Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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El llanto sobre las aguas

Fábula del espectro de una niña que busca venganza. Un horrendo crimen en la década del 40, sustenta la aparición de un fantasma en el balneario de Arroyo Pareja.

Fernando Quiroga / Especial para “La Nueva.”

fernandodepunta@gmail.com

   Junto al profesor Ariel Ramírez, destacado historiador puntaltense, hilvanamos un conjunto de hechos históricos y metafísicos, aparentemente inconexos e irrelevantes entre sí; pero cuya relación planteada (la que se pierde en los serpenteantes caminos de un ayer próximo, pero absolutamente desconocido) trae a nosotros una trama de horror y desconcierto.

   Es sabido entre los habitués de Arroyo Pareja, el balneario lindante a Puerto Rosales y el extremo oriental de la Base Naval de Puerto Belgrano, de ciertas apariciones espeluznantes como también de psicofonías incómodas: relatos de alaridos nocturnos, de mujer, de niños, sorpresivas sombras que inquietan y muchas especulaciones populares.

   De todos modos, el tiempo suele sepultar vestigios reales de antiguos pecados; hechos, protagonistas y situaciones perdidas que alimentan la sugestión y abren el debate sobre la incidencia de la muerte sobre la vida… en este caso, la sincronía macabra de un mundo sobrenatural, nacida en la más profunda de las inocencias.

   Un pescador que trabajó en la zona, entre 1967 y 1971, el Vasco Arzuaga, le contó al cronista puntaltense Federico Merodio, acerca de “la nenita del bautismo”, en referencia a la blanca aparición infantil de una enajenada pequeña de ojos inadmisibles, siempre acompañada de una horrenda mujer.

   Nada llama a relacionar una historia de fantasmas con hechos históricos, a menos que la linealidad de las narraciones colectivas se encuentren con muchos puntos en común. En estos casos, quizás, la sugestión sea buena consejera…

   Antiguos relatos que tienen como escenario un barrio desmantelado lindante a las aguas, narran el fatídico femicidio de una bebe, Isabelita, a manos de su padre, siete décadas atrás. El profesor Ariel Ramírez investiga el hecho policial y advierte de la relevancia del mismo. El 26 de enero del año 1948, Punta Alta fue noticia en medios nacionales por el ominoso crimen. El profesional de la historia se expresa con claridad y compromiso: “La niebla del olvido cubrió con su manto a todos sus protagonistas, al poco tiempo el barrio fue injustamente demolido por la Armada Argentina. Hoy un dorado pastizal cubre la escena del crimen, un aljibe olvidado donde la ahogó. Algunos vecinos dicen que ciertas noches de verano creen escuchar lamentos y sollozos de una niña en las cercanías del mar, donde hace 71 años atrás, fue asesinada la criatura de apenas 9 meses de vida”.

   Los testimonios a lo largo del tiempo repiten visualizaciones incómodas; una beba sola, en la inmensidad, mirando la nada; una mujer de espaldas arrullando aparentemente a la niña en brazos, a veces inanimada y contrariando a los testigos incautos; otras veces la misma mujer levantando a la beba con ojos desorbitados (escena narrada por muchos testigos en la madrugadas estivales) inquiriendo en silencio, causando terror.

   Entre muchos alegatos, valoramos el que nos brindó Andrés Obregón, un rosarino radicado en Mar del Plata quien, en la década del 80, vivía con su familia en Bahía Blanca. Su novia de aquel entonces, Carla (nos pide que no digamos su apellido; cortesmente asegura no tener comunicación con ella desde hace años) vivía en la Base Naval, por lo que las “Eternas Noches de Verano” solían dirimirse entre visitar la pileta de suboficiales y la playa. Aquella noche de febrero de 1989, Andrés, con 19 años, había pasado a buscar a “su chica” (como él la nombra) para compartir un momento entre amigos en Arroyo Pareja. Si bien eran tres los autos que “en caravana” iban a dirigirse al espacio costero, ellos se habían adelantado.

   “Queríamos llegar antes para buscar un buen lugar, había muchos tamariscos en aquella época, no como ahora…”, expresa el entrevistado.

   Andrés toma mate despacito. Cambia la yerba y repite, como extraña letanía, la vivencia: “Estabamos en el auto, hacía mucho calor y no se podía estar adentro del Taunus. Mi viejo había cambiado el tapizado hacía poco, por lo que con mi novia teníamos que cuidarnos de no fumar adentro. No tanto por el olor a tabaco, sino por si caía alguna “brasita” y se quemaba el asiento. En la playa, abríamos las puertas y poníamos música. La flaca era fanática de Bon Jovi, así que el cassette daba vueltas de los dos lados hasta irnos”. El actual agente de seguros se quita los gemelos de los puños de la camisa y reflexiona sin descuido: “Siempre digo que esto se le puede decir a muy pocas personas. Me han tomado por loco, y de hecho lo he contado muy poco…”.

   Sin abundar en detalles (quizás producto de una impresión que persiste en él), Andrés refiere que estaban solos en la playa. Eran aproximadamente las nueve y media de la noche, pero recuerda con impresión que no se oían a los grillos. Carla había puesto “a todo lo que daba” una canción que le fascinaba, “Bad Medicine”, y la bailaba frenéticamente hasta que se detuvo abruptamente, visiblemente horrorizada.

   “Yo no te puedo explicar la cara de la flaca –asegura Andrés– la vi pararse de golpe, mirar hacia adelante muy inquieta y, como yo estaba adentro del auto, no llegaba a ver qué había visto”.

   Carla estaba inmóvil. La musculosa con motivos de Alice Cooper, la minifalda de jean con apliques de guitarras ya no tenían sentido. Profundamente shockeada, se asemejaba a una cariátide endemoniada que elegía la rigidez para gritar su impresión.

   Delante de ella, una mujer deslucida y cadavérica, envuelta en una mortaja gris, le sonreía mostrando una boca desdentada. En la mano derecha parecía tener un atado de ropa, pero al levantarlo, al “cargarlo en brazos”, algo se movió en su interior. Entre sollozos pero “como hipnotizada”, Carla vio como la siniestra mujer arrullaba un “bebe que parecía un muñeco desarticulado, porque no se movía”, cuenta con visible angustia Andrés.

   El cuerpo menudo, pequeño, tenía una incandescencia inolvidable. La parálisis del miedo de Carla dio paso a un irrefrenable ataque de histeria; la criatura que la mujer levantaba en brazos mientras pronunciaba palabras ininteligibles y se blanqueaban los ojos, parecía una muñeca de losa. Una expresión de máscara tajante enmarcaba los ojos extraviados que parecían hincarse sobre Carla. La beba, si cabe llamar así a la mortuoria aparición infantil que comenzó a llorar con rasposa benevolencia, levantó los pequeños brazos como pidiendo auxilio, mientras un hilo de barro líquido caía de la boca.

   Carla cayó de espaldas temblando, llorando sin consuelo; la mujer espectral gritó y Héctor patinó hacia atrás, volviendo a incorporarse rápidamente, tratando de asistir a Carla.

   Las luces altas de un auto entrante en la curva principal del acceso a la playa, los hicieron voltear rápidamente. Detrás de esos faros, otros; un Peugeot 504 y un Renault 12 entraron en la escena, borrando con los haces de luz y polvo en suspensión cualquier resquicio sobrenatural. Los amigos de ambos habían llegado. Las apariciones habían desaparecido.

   Visiblemente impactados, conmovidos y vulnerables, rompieron en llanto. A diferencia de lo que hubieran creído, sus amistades respondieron con contención y silencio. Uno de ellos, Claudio, expresó haber vivido experiencias similares, animándose a contar lo que relacionó con lo que contaban Andrés y Carla; indefectiblemente les contó la historia de “Isabelita”, detallada a él por su abuelo; parte de la remembranza de un pueblo olvidado, borrado de la historia, como la infausta muerte de una infanta.

   Andrés asegura no haber vuelto a vivir una experiencia similar. Otros quizás, callan por impresión, por vergüenza, por confusión. Mientras observo el caso, compilo el material para la publicación, le sirvo un café al profesor Ramírez, quien me acerca un recorte de la época, la crónica policial del testimonio del asesino: su espantosa declaración en primera persona; descripción de como mató a su propia hija: “-legué hasta el pozo. Me incliné con Isabelita que todavía lloraba desconsoladamente. La introduje con cuidado y se hundió en el agua. De inmediato me retiré y solamente pude escuchar el ruido de los manotones que daba al ahogarse. Luego fue todo silencio. Regresé a mi pieza apresuradamente. A los 50 metros tropecé y caí. Esto me impresionó un poco porque creí que algo sobrenatural me perseguía. Por momentos creí sentir el llanto de mi hijita. Cuando llegué me acosté nuevamente”

   Fue condenado a cadena perpetua hasta que murió.

   ¿Seguirá escuchando el llanto de su hija desde las profundidades del infierno?