Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

Cuentos breves. Hoy: “El invitado”

.

Por Fernando Monacelli / Ilustración: Guillermo Arena

   Lo conocí en mi club de Golf, (conocer es una palabra siempre desmedida cuando se habla de personas, pero no encuentro otra) por culpa de una comida con los compañeros de trabajo de Lucrecia que se suspendió la noche anterior. Lucrecia me dijo que la reunión no se haría, yo fingí desilusión y me tiré sobre el celular para avisarle a mi grupo que podía jugar. Tarde. No había lugar con ellos. Que me jodiera por dominado. Mentí que me daba igual y, tras dudar, terminé anotándome en una línea junto a una pareja mayor y un tipo en los cuarenta de quien nunca había oído ni el nombre, Román Laier. 

   Ese día de golf, al final, lo viví como un acierto. La pareja mayor hizo lo suyo ignorándonos amablemente, y yo la pasé bien con el tal Román, que jugaba bien, era gracioso y confianzudo.

   En el hoyo 5, Román me dijo por lo bajo: “mirá que aguantarte a tu mujer toda al vida y también en la cancha”. Me sonreí, pero a la vez pensé que, al contrario, era obvio que esos dos disfrutaban mucho de jugar al golf juntos. Hice mi tiro sin acotar. 

   Cuanto terminamos la vuelta, Román y yo tomamos cervezas y picamos algo. Él era ingeniero. Yo abogado. Él había llegado a la ciudad con su mujer Elisa y su hija de 9 hacía dos meses, venían de un destino en una fábrica de algo en Perú. Yo vivía acá desde siempre, tenía mujer y también una hija de 9. La gente del trabajo de Román era un bajón, tipos técnicos y aburridos. Yo tenía un buen grupo de amigos. Con el entusiasmo de la tercera cerveza quedamos en que al día siguiente, Román, Elisa y la nena, Dolores, vinieran a comer un asado a casa. 

   Lucrecia protestó cuando le avisé, no le gustan las sorpresas. Le dije que era un tipo bárbaro y que no conocía a nadie, era casi un gesto de caridad. 

   Llegaron exactamente a las 12. Román, con dos botellas de vino Catena, simpático y expansivo. Detrás, Elisa traía un lemon pie que, dijo Román, era el mejor del mundo. Dolores entró agarrada al pantalón de su madre y costó trabajo convencerla que se pusiera a jugar con Clarita. 

   Después nos sentamos. Era un asado de domingo al mediodía, pero, como siempre, Lucrecia había puesto mantel, platos buenos y copas altas. Román llevaba la conversación adelante, anécdotas bien contadas sobre el trabajo, el golf, y supuestos amigos a los que les habían pasado cosa insólitas. Se notaba que lo había hecho muchas veces, una conversación entrenada para caer bien de un tipo que por su trabajo debería mudarse mucho. Elisa asentía, parecía festejarlo y, a veces, movía la cabeza como diciendo “Ay, Román eso no se cuenta acá”. Dolores estaba sentada junto a su madre y casi no hablaba a pesar de los intentos de Clarita, que terminaba hablando por las dos. 

   Comimos la carne y llegó el famoso lemon pie. Apenas Lucrecia lo puso sobre la mesa, la tímida Dolores rompió su ensimismamiento, gritó “yo quiero”, estiró su brazo y, en su repentino entusiasmo, golpeó la copa de su madre y derramó el vino oscuro sobre el mantel blanco, impecable, de Lucrecia. No hubo tiempo de decir nada porque dos cosas se dispararon. Elisa abrazó a su hija, más bien la cubrió con su cuerpo, y Román se despegó unos cinco centímetros de la silla, con la mano a medio levantar, la palma abierta y una puteada contenida. Uno de esos gestos que dejan el futuro no concretado en evidencia, uno ve lo que iba a suceder como si hubiera sucedido. Enseguida se sentó. No había pasado nada y había pasado todo. Comimos el postre, oímos otro rato la puesta en escena de Román y nos despedimos familia contra familia en la puerta. 

   Mientras lavábamos los platos, Lucrecia me dijo sin mirarme: “No lo invites más”. Le respondí que no fuera exagerada sin convicción. Me repitió: “Es un loco, no lo vuelvas a traer”. Después, siguió el domingo cansado. 

   A Román me lo crucé una vez más en el club, conversaba con otros, los hacía reír. Lo saludé desde lejos, con la mano, él fingió no verme. Estoy seguro de que me ignoró porque sabía que yo no estaba viendo a ese  Román entrador, sino al otro, al que casi había estallado en nuestra mesa. Lo detuvieron dos meses más tarde por lesiones gravísimas contra su hija de 9 años. La niña se debatía entre la vida y la muerte. Lo había denunciado la madre, cuando se quebró con una enfermera. Primero había hablado de no se qué improbable accidente doméstico. La nota se titulaba “Padre Monstruo”. 

   --Era un loco, me dijo Lucrecia, con la noticia delante de sus ojos. 

   --Pobre nena --dije yo-. Vos lo viste antes. 

   Lucrecia ya no habló y así estuvo durante toda esa tarde. Por la noche, le pregunté si se sentía bien. Me miró y fue como si despertara.

   --¿Podríamos haber hecho algo?, preguntó o se preguntó.

   --¿Algo como qué? 

   --Algo. No sé. Vos lo dijiste. Yo lo vi antes.

   Me quedé callado.

   Después, ya en la cama, Lucrecia me contó que aquella noche, la del domingo del asado, había soñado con algo muy parecido a lo que había terminado ocurriendo con ese loco, pero la víctima no era Dolores, su pobre hija, sino nuestra Clarita. Román le pegaba desde chica, siempre, con esa mano que había levantado en la mesa, y le pegaba con esos ojos de furia, y le pegaba también mientras caía simpático y mientras contaba cosas graciosas>; y Clarita nos miraba pidiendo ayuda y nosotros no hacíamos nada porque Román era nuestro invitado.