Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Cuando un tanguero se va, queda un espacio vacío...

A esta evocación sabatina hay que --parafraseando a una pegadiza canción de Diego Torres-- pintarle la cara color nostalgia. Y decorarla con ritmo del dos por cuatro. Si es canyengue, mejor. Acaso sea el mejor homenaje que se lleve de este mundo nuestro bailarín embajador, Oscar Prada Domecq, recientemente fallecido.




 A esta evocación sabatina hay que --parafraseando a una pegadiza canción de Diego Torres-- pintarle la cara color nostalgia. Y decorarla con ritmo del dos por cuatro. Si es canyengue, mejor. Acaso sea el mejor homenaje que se lleve de este mundo nuestro bailarín embajador, Oscar Prada Domecq, recientemente fallecido.


 Se había ganado la menta de taita, en un lugar que, como no podía ser de otra manera y al decir de un poeta local, para entrar en Carnavales, había que juntar coraje y cruzar la vía: los pagos
villamorenses, más concretamente, el barrio conocido como Las Ranas.



 Taurino, y por ende compadrito, había nacido el 16 de mayo de 1932 y fue su madre, Florencia, quien lo inició en los subterfugios de los cortes y las quebradas. Fue en las chacras aledañas a la Base de Infantería Baterías, en aquellos bailes ad hoc, cuando el alcohol y la algarabía se enseñoreaban en fiestas de cumpleaños, compromisos y casamientos.


 Además de las yerras, las domas, las capadas de novillos, las carreras cuadreras y de sortijas. Cualquier motivo era bueno para después del opíparo asado a la llama o con cuero, se corrieran las mesas, aparecieran como por arte de magia los músicos y empezara el bailongo. Así nomás, al aire libre.


 La prima de cinco años era su compañera cuando empezó a destacarse del resto. El tata Emilio, en tanto, lo quería musiquero. Fue así que, bandoneón en mano, lo puso a las órdenes del profesor Angel Saccone y durante su adolescencia y primera juventud, en las parrandas alternó entre el escenario y la pista, en desmedro de lo aseverado en la famosa zamba acerca de que el que toca nunca baila.


 Fue el empeño materno, no obstante, el que prevaleció en sus apetencias y, si bien nunca guardaría al fueye en el ropero, su futuro habría de depender más de sus piernas y pies que de sus manos.


 A su gracia natural se sumaba un aspecto casi adulto, con lo que sólo necesitaba macanear acerca de su edad para estar rodeado de polleras. Como le sobraba chamuyo, momentos después dibujaba cortes con la más linda del sarao.


 Fue en tantas de esas noches reas en los salones de Sporting, Villa Mora, Ciudad Atlántida y de otras barriadas periféricas que vio "armarse la rosca" cuando algún militar --un "gancho"-- y forastero sacaba a bailar a una piba del barrio, una afrenta para los apasionados corazones civiles.


 Cuando cruzó la vía, y durante su breve paso por la Armada Argentina, le tocó ver el otro lado de la moneda. Aunque, taita y compadrito al fin y al cabo, siempre terminó bailando con la mejor aún a costa de algún cachetazo.


 La adultez lo llevó a su formación académica. Durante una investigación sobre momias en Machu Pichu alguien le propuso trasladarse a Suecia para ahondar sus estudios. Hacia el frío escandinavo partió raudo en búsqueda de conocimientos y trabajo. Como en el cuento "El Cautivo" de Borges, uno quisiera saber qué rondó por la mente de Prada cuando pasado y presente se cruzaron.


 Lo cierto es que el tango, y la pasión y pulsión por la danza, ganaron definitivamente la batalla interior. Oscar Prada Domecq trocó el guardapolvo por el traje a rayas, el pañuelo al cuello, el funyi inclinado tapando el jopo y media frente, y los zapatos acharolados. Y una compañera de baile, por supuesto.


 Sin prisa pero sin pausa contagió a los gélidos vikingos del calor de la música ciudadana. Comenzó con clases en un pequeño salón, luego en otro y en otro, y finalmente era una celebridad en todo Suecia, como lo demuestran los diarios y revistas de esa península nórdica.


 Cabía esperar poco tiempo, pues, para que fundara la Argentiniska Tango Akademin, denominación en sueco de la sucursal de nuestra Academia Nacional del Tango, de cuya estructura se ganó la membresía. También hizo lo propio en Finlandia y Dinamarca.


 En los últimos tres lustros sus cíclicos regresos a su querido pago rosaleño contemplaban en su agenda de descanso el dictado de cursos para enseñar a bailar ad honorem tanto a especialistas como a chambones, como quien suscribe.


 Entre charlas de café, asados y, por supuesto, bailongos entre contertulios, también se las arreglaba para organizar espectáculos y homenajes, como, por citar alguno, el de la imposición de una placa en el Bar Central, en 1995, en homenaje a la actuación de Carlos Di Sarli, nada menos, entre 1925 y 1935.


 Estimaba tanto a su querida Punta Alta que, motu propio y mediante gestiones de Oscar Himschoot y Olga Gil --dos importantes referentes del tango rosaleño-- y de "Fred" Quiroga, actual director de Cultura, donó todo su patrimonio bibliográfico, discográfico, fotográfico y de afiches y recortes periodísticos.


 Todo ello para la tan ansiada por muchos Casa Municipal del Tango, la cual, con un poco de suerte, tendrá el lugar que se merece antes del corriente año. Desde el Cielo tanguero, seguro que estará complacido ante la buena nueva.


 Lo cierto y doloroso es que Oscar Prada Domecq partió a bailar con los ángeles el 30 de agosto. Nos lo imaginamos sacándole viruta al piso celestial, discurriendo con Juan Carlos Copes acerca de la modalidad for export para la gilada o tradicional para los tangueros de ley, o practicando el gancho entre las piernas de alguna rubia angelical.


 E insistiendo a los aprendices, con esa voz ronca y aguardentosa que dejaban escapar sus cuerdas vocales: "Muchachos, al tango hay que caminarlo, siguiendo el compás y la melodía. Después le dibujamos las figuras".