Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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El terremoto de Mayo

El “vacío” que dejó el derrocamiento del poder virreinal no era fácil de llenar. Menos aún, integrar fuerzas militares “patriotas” que aceptaran mandos locales y actuaran con fidelidad. (Segunda y última parte)

El “vacío” institucional y la soberanía popular

Cuándo se produce un gran quiebre institucional... ¿cómo integrar gobiernos que rompan con el pasado? Este problema es un clásico de todas las revoluciones. Más aún cuando la población es escasa y mucho más escasa aún la intelligenzia: conformar grupos militares, ocupar los puestos gubernamentales centrales y en las provincias, llenar puestos burocráticos relevantes con personal confiable, es un verdadero problema

La revolución de Mayo se enfrentó a esta grave cuestión, agravada por las tradiciones virreinales y coloniales, que conformaban un verdadero aparato burocrático-militar extendido a todos los dominios y cuyos “jefes “–como los virreyes, capitanes generales o miembros de las Reales Audiencias– eran, casi en su totalidad, españoles peninsulares y, además, hombres (tal cual, solo hombres) que realizaban una carrera recorriendo distintos destinos de los dominios españoles. El famoso virrey Vértiz, por ejemplo, había sido antes gobernador de Buenos Aires, Pedro de Cevallos, un militar de probada carrera, y el virrey Sobre Monte, gobernador de Córdoba y presidente de la Audiencia de Buenos Aires.

Hasta los cabildos, de limitado poder local, tenían una alta proporción de españoles peninsulares, en quienes la corte real confiaba más que en los españoles-americanos (o criollos), cuestión que, sin duda, abonó el recelo entre ambos grupos de “españoles”, integrantes de una misma elite y, en oportunidades, llevando al mismo enfrentamiento entre padres (hispánicos) e hijos (criollos).

El “vacío” que dejó el derrocamiento del poder virreinal, por lo tanto, no era fácil de llenar. Menos aún, integrar fuerzas militares “patriotas” (solo integradas por criollos, mestizos, aborígenes y negros de familias de esclavos) que aceptaran mandos locales y actuaran con fidelidad a la causa.

A estos estamentos debemos agregar al clero que, por entonces, no era un “grupo de presión” sino uno de las corporaciones fundamentales del poder. Para integrar sacerdotes a los cuadros revolucionarios, también ellos debían demostrar su devoción por la causa americana. No eran menores, por otro lado, los disgustos de los sacerdotes criollos cuyas carreras –era una carrera con todas las de la ley, y excelentemente remunerada– se veían sistemática coartadas por la burocracia religiosa de origen español que se reservaba todos los puestos de conducción del clero y en el que había feroces internas por las respectivas cuotas de poder, por ejemplo, de las diversas órdenes.

La formación de cuadros y la cuestión generacional

Visto ya el aspecto social y político revisemos ahora la más “subjetiva” de las cuestiones de las revoluciones, la de los hombres que las dirigen. Es un tema clásico ya esta relación entre “las masas” y sus “direcciones” y, en ella, en especial, la que hace al papel de las grandes personalidades, de los individuos que sobresalen del conjunto.

Hay, en efecto, una dialéctica entre los equipos y sus figuras, entre los grupos y las generaciones y sus líderes emergentes. 

Digamos, en primer término, que los períodos revolucionarios hacen surgir los grandes hombres, allí donde se podía pensar que todo era rutinario y gris.

Dos casos paradigmáticos son Mariano Moreno y Manuel Belgrano. Ambos, si se quiere, eran antiguos y formados burócratas del régimen –y el segundo, por cierto, bastante pacato– hasta poco antes de saltar a las primeras posiciones del “primer gobierno patrio”. No eran “hombres grises”, eran ya personajes notables y con presencia en la elite intelectual previa a la revolución; pero ninguno de los dos había mostrado la audacia, por ejemplo, de Rodríguez Peña o la oratoria precisa pero con cierto vuelo de Paso o Castelli o el genio dirigente –capacidad de mando– de Saavedra o Rodríguez; menos aún el arraigo popular de Beruti o French. Sin embargo, sus personalidades ciertamente reservadas “explotaron” cuando la revolución les exigió dar lo máximo. Belgrano y Castelli tejieron el entramado fino en los días decisivos de Mayo y se convirtieron en jefes militares muriendo ambos en el desasosiego; Moreno orientó con mano firme y claridad de objetivos los primeros seis meses, cruciales para todo proceso revolucionario, y, luego, desapareció en el mar. Grandes personalidades emergen siempre cuando los grandes momentos exigen líderes.

La revolución de Mayo pagó su herencia hispánica, su atraso, con cincuenta años de luchas intestinas, hasta que, por fin, el capitalismo moderno comenzó su tardío proceso de acumulación, imprescindible para sentar las bases de un Estado moderno. Con esta perspectiva –digámoslo de paso– se alumbra también el cuarto de siglo en el que la “Argentina” –un proyecto todavía apenas en muy rudimentaria estructuración– tuvo su árbitro bonaerense, el estanciero don Juan Manuel de Rosas que no por casualidad contó con las simpatías de San Martín y tuvo como embajadores a Alvear, Tomás Guido –íntimo de San Martín–, Manuel José García -exrivadaviano– y el hermano de Mariano Moreno.

Pero volvamos a Mayo porque a Rosas, de 17 años y muy preocupado en sus incipientes negocios ganadero-saladeriles, la revolución de Mayo no lo conmovió demasiado.

La formación de un equipo

Tenemos la hipótesis -indemostrable, porque atañe a un aspecto muy subjetivo– de que hubo una carencia en la Primera Junta y sus adherentes más cercanos: la falta de tiempo para construir un equipo de trabajo que se probara en las buenas y en las malas, que superara pruebas difíciles, que construyera una moral en común. Los hechos precipitados con la primera invasión inglesa constituyen –sin solución de continuidad– una sucesión de hechos que se precipitan, tanto en el virreinato –Buenos Aires, Montevideo y la Paz y Chuquisaca, en particular– como en la “Madre patria”, invadida y sojuzgada por Napoleón. En el plazo de solo seis años Buenos Aires enfrentó dos invasiones, depuso dos virreyes –Sobre Monte y Cisneros–, eligió tres gobiernos –Liniers, la Primera Junta y el Triunvirato–, armó a miles de sus habitantes en sus milicias criollas, realizó varios Cabildos abiertos – verdaderas “asambleas populares” de la elite que intervenía en las cuestiones políticas y económicas–, organizó dos ejércitos regulares que combatieron a los realistas y, también a facciones criollas, como en el Paraguay y aplastó con decisión y firmeza dos intentos contrarrevolucionarios, los de Liniers y Álzaga. 

Si bien esta sucesión no constituye sino una escuela política acelerada, el mismo maremagnum de situaciones no permitió estabilizar a un grupo de cuadros de la revolución que se conociera, intercambiara experiencias, confiara en un proyecto común. En efecto, la carencia de “políticos” formados y de un clima cultural cultivado por décadas tuvo sus consecuencias en la inmadurez de la nueva dirección posrevolucionaria. 

Por otro lado, la extrema diferencia de desarrollo entre Buenos Aires, la “hermana mayor” y las provincias, y la debilidad estructural de la economía en general heredada de las formas coloniales atrasadas y rurales constituían un límite insalvable para que se probara y forjaran cientos de dirigentes con pensamiento independiente, proyectados por un plan de desarrollo común: esa limitación permite entender por qué fracasaron todas los intentos de organización constitucional durante, todavía, cuatro décadas.

Por otro lado, hay un componente generacional que es indispensable precisar. En efecto, en Mayo confluyen dos generaciones. Una, la de Saavedra, Paso, Funes, Álzaga, Liniers y Saturnino Rodríguez Peña, nacida entre 1760 y mediados de la década siguiente, que maduró dentro del régimen colonial; otra, la de Belgrano, Castelli, Güemes, Beruti, Pueyrredon y Moreno –a la que pertenece también San Martín–, nacida entre 1775 y 1790, que creció en el clima reformista del virreinato del Río de la Plata y participó ya en niveles decisorios durante las invasiones inglesas. A propósito, apuntemos que, respecto de la Primera Junta, se ha subrayado equivocadamente una supuesta “juventud” de los miembros de la junta como causal de cierta inmadurez. Lo cierto es que solo dos de ellos, Moreno, de 32 años y Larrea de 28 eran menores de cuarenta. Los siete restantes promediaban 48 años, una edad bastante avanzada si se consideran las esperanzas de vida de la época.

A ella sigue otra generación, que nace en la última década del siglo XVIII y que será la protagonista de las luchas civiles posteriores. Paz, Lavalle, Rosas, Dorrego, Estanislao López, eran apenas unos muchachos –por entonces a los 13 años un varón tenía obligaciones– impactados por las invasiones inglesas que asoman con algún protagonismo en Mayo y, en particular, acompañan el proceso como oficiales o jóvenes políticos de la guerra de la independencia y la declaración de Tucumán de 1816. 

Un importante alerta

Nuestra memoria, como todo relato histórico, se nutre de recortes que son siempre, de algún modo, antojadizos. Los nombres de una veintena de personas que forman para de nuestros recuerdos colectivos no deben, sin embargo, ocultar que el grito de libertad de Mayo y las campañas de la independencia insumieron el esfuerzo de varios miles de habitantes de la región y, en su amplia mayoría, criollos americanos, pero también esclavos traídos por la fuerza desde el África, aborígenes nativos, mestizos de variados pelajes -miles de anónimos que, en realidad, fueron, si no el cerebro conductor, sí el motor y las ruedas del cambio del proceso independentista- y algunos aportes de ingleses, franceses y otros europeos que se consustanciaron y comprometieron con la causa de la independencia de América como Brown, Paroissien, Bouchard y otros.

Rescatemos entonces, el 25 de Mayo de 1810 como un día magno que libera las fuerzas de una enorme gesta popular y suma su grito al de muchos otros de América hispana recordando que “la revolución” se patentiza en algunos pocos rostros pero que para comprenderla en su dimensión más amplia debe reconocerse, en primer lugar, que no hay proceso revolucionario si éste no está avalado por “el pueblo”, dicho así, genéricamente, o sea, si no cuenta con una base social de masas (que hizo carne del llamado a “retrovertir la soberanía en el pueblo”). Lo que es hoy la Argentina tendrá el privilegio –que comparte con los Estados Unidos en toda la historia mundial— de ser las únicas partes del mundo que desde que gritaron “Libertad” jamás volvió a haber en ellas un rey “soberano” que impusiera su jerarquía de otros siglos. Esa fecha es el comienzo -traumático y difícil pero comienzo al fin—de nuestra construcción republicana, del ejercicio de la soberanía popular. 

En segundo lugar, porque si bien el movimiento comenzó, como es sabido, en Buenos Aires, contó con líderes en casi todos los rincones del “país” por lo cual también, aquel grito de “autonomía política” se repetirá a lo largo y ancho de nuestra geografía dando origen al federalismo y las autonomías provinciales que plasman en la década siguiente en las “provincias unidas”. Y, finalmente, porque la Revolución nos deja la enseñanza histórica de que los cambios profundos implican existencia de matices, de sectores diversos que confluyen en un interés común, y son imposibles, en realidad, sin esas diferencias, esas crisis, esas luchas políticas. Lo social, lo geográfico, lo político, lo económico y el papel de las grandes personalidades y los equipos de conducción son factores que, desde segmentos desarrollados de modo desigual, confluyen para dar origen a algo nuevo, en nuestro caso, la primera “Argentina”.

Cornelio Saavedra, memoria póstuma 

El 19 [de mayo] se nos citó por el Sargento Mayor de la Plaza para que, a las siete de la noche, estuviésemos todos en la fortaleza. Así lo verificamos. Se nos presentó el Virrey, y nos dijo:

“Señores, se me ha pedido venia por el Exmo. Cabildo para convocar sin demora al pueblo, a Cabildo abierto, a lo que parece ha influido mi proclama de ayer. Yo no he dicho en ella que la España toda está perdida, pues aún nos quedan Cádiz y la isla de León. Llamo a ustedes para saber si están resueltos a sostenerme en el mando, como lo hicieron el año nueve con Liniers, o no; en el primer caso, todo el hervor de los que pretenden tan peligrosas innovaciones, quedaría disipado: en el segundo, se hará el Cabildo abierto, y ustedes reportarán sus resultas, pues yo no quiero dar margen a sediciosos tumultos.”

Viendo que mis compañeros callaban, yo fui el que dijo a Su Excelencia: “Señor, son muy diversas las épocas del de Enero del año 9 y la de Mayo de 1810, en que nos hallamos. En aquélla existía la España, aunque ya invadida por Napoleón; en esta toda ella, todas sus Provincias y Plazas están subyugadas por aquel conquistador, excepto solo Cádiz y la isla de León, como nos lo aseguran las Gacetas que acaban de venir, y V.E. en su proclama de ayer. Y, ¿qué, señor? ¿Cádiz y la Isla de León, son España? ¿Este inmenso territorio, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la Isla de León? Los derechos de la corona de Castilla, a que se incorporaron las Américas ¿han recaído en Cádiz y la Isla de León, que son parte de una de las provincias de Andalucía? No, señor: No queremos seguir la suerte de la España, ni ser dominados por los franceses; hemos resuelto reasumir nuestro derecho, y conservarnos por nosotros mismos. El que a V.E. dio autoridad para mandarnos, ya no existe; de consiguiente, tampoco V.E. la tiene ya. Así es que no cuente con las fuerzas de mi mando para sostenerse en ella”.

[...] Reunido el pueblo en la plaza aquel mismo día, procedió por sí al nombramiento de la Junta, que estaba resuelto se estableciese a los acuerdos anteriores, y recayó este en las personas de D. Miguel Azcuénaga, D. Manuel Belgrano, D. Juan José Castelli, el doctor D. Manuel Alberti, D. Juan Larrea, D. Domingo Matheu y yo, que quisieron fuese presidente de ella y comandante de las armas. (…)

Por política fue preciso cubrirla con el manto del Sr. D. Fernando VII, a cuyo nombre se estableció, y bajo de él se expedían sus providencias y mandatos. La destitución del Virrey y consiguiente creación de un nuevo gobierno americano, fue a todas luces el golpe que derribó el dominio que los Reyes de España habían ejercido cerca de 300 años en esta parte del mundo, por el injusto derecho de conquista. Sin injusticia, no se puede negar esta gloria a los que, por libertarle del pesado yugo que le oprimía, hicimos un formal abandono de nuestras vidas e intereses, arrostrando los riesgos a que con aquel hecho quedamos expuestos.

Nosotros solos; sin precedente combinación con los pueblos del interior (…) tuvimos la gloria de emprender y llevar a cabo tan grande obra.