Memorias de una bestia lunar
Hay un testimonio bahiense que abre el debate sobre la veracidad de la licantropía, o el extraño fenómeno de los hombres lobo.
Fernando Quiroga / Especial para "La Nueva."
Después del fallecimiento de Raúl Regueiro, reconocido “brujo blanco” de la región, con el cual me unía una gran amistad, narraré (después de que él me lo pidiera), y no sin cierta impresión, el testimonio del Vasco Rosendo Olarriaga, nicoleño y nómade, estibador whitense al que entre los muelles llamaban el ‘vasco aindiado’, porque aseguraban que en noches de juergas y alcohol, entre naipes y reyertas, confesaba que el apellido de su madre era Napalpí, del pueblo Quom.
Como fuere, compartí una entrevista con él en ocasión de su cumpleaños número 75. Nos habían contactado amigos en común; aseguraban que la historia que él tenía para contar era una que a mí me iba a encantar acopiar. Estaban en lo cierto.
El exlaburante portuario, en el fluir de la noche, del vino y del asado, se me fue acercando con parsimonia y reticencia; la historia me la refirió con la mayoría de los detalles que podía recordar.
Me habló de una mujer y del desvelo que le produjo; y que sábado a sábado, volvía persistentemente al mismo lugar para conquistarla, una cantina en Ingeniero White. Ella lo alejaba manifestándole que lo iba a lastimar. Llamado a desafíos, el estibador redobló la apuesta y se propuso conquistarla definitivamente.
Sin embargo, devino el caos cuando un sábado de persistente lluvia y olvido, la muchacha no apareció por la cantina. Rosendo preguntó a diestra y siniestra por ella y nadie le contestó lo que esperaba, o quizás nadie quiso hacerlo. Un parroquiano de la barra le susurró al pasar que era mejor no saberlo, situación que le valió un duelo bizarro a trompadas y cuchillo; pensando lo peor. Los del lugar lo contuvieron; y de ronda en ronda, apagando las penas con el alcohol, hicieron lo propio para calmarlo, por lo menos hasta que en el marco de la puerta, embarrada, desgreñada y hostil, la joven apareció. En Rosendo renació la euforia y también la preocupación. ¿Por qué parecía haberse accidentado? Días más tarde fueron reportados unos crímenes que correspondieron a esa noche; era un milagro que Amanda, así se llamaba la bella muchacha, no haya sido víctima de la misma locura urbana.
El mismo hombre con el que Rosendo se había trenzado, un mercachifle andariego y vivaz, le dio un dato impostergable.
“El taura se me venía y yo lo dejé hablar, parecía sincero. Me dijo que ‘la Amanda’ tenía algún tipo de enfermedad, que no me asustara, que no era contagioso, pero que me podía hacer mucho mal si no se la curaba”, me contó el estibador, cerca del alba. Me cuenta que lo escuchó con sigilo, pero con la atención que sostienen los que presencian causas de vida o muerte. El mercachifle le dio un nombre y una dirección de la vecina ciudad de Punta Alta, un hombre al que llamó ‘santo’, y que le dijo que se entendía muy bien con aquellas ”cosas del espíritu”. Sin más, le garabateó un nombre en una servilleta marcada con la medialuna húmeda de un vaso de vino: ‘Raúl Regueiro’.
Era una madrugada histriónica de borrascas, pero el espíritu inmanejable del ‘Vasco Aindiado’ superaba los elementos con determinación. Discó el número de teléfono indicado, en una vieja carcasa de Entel, al costado del salón, asintió todo lo que su interlocutor dijo, tomó de la mano a Amanda, y manejó su Rambler verde, cruzando 30 kilómetros hacia el sur.
Lo esperaba en una modesta vivienda, un poco macabra, un hombre joven de ojos audaces parecía salido de una película de suspenso: vestido de negro, con botas texanas y diversos chirimbolos en la mesa. Sin decir palabra, observó a Amanda; en su mirada, no sólo escanciaba la comprensión, también un hálito de misterio y alarma, los nublaba. De repente, en el recuerdo de Rosendo, “El Brujo” se pone de pie y dice: “Hoy es luna nueva, no es un buen día para solucionar las cosas; no se qué puede pasar, pero traémela mañana de día", le refirió a Rosendo con autoridad. Amanda subió al Rambler con urgencia, respirando con fuerte agitación. Le pidió al Vasco que la lleve a un descampado; estaba fuera de sí, aseguraba que necesitaba vomitar. Rosendo, neófito de la zona giró por el barrio Nueva Bahía Blanca, en Punta Alta, y su auto se quedó en un barrial de la calle Río Negro, cerca de la Ermita de San Cayetano. Ella salió como despedida por la puerta. Corría, se arrancaba la ropa y se arañaba la piel, gritando. Rosendo también ‘se eyectó” del auto e intentaba seguirla entre la lluvia.
De repente vio en la oscuridad una especie de túmulo que cambiaba de forma; en el espacio que clareaba sobre el pastizal, la forma ovoide se espigaba entre chasquidos y siseos.
"¿Quién anda ahí?", gritó Rosendo, y conforme a lo que le dictó la memoria ancestral, tanteó el bolsillo buscando un escapelo que solía usar en el puerto. Frente a la boca oscura de la nada se levantó una sombra jadeante, una oscuridad dentro de otra, con un rugido pasivo que asemejaba una respiración bestial.
Desde donde antes había perdido de vista a Amanda, se izaba lentamente entre la hojarasca y la ruina; el horror inapelable de una bestia silenciosa. Rosendo recuerda el ancho pecho salvaje, el vapor de las fosas nasales y el recortado perfil de unos dientes descarnados, que le arrancó lo poco que le quedaba de valor. Trastabilló y el claro de luna nueva le abrió el llano a sus ojos para contemplar la abominación. Un cánido, una criatura irreal, pero tan tangible como su temblor, se erguía a casi cincuenta metros.
"Yo no sé por qué -recuerda Rosendo- Pero pensé que esa cosa le había hecho algo a Amanda, así que la llamé con todas mis fuerzas… ¡Amanda! ¿Estás bien?".
La criatura se dibujaba en vertiginoso contraste en la noche parca, sobre todo cuando giró hacia Rosendo. El entonces muchacho vio claramente la actitud animal desafiante y la voracidad latente cuando se irguió en dos patas, acomodando el rostro impreciso, para mirarlo con dos brasas encendidas en el lugar de los ojos.
Cuando pasó eso, yo me abandoné al miedo, intenté correr y un brazo me paró en seco, primero forcejé, hasta que me di cuenta que ‘el Raúl’ estaba al lado mío.
Raúl Regueiro se levantaba desafiante al lado de Rosendo, y algo de profeta tenía su semblante gris:
"Andate para el auto", me dijo con autoridad, y corrí escuchando una especie de bramido, de aullido, que se yo... parecía ser lo único que llenaba noche, cubriendo todo.
Según la descripción del propio Raúl años después, la criatura frente a sus ojos lo superaba en más del doble de su altura; si alguien hubiese visto la escena de perfil, hubiese podido apreciar una criatura desmesurada dispuesta a saltar sobre él. Huracaneando sombras, el Lobo gigantesco corrió hacia ”El Brujo”, quien parecía en trance con la palma derecha abierta y enhiesta sobre el pecho. Atizando la oscuridad con ojos familiares, arrojó desde su mano izquierda un puñado de sal sobre la tierra, mientras pronunciaba extrañas letanías.
La carrera de la bestia cesó de repente, desplomándose entre rugidos pavorosos. Rosendo, que había parado de correr, volvió sobre sus pasos con el firme propósito de buscar a Amanda en el medio de esa locura, para vivir, sin quererlo, un hecho tan inolvidable como imposible de creer, aún presenciándolo. En la loca carrera, cuando llega al lugar donde Raúl, hincado, parecía acariciar al monstruo que minutos antes se había abalanzado sobre él, vio, con una clase de horror sagrado, como la figura oscura de la bestia, iba trocándose lentamente, cambiando, para darle paso al débil y enfermizo cuerpo de Amanda...
“En ese momento yo me largué a llorar, presión, no me podías mantener en pie así que me senté en la tierra como cuando era pibe, a lo indio. Me acuerdo que me tapaba la cara, y Raúl me ponía la mano en el hombro. Al rato recuerdo, haber visto a ‘mi brujo’, llevándola en brazos a Amanda al auto, y después nada más”
El shock revelador de lo sobrenatural, nada tiene que ver con cualquier otra experiencia vivida en nuestras vidas. Amedrenta del alma comprender definitivamente que, a partir de esa terrible revelación, incluso nuestra cosmogonía deja de ser igual.
Rosendo nunca más volvió a ver a Amanda; ella así lo quiso. El la buscó incansablemente, e incluso Raúl, con quien tejió una gran amistad, le advirtió que no iba a volver a verla jamás. Él ocultó su paradero.
Cuando tuve la oportunidad de abordar la anécdota con Raúl, recuerdo sus palabras imborrables: “No fue una historia de un hombre lobo. Fue mucho más. Es el triste relato de una Mujer Lobo, que habla de valor, de amor, y porque no de un secreto consensuado, tan fuerte que por más que lo develes, nadie lo va a creer”.