos más atención al enano, que desapareció. Nunca supimos si venía con la banda o quién era. Fini apartó los dedos y ambos miramos lo que el hombrecito había depositado en su palma. Era uno de esos artículos que la gente consideraba adornos, que muchas veces se regalaban como souvenir, en el cual una esfera de acrílico transparente encierra un paisaje. Si sacudís el adminículo se ve una nevada que cae parsimoniosa sobre las casas. Este era diferente. Solo presentaba un remedo de bosque, y una persona haciendo algo. Sentada en el césped, o saliendo de un pozo. Era demasiado pequeña la figura para advertirlo con claridad. Alfonsina sacudió la mano pero nada ocurrió. La imagen era estática. —¡Bah, qué porquería! Sin querer el artículo se desprendió de sus dedos y rodó fuera de nuestra vista. Lo buscamos sin demasiada convicción; había mucha gente, que circulaba todo el tiempo, y dimos por perdido el regalo casi sin siquiera haber empezado su búsqueda. Luego continuamos hablando, mientras la fila muy lenta-mente avanzaba. Ella me pareció un poco colorada, tal vez por el epíteto con que el enano nos había bautizado: «tortolitos». Como si fuéramos amantes. Yo, un real caballero, no hice ninguna broma a aquella chica que recién acababa de conocer.

10 Los policías volvieron. Eran la mujer y el hombre que habían acudido ante el primer llamado al 911. Mientras los peritos trabajaban en la cerradura y tomaban huellas por todo el departamento, los oficiales charlaron conmigo en la cocina y bebimos té. Para ese mismo día se había estipulado el reconocimiento del cuerpo. No quise ver el cadáver que ahora descansaba en la morgue. Había sido la madre quien había hecho ese triste trámite. El padre, por prescripción médica, se quedó en su casa. Era muy nervioso y el choque de ver nuevamente a su hija lo podría dejar pasmado. Los resultados de la pericia en mi departamento se conocieron al día siguiente: la puerta no había sido forzada. Eso ya lo sabía yo antes de que se hiciera ningún tipo de estudio. La hipótesis que quedaba era, entonces, que Alfonsina Santisteban había, simplemente, aparecido.

11 La justicia dictaminó la exhumación. Una mañana nos encontramos alrededor de la tumba. El juez, su secretario, dos policías, tres empleados municipales con palas y mazas, mi suegra y yo. Había algo de viento. Un joven anotaba lo que el juez le dictaba. Tenía un grabador, pero parecía añadir apenas algunos detalles. Casi todo lo que ocurrió esa mañana fue escrito sobre el papel. Todos constatamos que la tumba estaba intacta. La parcela no había sido movida, la tierra estaba como siempre. No era posible que nadie hubiera quitado ni vuelto a colocar una sola piedra o yuyo que crecía entre las baldosas. Ante la orden del juez los empleados quitaron la lápida y destrozaron el cemento. Luego, una vez puestos los escombros a un lado, comenzaron a cavar. Llevó bastante tiempo. Antes del mediodía dieron con el ataúd. Los tres hombres sudorosos lo llevaron hasta la superficie. Lo depositaron sobre la montañita de tierra y trabajaron para desenganchar los clavos. El secretario escribía lo que le dictaba el juez. Los empleados removieron la tapa. Entonces vimos lo que había dentro del féretro. Nada. Alfonsina había prescindido de su cautiverio. ¿Era ella la que había yacido bajo tierra y ahora descansaba en el frío ambiente de la morgue? La justicia se interesó en mi persona, quién podría haberme jugado una broma de mal gusto. Una venganza putrefacta. Pero nadie tenía nada contra mí… ni contra Alfonsina. Mi Fini. No sé qué se resolverá con el cuerpo. Esa es una decisión que dejaré en manos de sus padres. Ahora acomodo el repasador como debe ir en la puerta del horno. Nadie espera eso de mí, pero me acostumbré a ser más ordenado. Resuena en mi mente lo que dijo el bufón deforme, esa noche, cuando la conocí. «Tortolitos». Dos amantes que están siempre juntos. ¿Presagio?