Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

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El gesto ausente

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   Desde el mes de marzo todo se modificó y como repito cada semana nuestras vidas se vieron alteradas y el mundo parece estar “patas arriba”. Si bien paulatinamente vamos construyendo un nuevo orden y recreando ciertas rutinas, todavía resta un tiempo para que algunas costumbres, usos y prácticas se restablezcan de la forma en que las conocimos.

   Hechos acontecidos en la semana “motivan” esta columna. Alguien comentó su resignación a pasar la Navidad con “tapaboca” pero definió como insoportable no poder abrazar a su hermana que vive fuera de la ciudad; un abuelo se “revistió” de plástico para poder abrazar a su nieto que se había recibido, obviamente mediante examen final virtual.

   El abrazo es, por excelencia, el gesto ausente en esta pandemia.

   ¿Cuántas experiencias gratas y desdichadas atravesamos estos meses y los abrazos quedaron reprimidos? ¿Cuántas palabras reemplaza un abrazo?

   Un abrazo contiene y entre los beneficios encontramos variados aportes: optimizan las relaciones interpersonales, aumentan la autoestima, originan una sensación de tranquilidad y bienestar, el destinatario percibe protección y seguridad y quien lo ofrece brinda energía, fortaleza y contención, también disminuyen el estrés.

   Expertos en abrazos afirman que para poder brindarse a los otros primero hay que empezar por uno mismo y recomiendan trabajar los autoabrazos como un ritual que nutre, autoafirma, estableciendo un vínculo auténtico en el que se fundamenta el amor propio.

   Sin autoconocimiento, sin registro de los propios deseos es imposible fundirse con el otro, es decir que para poder transmitir es necesario conocer y comprender lo que se quiere hacerle llegar a un destinatario. Abrazarse a uno mismo, abrazar las propias emociones, abrazar una idea, un ideal, a otros, a la vida, implica rodear, incluir y también soltar, exige reconocer y construir con los propios brazos y sentimientos.

   Alcanza con observar para advertir que cada persona, cada relación y cada situación ameritan un abrazo distinto; varía tanto la duración como la intensidad y está hasta condicionado por el mensaje que se quiere transmitir.

   Abrazar es casi un arte y se puede establecer una tipología.

   Basta con ver un joven recién graduado en las puertas de la universidad o un equipo campeón para advertir el abrazo grupal; simboliza unión, apoyo incondicional y todos quieren ser parte de ese momento de alboroto reconfortante y afectuoso. En el ámbito familiar, y emulando un sándwich, es habitual que padres e hijos se estrechen en un abrazo, ya sea en momentos de alegría o de dolor.

   La formalidad no impide que dos personas luego de un apretón de manos se abracen moderadamente acompañando con una palmadita en la espalda; en las antípodas se encuentra el ya popularizado “abrazo de oso”: impetuoso, portador de buenos deseos, prolongado y colmado de efusividad.

   A su vez hay abrazos de compromiso, fingidos y actuados, un verdadero desperdicio, y también seres incapaces de abrazar, pues experimentan incomodidad e invasión.

  Pareja y abrazo son conceptos indisolubles, permanecer abrazados, dormir abrazados, caminar abrazados son variantes; corona la lista ese abrazo que toma por la espalda y… cada uno despliegue su imaginación…

   El abrazo es habitado por palabras, risas y lágrimas, invade silencios, sana, estimula, contiene, consuela y excita. Alejandro Jodorowsky Prullansky, artista chileno, creador de la psicomagia, dice “un día alguien te va a abrazar tan fuerte que todas tus partes rotas se juntarán de nuevo”, seguramente el abrazo sea el gesto que corone el final de la pandemia. Hasta el próximo domingo. Un abrazo.