Bahía Blanca | Miércoles, 02 de julio

Bahía Blanca | Miércoles, 02 de julio

Bahía Blanca | Miércoles, 02 de julio

Don José de San Martín y la Independencia americana

El general cumple al pie de la letra el plan para realizar el cruce de los Andes realizando, con grupos secundarios, las tareas de distracción para mantener ocupados a los españoles. (Tercera y última entrega)

La operación del Cruce de los Andes es casi ajedrecística y pone al descubierto el genio militar del Libertador, que raya en la perfección.

Ricardo de Titto (Historiador) / Especial para "La Nueva."

   El plan de cruce de los Andes es de una ingeniería muy compleja: implica una serie de maniobras de distracción y desplazamientos de pequeños grupos secundarios que deben mantener ocupados a los españoles para dar paso al grueso del Ejército que avanzará por Mendoza. 

   “Las medidas están tomadas –señala el Libertador– para ocultar al enemigo el punto de ataque; si se consigue y nos deja poner el pie en el llano, la cosa está asegurada. En fin, haremos cuanto se pueda para salir bien, pues si no, todo se lo lleva el diablo”.

   El ejército se divide en tres cuerpos. De los 4.000 soldados preparados para combatir, 3.000 son infantes y se organizan en cuatro batallones dirigidos por Alvarado, Crámer, Conde y Las Heras; cinco son los escuadrones de Granaderos a caballo que colocan a sus 700 hombres bajo el mando de Zapiola, Melián, Ramallo, Escalada y Necochea. La Plaza mandaba la artillería compuesta por 250 soldados.

  La dispersión de fuerzas abarca un frente de 2.000 kilómetros y, junto con los rumores y las tareas de espionaje, logra confundir al jefe realista Marcó del Pont que no alcanza a acertar por dónde vendrá el ataque principal. 

   Las cuatro columnas de diversión tenían unos 200 soldados cada una y cruzaron, de norte a sur, por los pasos de Come Caballos (La Rioja), Guana (San Juan), Piuquenes y Planchón (centro y sur de Mendoza), amenazando, respectivamente a Copiapó y Huasco, Coquimbo, Santiago y Talca. Dos de estos pasos se encuentran a más de 4.000 metros de altura.

   El grupo principal se divide en dos columnas. Una, al mando, de Gregorio Las Heras, moviliza 800 hombres y es la responsable de transportar la artillería y el parque del ejército por el valle de Uspallata; la otra, al mando de San Martín, reúne 3.000 soldados y cruza por el valle de Los Patos: a su cabeza marcha el general Estanislao Soler, lo sigue un escuadrón comandado por el brigadier chileno Bernardo de O’Higgins y detrás va el Jefe del Ejército de los Andes. Las dos columnas deben confluir en San Felipe.

   La operación es casi ajedrecística y pone al descubierto el genio militar del Libertador, que raya en la perfección. Las dificultades son enormes. Se trata de movilizar a 4.000 soldados, casi 1.500 auxiliares (milicianos de caballería de Cuyo, arrieros, barreteros encargados del arreglo de los caminos, operarios de maestranza), más de 10.000 equinos, entre caballos y mulas, 600 reses de a pie y 18 cañones y municiones y los víveres necesarios para 15 días de marcha que incluye galleta, charqui molido, ají, queso, vino –a raíz de una botella por hombre–, harina de maíz tostado, cebolla y ajo en cantidades. 

   De allí que resulta casi mágico que el mismo día, 12 de febrero de 1817, mientras las tropas de Las Heras y San Martín se reorganizan luego de batir a las realistas en Chacabuco, el capitán Patricio Ceballos bate a la guarnición de La Serena, Juan Manuel Cabot en Coquimbo, Lemos ocupa El Portillo, Ramón Freire entra en Talca y se adueña de una parte del sur chileno mientras, a 1870 kilómetros de allí, el capitán Dávila ocupa Copiapó, en el extremo norte de la línea.

En la cuesta de Chacabuco

   A pesar de las precauciones tomadas el cruce de la Cordillera es penoso y difícil. El plan de travesía debe concretarse en 20 días. Hacia el 1 de febrero se deben repasar las altas cumbres y, en resguardo de las cabalgaduras de combate –imprescindibles para pelear– la caballería monta en mulas de las que sobreviven apenas la mitad. A pesar de este sacrificio, tampoco le va mejor a los caballos: sobre 1.500 que parten solo llegan unos 400 y en mal estado. 

   Muchos soldados mueren o enferman en el trayecto y al general -que sufre de úlcera– lo vence el apunamiento. Cuando observa los valles trasandinos, falta poco para que las dos columnas centrales se junten y se producen las primeras escaramuzas en Achupallas y Las Coimas, ambas favorables a los americanos. Las victorias alientan a las tropas. San Martín sabe que en la cuesta de Chacabuco habrá una fuerte parada. Es un punto estratégico.

   Con los informes de los espías en mano, San Martín decide adelantar un día el primer gran enfrentamiento para anticiparse a una mayor concentración de fuerzas enemigas. Planea la táctica y ordena: Soler debe atacar por el flanco y O’Higgins por el frente.

   Los realistas se repliegan y el coronel a cargo solicita refuerzos urgentes a Marcó del Pont, que solo atina a enviar algunas tropas. El presidente chileno remite entretanto su equipaje al gobernador de Valparaíso.

   El factor sorpresa rinde los efectos esperados. Maroto, el comandante realista, cree que el combate será dos días después y no tiene tiempo de formar a las tropas y los refuerzos convenientemente. El 12 de febrero los fusiles y la artillería atruenan esa zona de la cordillera y O’Higgins lanza a sus hombres de un modo un tanto descontrolado: los movimientos de la caballería son difíciles en el terreno. 

   San Martín ordena que Soler arremeta por la retaguardia mientras él y los granaderos cargan furiosamente sable en mano. Los realistas se dispersan y huyen hacia el sur sufriendo una primera y durísima derrota que cuenta 500 muertos, 600 prisioneros -la mayoría de infantería–, la pérdida de la artillería, un estandarte y dos banderas. Los americanos sufren solo 12 muertos y cerca de 120 heridos. 

   El Ejército de los Andes hace su entrada triunfal en Santiago. El Cabildo, que reúne a un grupo de vecinos notables, proclama como gobernador a San Martín, pero el general no acepta. Sus miras inmediatas están en continuar la campaña militar sobre las fuerzas realistas del sur de Chile. O’Higgins, cófrade de la Logia Lautaro, asume el gobierno y el 17 de febrero dicta su primer decreto: San Martín es designado entonces general en jefe del Ejército Unido, como se da en denominar desde ahora a las armas argentino-chilenas. 

“¡Gloria al Restaurador de Chile!”

   Del otro lado de la cordillera se recibe el triunfo con enorme alborozo. Pueyrredón saluda a su “hermano” calurosamente: “¡Gloria al restaurador de Chile! La fortuna ha favorecido sus heroicos esfuerzos y la América nunca olvidará la valiente empresa de usted, sobre Chile, venciendo a la naturaleza en sus más grandes dificultades. [...] Esta es la expresión de un hermano: la del director supremo será de otra calidad. Ayer ha sido un día de locura para este pueblo. La noticia llegó a las 9 de la mañana. Eran las 12 de la noche y aún se oía el ruido de vivas estruendosos en toda la ciudad. La fortaleza y seis buques de nuestra marina hicieron salva triple”.

   El Congreso argentino da un voto en honor de San Martín. Su retrato, coronado de laureles, luce formando un trofeo enmarcado por las banderas tomadas en Chacabuco, que se cuelgan en los balcones de la casa consistorial. 

   A Merceditas, la hija del general, se le acuerda una pensión vitalicia de 600 pesos anuales, que su padre destinará a su educación. El general Belgrano manda erigir una pirámide conmemorativa en el campo de la batalla de Tucumán.

   San Martín retorna a Buenos Aires para acordar con Pueyrredón los siguientes pasos y su financiamiento. El cabildo de Santiago le ofrece diez mil pesos en onzas de oro para gastos de viaje que el general dona para la creación de la biblioteca pública de Santiago. El general vencedor apunta lacónicamente su balance: “en veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos la libertad a Chile”.

Cancha Rayada abre una seria crisis

   Ambas partes comprenden claramente la magnitud del hecho. El virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela, dice que “la desgracia que padecieron nuestras armas en Chacabuco, poniendo al reino de Chile a discreción de los invasores de Buenos Aires, trastornó enteramente el estado de cosas, fue el principio del restablecimiento de los disidentes”. 

   Se propone contener el avance sanmartiniano porque los realistas han sido derrotados pero no están vencidos ya que el ejército patriota solo ocupa el centro de Chile. 

   Desde El Callao parte una flota militar de 15 buques que transportan 3.200 hombres al mando del brigadier Mariano Osorio hacia la base naval de Talcahuano, en el sur trasandino. 

   El plan realista –que San Martín anticipa gracias a su red de espías– comprende fortalecer su alianza con los indígenas leales de la Araucanía, para hacerse fuerte en Concepción y reembarcar las tropas hacia Valparaíso para reagruparse con los derrotados en Chacabuco y atacar Santiago.

   A pesar del peligro, al cumplirse el primer aniversario de Chacabuco el 12 de febrero de 1818, O’Higgins proclama la independencia y es designado Director Supremo. Osorio bloquea el puerto de Valparaíso y dispone que su ejército marche hacia Santiago. San Martín prepara la defensa de la capital chilena y ordena que O’Higgins se retire de las adyacencias de Talchauano para atraer a los realistas. Los patriotas tratan de desgastar al enemigo, sublevando a los pueblos que encuentran a su paso que utilizan la táctica de tierra arrasada, llevándose pertenencias y ganado.

   El 19 de marzo las fuerzas de los generales patriotas se reúnen en las afueras de Talca e instalan un campamento en un campo conocido como Cancha Rayada. El ejército americano, prácticamente, duplica en número al enemigo. Pero, durante la noche, es sorprendido por un ataque y sufre una fuerte derrota, perdiendo muchas vidas y material bélico. La tarde del 25 de marzo San Martín, a la cabeza de la caballería, entra a Santiago. Está agotado, su gesto es grave. Muchos chilenos han huido hacia Mendoza y otros, cobardemente, preparan festejos para recibir a un Osorio triunfante. San Martín le confía a su amigo Guido: “mis amigos me han abandonado, pero recobraremos lo perdido y arrojaremos del país a estos chapetones”. Con énfasis, lanza una proclama hacia el pueblo de Santiago: “¡Chilenos! Era natural que este golpe inesperado y la incertidumbre los hiciera vacilar; pero ya es tiempo de volver sobre vosotros mismos y observar que el ejército de la patria se sostiene con gloria al frente del enemigo”.

Maipú: la victoria oblicua

   No duraría mucho el entusiasmo realista. Poco después en la Loma Blanca, una gran meseta de diez kilómetros que incluye a la ciudad de Santiago, los ejércitos de Osorio y San Martín libran uno de los combates decisivos de la independencia americana. El virrey del Perú ordena reconquistar Santiago y el intento significará un día entero de intensos combates. Las guerras son así. Una batalla por una plaza puede significar un cambio sustantivo en la dinámica de una guerra.

   Los cañones americanos comienzan sus disparos en el mediodía del 5 de abril y los embates de la caballería –con los granaderos como ariete– comienzan a doblegar la encarnizada resistencia de las fuerzas realistas que, organizada a la defensiva, repele los embates con bravura. Al promediar la jornada la insistencia de las fuerzas americanas doblega el cerco realista y Osorio se da a la fuga. El resto de los realistas se sumen en la confusión y un violento ataque de la caballería de Las Heras diezma las últimas resistencias. Los sables de los granaderos, sin contemplación, aseguran la victoria pasando a degüello a centenares de españoles y solo unos pocos pelotones de 600 soldados encuentran refugio en unos caseríos para escapar al caer la noche. La ofensiva americana provoca más de 3.000 bajas, entre muertos, heridos y prisioneros.

   San Martín ordena perseguir a un Osorio en fuga. Cuando es alcanzado y hecho prisionero, se capturan también cartas de encumbrados chilenos que, fingen de patriotas pero mantienen correspondencia con el jefe realista. Se dice que San Martín, después de leer algunas, prefirió echar el resto al fuego.

   El planteo militar ordenado por San Martín en Maipú fue excelente. La batalla, por el número de fuerzas involucradas y la calidad de sus jefes, es una de las más importantes de la historia militar de la emancipación y su resultado responde a la visión “científica” del jefe y las órdenes tácticas que impartió a la caballería en el momento justo para seguir la regla de Napoleón y “ser el más fuerte en el punto dado”. Pero San Martín no era amigo de hacer partes de las batallas que pudieran interpretarse como autolaudatorios y su acierto táctico no figura en los partes oficiales. 

   El año 1818 cambia el panorama hispaoamericano: el 5 de abril, a orillas del río Maipo, se sepultan las aspiraciones españolas en Chile, mientras Bolívar triunfa en los valles de Aragua. Uno comienza a buscar naves y marinos; el otro a dar forma a una Gran Colombia que asegure sus avances hacia el sur. El juego de pinzas sobre Lima –al foco del poder “godo”– comienza a cerrarse. Como si se tratara de un plan urdido con premeditación por algún poder supremo.

El relato de Las Heras a Vicente López 

   A los dos o tres días de la batalla me hizo llamar don José –así nombraba familiarmente a su antiguo general–, y me dijo: ‘Lea, amigo, el borrador que he hecho tirar para pasar a nuestro gobierno el detalle de la batalla, y dígame si le parece bien’. Yo lo leí y me pareció incompleto. “General, le dije, esto que aquí se dice ‘que nuestra línea se inclinaba sobre la derecha del enemigo presentando un orden oblicuo sobre este flanco fue, como usted sabe, todo el mérito de la victoria; y puesto como aquí está, nadie lo va a entender, sino yo que estaba en la idea de usted”. El general se sonrió y me dijo: “pero con eso basta y sobra. Si digo algo más, han de gritar por ahí que quiero compararme con Bonaparte o con Epaminondas. ¡Al grano!, Las Heras, ¡al grano! ¡Hemos amolado a los godos para siempre y vamos al Perú! ¿El orden oblicuo nos salió bien? Pues basta amigo, aunque nadie sepa cómo fue’... y refregándose las manos agregaba: ‘mejor es que no sepan pues aun asimismo habrá muchos que no nos perdonarán haber vencido’”.