Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Los días del "Che" en Bahía Blanca

Ernesto Guevara anduvo por estas tierras del 16 al 21 de enero de 1952. Fue como parte del viaje iniciático que reflejó la película "Diario de motocicleta".

Por Abel Escudero Zadrayec / abel@lanueva.com

     Ernesto ha pasado la lengua por encima de su labio superior. Por eso ahora luce un bigotito de tierra.
     El calor de la tarde espanta a todo ser vivo, menos a esos aguiluchos que extienden sus alas, se apoyan en las ráfagas de viento y vuelan en círculos.
     --Mirá, Pelao: parecen buitres esperando la carroña... --dice Alberto desde el asiento de atrás. Pero la moto rezonga demasiado después de casi 1.800 kilómetros y sepulta la broma en algún lugar de la ruta 3.
     El viaje recién arranca y durará meses en el continente americano. Hoy, 16 de enero de 1952, es un miércoles y comienza la última parada en la costa atlántica bonaerense, acá en Bahía Blanca.
     Los que sudan la aventura excéntrica son el cordobés Alberto Petiso Granado, de 29 años, y un rosarino de 23 llamado Ernesto Guevara de la Serna. Pelao o Fuser, para los amigos. El futuro Che.
* * *
     "Fue una noche de octubre de 1951 --relatará Ernesto--. Yo había ido a Córdoba aprovechando las vacaciones del 17. Bajo la parra de la casa de Alberto Granado tomábamos mate dulce y comentábamos todas las últimas incidencias de la perra vida, mientras nos dedicábamos a la tarea de acondicionar la Poderosa II.
     Y de pronto, deslizada al pasar como una parte de nuestros sueños, surgió la pregunta: ¿Y si nos vamos a Norteamérica?
     Sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte." (1)

     El aire que trae 1952 está cargado de austeridad en la casa que los Guevara compraron en Buenos Aires hace tres años, luego de vender (por necesidad) la plantación de yerba mate que tenían en Misiones.
     A Ernesto no le preocupa ni que haya menos confites para las fiestas ni la mala relación entre sus padres, Ernesto Guevara Lynch y Celia de la Serna.
     Está en otra, excitado, porque acaba de concluir el tramo cero Córdoba-Buenos Aires y se acerca el momento del gran viaje.
     Por eso recibe el año con ganas, y con su amigo Alberto Granado, el Petiso , en el hogar de Aráoz 2.180 del barrio de Palermo.
     La habitación de Ernesto funciona como guarida. Hay una cama marinera doble, un gran ropero, una cómoda, dos pequeñas bibliotecas y una mesa, pero él y Alberto prefieren el balcón que da a la calle para discutir los últimos detalles. Y fantasear.
     En eso andan la víspera de la partida, cuando mamá Celia irrumpe en el cuarto, muy seria. Repite sus recomendaciones y de pronto fija la vista en Alberto:
     --Y tú, que convenciste a mi hijo de esta locura, procura dos cosas: que vuelva para recibirse de médico y que nunca olvide su inhalador.

     El asma que despertó en Ernesto a los dos años marcó a la familia, que incluso tuvo que buscar los mejores aires de Alta Gracia en 1933.
     Una década más tarde los Guevara se mudaron a la capital cordobesa, y a comienzos de 1947 volvieron a Buenos Aires.
     Pero Ernesto estaba mejor de salud y se quedó, hasta que en marzo empeoró la de su abuela paterna, Ana Lynch, a quien adoraba. De hecho, la muerte de ella definió su ingreso en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.
     Ernesto ya era enfermero: el Ministerio de Salud Pública de la Nación le expidió la matrícula profesional Nº 13.424 el 22 de diciembre de 1950.
     Sin embargo, en el 51 estaba harto de la carrera, de los hospitales y de los exámenes. Le faltaba más o menos un año para recibirse y necesitaba un respiro. El viaje.

     El 4 de enero de 1952 la motocicleta apodada Poderosa II ronronea camino al mar.
     Es una Norton de 500 centímetros cúbicos. "Vetusta", según el padre de Ernesto: "Debía haber sido declarada inservible". Al mismísimo Alberto, su dueño, le parece un monstruoso animal prehistórico.
     Pero los lleva adonde quieren ir. Con mucho esfuerzo, es verdad, porque traslada su peso propio de 172 kilos y además carga el de ellos dos y el adicional de carpas, bolsas de dormir, mapas de rutas, cámara de fotos, mantas, ropa, sogas, cadenas, palas, picos, calentadores, una parrilla y una batería de cocina, entre otras cosas cubiertas con bolsas de yute.
     Y encima llega otro pasajero: un perro por el que Ernesto ha pagado 70 pesos y al que bautiza Come Back ("Regreso", en inglés).
     En Villa Gesell, la parada inicial, Alberto ve por primera vez el océano en una noche de luna llena. "Es un espectáculo nuevo que le causa una turbación extraña", anota Ernesto en su cuaderno. También el Petiso lleva un diario de viaje, pero lo olvidará bastante.
     El 6 de enero llegan a Miramar e inesperadamente permanecen ocho días.
     Un viejo colega de Alberto los recibe en su casa de Necochea al mediodía del 14 de enero. El hombre está casado y a su mujer no le hace ninguna gracia la bohemia de los muchachos. "Se adivinaba la hostilidad que nos profesaba", resume Ernesto antes de volver a la ruta.
     --Ya hemos perdido mucho tiempo, Pelao --observa Alberto en la mañana del miércoles 16--. Hagamos el tramo hasta Bahía Blanca de un tirón, ¿te parece?
     Parece que las tripas suenan más fuerte que el motor de la Poderosa II , porque tan pronto salen se les cruza el río Quequén. Y la sombra de unos sauces llorones tira y se corta el tirón y unas tiras de asado son desayuno y almuerzo, ¿y si nos tiramos un rato al sol?
     --A este paso no llegamos ni a Chile --arenga Ernesto--. Y nos espera Estados Unidos. ¡Vamos! ¡A Bahía!

     "¡Dios mío, qué sucios están!", piensa Susanita apenas ve a los viajeros. Han llegado sin avisar. La chica se queda mirándoles los pantalones. Jamás había visto algo así; en Bahía Blanca no se usan. Su primo Ernestito dice que se llaman jeans.
     Susanita no se sorprende cuando él cuenta que va a recorrer varios países en esa moto. "Siempre ha hecho las cosas raras en la familia. Él sí puede." A los 20 años, ella debe cumplir horarios para todo. En cambio, cuando visita a los Guevara se queda charlando hasta las cinco de la mañana y nadie le reprocha nada. "Ni siquiera tienen que ir a la iglesia los domingos." Una vez, cuando sus tíos vivían en Alta Gracia, Ernestito la acompañó a misa y le dijo: "Si tú crees en Dios, está muy bien. Yo te apoyo". Y la esperó afuera.
     Igual, de todos los primos, solamente él y Ana María, que adora Monte Hermoso, han venido hasta Bahía para visitar a los Saravia.
     Y eso que Susana, la mamá de Susanita, es la hermana de Ernesto, el papá de Ernestito...

     Susana Emilia Guevara Lynch, salteña, conoció en Buenos Aires al amor de su vida: Mario Joaquín Saravia Ruiz de los Llanos. Y tan pronto él se recibió de abogado en la capital, se casaron y se mudaron a Salta. Sin embargo, ninguno de sus hijos nació ahí.
     A Susana le faltaba un riñón y siempre desconfió de los médicos de pueblo ; por eso, para dar a luz prefirió viajar a Buenos Aires. Cinco de sus seis chicos nacieron porteños: Mario Roberto, Eduardo, Susanita, Ana Isabel y Alejandro. La excepción es José Luis, un bahiense que asomó en el Sanatorio Moderno, la clínica que dirigía el doctor Alberto J. Medús en Brown 943.
     Los Saravia se instalaron en Bahía en 1934, cuando Mario aceptó el puesto de defensor en la Cámara Federal de Apelación creada tres años antes. En 1949 llegó a juez, cargo que mantenía en 1952.
     La familia se afincó en Estomba 243, frente a donde funcionaba la funeraria Ferrandi Hermanos. La gente conocía ambas puntas de la cuadra impar: en la esquina de Rodríguez estaba el almacén "Alemán", y en el número 299, justo en el cruce con 19 de Mayo, vivía Santiago Berge Vila, comisionado municipal entre el 21 de agosto y el 5 de noviembre de 1945, e intendente entre el 1º de mayo y el 16 de septiembre de 1955.
     Para llegar a la casa había que pasar una puerta de hierro y subir 25 escalones de mármol hasta el primer piso. Tenía un recibidor, cinco habitaciones (dos de ellas con balcón a la calle), cocina, sala de estar, dos baños, dos pequeñas dependencias para depósito y un patio interior que comunicaba a otro cuarto con baño.

     En estos días calurosos de 1952 la residencia Saravia muestra más vida que de costumbre, porque han vuelto por el verano los hijos que estudian en Buenos Aires. Y porque además acá están el pariente aventurero y su amigo, llenos de adrenalina... y de mugre.
     --¡Ernestito, por favor ve a bañarte! --reclama la tía Susana Guevara Lynch--. Después nos cuentas en qué andas.
     Eduardo Saravia ve cómo su primo obedece sin chistar. Y piensa que si tuviera 23 años como él, no le haría tanto caso a su madre. Incluso le haría la pregunta que nunca se animó a hacerle: ¿Y por qué me tengo que lavar las manos antes de comer, si las tengo limpias? Para Eduardo, que tiene 15 años, alguien de 23 ya se recibió de hombre. Y por eso casi ni habla con Ernestito: el respeto es una de las tantas materias obligatorias que debió cursar con mamá.
     Los visitantes se acomodan en el cuarto al que la familia llama La Salita , donde los varones Saravia se juntan cada domingo para escuchar los partidos de fútbol.
     Ahora solamente queda por resolver una cuestión: dónde guardar la moto.
     --Pueden dejarla en la cochera de la Cámara --dice el juez Mario Saravia. Y así, a partir de hoy, 16 de enero de 1952, la Poderosa II dormirá en Mitre 58.
     Por la noche, Alberto no puede dejar de pensar en ella. La pobrecita necesita arreglo.
     Por la noche, Ernesto no puede dejar de pensar en ella. En su novia, la Chichina.

     La vio y le gustó. Así de simple. Como le sucedía con casi todas las chicas. Pero esta fue diferente. Sí, señor: esta lo enamoró. Como ninguna.
     Ocurrió en octubre de 1950, en un salón de la calle Hipólito Yrigoyen, ciudad de Córdoba. Se casaba Carmen González Aguilar, una amiga de los Guevara. Y ahí fue él, bastante furioso porque había tenido que bañarse y ponerse la pilcha buena, e incómoda.
     Los presentó su prima Carmen de la Serna. Chichina , de nombre María del Carmen Ferreyra, tenía 16 años, y Ernesto, 21.
     Ella era la bella heredera de uno de los apellidos más antiguos y adinerados de Córdoba, y él pertenecía a una familia de aristócratas empobrecidos.
     "A mí me fascinó --diría Chichina --; su físico obstinado y su carácter antisolemne... Su desparpajo en la vestimenta nos daba risa y, al mismo tiempo, un poco de vergüenza. Éramos tan sofisticados que Ernesto nos parecía un oprobio."
     En cambio, los padres de Chichina se alteraron cuando Ernesto propuso matrimonio y prometió una luna de miel viajando por varios países. No lo podían ni ver.
     Al papá --un comprometido integrante de la clase gobernante cordobesa-- siempre le causó rechazo, de aspecto y de discurso. Y la mamá hasta juró ir a Catamarca para prenderle una vela a la Virgen del Valle si la relación se cortaba.
     Del otro lado, la familia del chico estaba segura de que se casarían. Por eso don Guevara se sorprendió cuando a fines de 1951 su hijo anunció que pasearía por el continente durante un año con Alberto Granado:
     --Pero, ¿y tu novia?
     --Si me quiere, que me espere.
     "Creí que su entusiasmo por ella aplacaría su sed de horizontes."
     Papá acertó en la primera parte y se equivocó en la segunda, porque el pibe se fue igual. Aunque la quería tanto, tanto, que definió hacer la segunda pausa del viaje en Miramar, donde veraneaba Chichina.
     Los dos días acordados con Alberto "se estiraron como goma hasta hacerse ocho y con el sabor agridulce de la despedida", escribió él en su diario, para un capítulo titulado inequívocamente "Paréntesis amoroso".
     Al llegar le regaló a Chichina el cachorrito Come Back , "símbolo de los lazos que exigen mi retorno". Y el día del adiós le pidió a cambio una pulserita de oro.

     El miércoles 16 de enero de 1952, en su primera noche en Bahía Blanca, Ernesto se duerme pensando en ella. Si me quiere, que me espere. "¿Me esperará?", retumba la duda.
     El vespertino Democracia dice que no: no es recomendable concurrir al balneario Maldonado porque el agua huele mal. Así que habrá que soportar de otra manera los 30 grados del día siguiente.
     Un colega de la mañana, El Atlántico , avisa que continúa la repavimentación de calles. La obra pública es prioridad en la gestión que encabeza el peronista Norberto Arecco, el 59º intendente bahiense que asumió en 1950, por supuesto el Día del Trabajo. Los Saravia todavía ven adoquines en la puerta de su casa. Pero ya les tocará el turno: hasta 1955 se asfaltarán 63 cuadras y Estomba al 200 figura en carpeta.
     El tercer diario de la ciudad, La Nueva Provincia , no dice nada. Porque no puede: el presidente Juan Domingo Perón lo ha silenciado a la fuerza hace ya dos años. Fue el 3 de enero de 1950, por motivos políticos.
     En el país, la mala salud de Eva Duarte contagia dolor en las multitudes que desbordan los alrededores del Hospital Español de Buenos Aires. Ruegan por la vida de esa mujer, la primera dama.
     En el mundo, Gran Bretaña y Egipto se enfrentan por el Canal de Suez y el presidente estadounidense Harry Truman pide cinco mil millones de dólares para rearmarse en la lucha contra los comunistas.
     Nada de eso mueve un pelo al Pelao y al Petiso.
     Tampoco les interesa el Circo Cubano, que propone dos funciones diarias en Lavalle 57. Ni siquiera el famoso continuado de 16 a 24 en los cinco cines locales (Odeón, Ocean, Astral, Rialto y El Palacio del Cine). Y eso que dan King Kong.
     Resulta que todo parece tan... "Banal. Eso es. Y si hiciéramos algo así, ¿qué clase de aventura sería la nuestra?", cree Ernesto. Y Alberto, como sucede normalmente, aunque sea seis años mayor, está de acuerdo.
     Una sola cosa les atrae un poquito: la visita a Bahía del Doctor Alba , "un sugestionador capaz de conducir un automóvil con los ojos vendados", según publicó El Atlántico . El personaje se esfuerza y recorre Donado, Brown, O'Higgins, Alsina, Lamadrid, Alvarado, 19 de Mayo y Mitre, hasta la puerta del teatro Rossini. Y ofrece un espectáculo de hipnotismo y transmisión de pensamiento.
     Pero no hay caso. Los chicos quieren otro tipo de acción y en lugar de bailar tango, bolero y foxtrot en La Central Faiazzo (la confitería de moda, ubicada a pocos metros de la Municipalidad) salen a caminar por ahí.
     Así conocen a un hombre que para Alberto merecerá un extenso párrafo en su relato del viaje.
     Fulano , lo bautizará: "un pinche de oficina con quien nos aburrimos a trío una noche que nos invitó a conocer la vida nocturnal de la ciudad. Escuchando sus autoelogios, sus aventuras donjuanescas, sus presuntos negocios en un futuro cercano, viendo cómo hacía girar su vida en un círculo estrecho y mezquino, sin que le penetrara ninguna de las réplicas irónicas y a veces francamente burlonas que le hicimos. No pudimos menos que comentar luego Fuser y yo que ese era más o menos el futuro que nos hubiera esperado: a mí, ser boticario de pueblo, y a él, médico de alérgicas ricas, sin ese algo que nos rebela contra todo esto". (2)

     María Imelda no recuerda si alguna vez fue María Imelda. "Melita Bautista", se presenta y la presentan desde siempre, como si el apodo fuera el nombre de pila.
     Esta tarde de 1952, Melita , profesora de inglés, 24 años, rumbea para la casa de los Saravia, una costumbre semanal desde que se hizo amiga de Susana y Mario.
     --¿Se han ganado la lotería? --pregunta Melita cuando ve la moto en la entrada.
     --Qué va: es de un sobrino mío --dice Susana--. Ven, así lo conoces. ¿Nunca te he hablado de Ernestito?
     Por lo menos podría haberle avisado, para evitarle tanta sorpresa: "¡Qué ojos espléndidos!", piensa Melita al examinar a Ernesto. Y conservará una descripción minuciosa, aunque no significa que le guste. Tampoco que no le guste. "Los prefiero más altos", se excusa.
     De Alberto, en cambio, Melita no recordará nada salvo la estatura escasa y la barriga excedida.
     Los Saravia disponen una larga mesa en el comedor. Pasa con frecuencia: Mario y Susana forman una pareja muy sociable e invitados nunca faltan. Hoy son tres, más los ocho miembros de la familia.
     Melita se sienta entre Ernesto y Alberto.
     Normalmente, en este tipo de reuniones de comienzos de los 50, los anfitriones protagonizan las charlas, los invitados acompañan y los jóvenes esperan a que se les conceda el favor de la intervención. Los niños miran.
     El juez Mario Saravia es un buen orador, pero presumir no está entre sus verbos y por eso esquiva el uso de terminología jurídica. Su esposa Susana desparrama energía y resolución, pero es menos fuerte que sus convicciones. Melita admira esa característica en silencio. Y trata de imitarla, ahora que escucha al tal Ernesto Guevara decir que cruzará fronteras:
     --¿Por qué se va del país?
     --Para conocer. Y por Perón.
     --Bueno, si fuera por Perón nos tendríamos que ir todos --dice Melita . No oye qué le contesta Ernesto porque un detalle le quita concentración: "A este muchacho le hace ruido el pecho".

     El asma no ataca a Ernesto en Bahía Blanca. Pero sí la necesidad de ocupar un espacio que sus primos varones han resignado.
     La mesa está servida de nuevo y ahora quien se agrega es Fernando Rey Méndez, el novio de Susanita. La pareja se conoció en Monte Hermoso, cuando ambos eran chicos. Planean casarse el 6 de noviembre de este 1952.
     Casi ni pronuncia palabra Ernesto. Pero cada vez que Fernando levanta la vista del plato, choca contra esa mirada circunspecta, una mirada en la vecindad del fastidio. "Callado, y muy observador...", lo describe Fernando.
     Susanita, por las dudas, no le cuenta que la actitud hosca de Ernesto refiere a una evaluación. Evalúa si ella ha elegido un buen candidato.
     No hace tanto de aquel día en el que debió intervenir. Susanita lo recordará siempre: "Me hizo cortar a un festejante que yo tenía". Ernesto trabajaba en Teléfonos del Estado. Era muy difícil conseguir el servicio. Ella salía con un chico que vio el negocio y se lo propuso a Ernesto: uno gestionaba las líneas, el otro las revendía; cincuenta y cincuenta. "Lo sacó pitando --contará Susanita--. Y después me advirtió que era deshonesto y yo lo corté."
     Ernesto no perdona una. José Luis, el único Saravia bahiense, también lo sufre esta tarde. Resulta que toda la familia va a verlo nadar. Ha anticipado que ganaría la competencia sin problemas. "Siempre alardeando, él", amonesta su hermano Eduardo. Y la cuestión es que José Luis termina... último.
     Para qué: Ernesto se encarga de recordárselo todo el día. "José... ¡úuuuuultimo! --entona--. José... ¡úuuuuultimo!" Los Saravia se contagian las risas. José Luis las esquiva, su cara por el piso. Le duele el fracaso. Pero cede y también ríe, último.

     --Creo que tiene problemas de pistoneo --indica Alberto Granado apenas ingresa con Ernesto Guevara en el taller mecánico de Estomba 187.
     El dueño no está. Don Septembrino Genaro Travi ha salido a dar una vueltita, aunque no de esas que le valieron el reconocimiento como uno de los mejores ciclistas en ruta. El Pejerrey sin cola (apodo que le pusieron sus compañeros de trabajo en la Base Naval Puerto Belgrano, por su destreza al nadar) suele arrancar en las dos ruedas sin motor. Quién sabe por dónde andará ahora.
     El que está, firme como siempre, es Guillermo, el hijo. Todos le dicen Coco . Tiene 19 años, pesa unos 105 kilos y juega al rugby en el club Pingüinos. Un bigote esforzado le pone techo a su boca. Lleva a las motos en la sangre y algún día correrá en la categoría 175 centímetros cúbicos, pero no se destacará. Sí es bueno en serio reparándolas. Aprendió hace rato gracias a las ganas de enseñar de don Gabriel Fernández y de Ezequiel Pichín Castro, viejos maestros tuercas de la bahía.
     --Linda, la Norton 500 ES 2 --dice Coco Travi cuando le echa un vistazo a la Poderosa II . Le gusta el cuadro negro y la brillante presencia del plateado. La moto, de origen inglés, puede correr a 125 kilómetros por hora. Pero Coco prefiere la HRD 1000. De todas formas, cuando se entera de que Alberto y Ernesto pretenden recorrer varios países encima de la dolorida máquina, admite:
     --Es muy confiable para un viaje así.

     Además de los problemas con el agua (la escasez en la red y el mal olor en Maldonado), otra cosa sobre la que alertan los diarios bahienses en este enero de 1952 es sobre el riesgo de andar en los maltrechos ómnibus del servicio urbano.
     Pero como la Poderosa II sigue internada en el taller, Alberto y Ernesto toman igual el colectivo rojo que va al puerto de Ingeniero White. Con la panza llena, porque primero devoraron en la casa de los Saravia. No es cuestión de desaprovechar: según Ernesto, hay que dilatar un poco la total desventura monetaria. Sintió que el pan le advertía: Dentro de poco te costará comerme, viejo . "Y lo tragábamos con más gana --dirá--; como los camellos, queríamos hacer acopio para lo que viniera."
     Ningún Saravia observó con mal ojo la panzada de los viajeros. Sencillamente porque los varones de la familia suelen comer como si al día siguiente fuera a acabarse el mundo.
     El puerto no agrada demasiado a Ernesto y Alberto. Pero al menos consiguen cambiar algo de la poquísima plata que les queda. Pagan 1.100 pesos argentinos por 100 dólares y 200 pesos chilenos, monedas necesarias para cuando dentro de un mes crucen la cordillera. Y reservan el resto de su patrimonio, unos 2.000 pesos argentinos, para los imponderables del camino; en todo caso, canjearán lo que les sobre en Bariloche.
     Cuando por fin la Poderosa II está bien, Alberto la va a buscar porque el que no está bien es Ernesto: ¿Quién dijo que era complicado engriparse con 30 grados?
     Lo habrán maltratado las ráfagas insolentes en el muelle de White, porque hasta fiebre tiene y deberá pasar un día en cama, en La Salita de los Saravia. Eso sí: con los cuidados esmerados de una tía que no esconde su alma de enfermera.
* * *
      Los médanos son difíciles de pasar, no crean. Salgan de madrugada, que es cuando la arena está apelmazada por el rocío.

     Ahora sí cobra sentido el consejo que les dio el mecánico Coco Travi en Bahía Blanca: ya ha pasado el mediodía del 21 de enero de 1952 y los dos aventureros se alejan de la ciudad con rumbo sur, de porrazo en porrazo.
     --La moto tiene el peso muy mal distribuido --dice Ernesto luego de la tercera o la cuarta caída. Y se le escapa una carcajada. Total, maneja Alberto. En realidad, Alberto intenta manejar. Batalla. Porque como dijo Coco : "Hay que ser muy ducho para pasar los médanos sin que la moto se clave, se cruce y se vaya al suelo".
     Se les hizo tarde. Primero, esperando que la Poderosa II estuviera en condiciones. Después, por la gripe de Ernesto. Y la verdad es que los Saravia los trataron maravillosamente, pero no querían quedarse ni un minuto más en Bahía. Por eso han salido igual, bajo un sol agobiante.
     --¡Arde la arena, Pelao! ¡Ayúdame!
     Ernesto no puede parar de reírse. Todavía está en el piso:
     --Saquémonos una foto, Mial. Para la posteridad.
     Alberto piensa que el pibe es un descarado. Y qué espíritu, el pibe.
     Granado recordará 12 caídas de la moto, a cual más espectacular. Guevara contará la mitad y agregará que su amigo creyó haber vencido en el duelo contra el arenal usando un argumento irrefutable: "Salimos, ¿no es cierto? Pues entonces he ganado".
     --¿Así está bien? --posa Alberto.
     Clic.
     --Mi turno --dice Ernesto. Y abraza a la Poderosa II que yace, débil, sobre un médano.
     También se oye un clic, pero la foto no saldrá.
     Ernesto sonríe. Su última caída fue de frente y ha dejado el molde de su rostro en una duna. Por eso ahora luce una máscara de arena.


NOTAS
Guevara, Ernesto, Mi primer gran viaje, Seix Barral, Buenos Aires, 1994, páginas 21 y 22.
     * El 17 de octubre era feriado impuesto por el gobierno peronista en razón del denominado Día de la Lealtad.
     * Granado había tenido otra moto, llamada Poderosa I.

Granado, Alberto, Con el Che por Sudamérica, El Mañana, La Habana-Quito, 1986, páginas 24 y 25.
     * Medio siglo después del viaje, en diálogo con este diario, Alberto recuerda la situación y reflexiona: "Le tomamos mucho el pelo al Fulano. ¡Qué tipos jodidos éramos!"
     * Ernesto Guevara, pese al asma, jugó al rugby. Y cuando pasaba al ataque, anunciaba, casi relatando: "¡Acá va el furibundo Serna!". Alberto, que era su entrenador en el equipo Estudiantes de Córdoba, tomó la primera sílaba de las dos últimas palabras y creó el apodo Fuser. A cambio, Guevara lo llamaba Mial (de "Mi Alberto").

* La casa en la que vivían los Saravia en 1952 (Estomba 243, altos) pertenece actualmente a los Ferrandi. Salvo el cambio de algún piso, se conserva en las mismas condiciones.

* En el inmueble donde quedaba La Central Faiazzo (Alsina 27) hoy funciona una librería.

* El nombre actual del lugar en el que trabajaba el doctor Mario Saravia (Mitre 58) es Cámara Federal de Apelaciones.

* Una zapatería ocupa el predio que pertenecía al taller de los Travi (Estomba 187).