El horror de la Dama de la Lluvia
La novia de Villa Arias o la Dama de la Lluvia, es una reciente leyenda urbana basada en un testimonio de José Horas, ex remisero, fallecido hace una década en Punta Alta.
Por Fernando Quiroga / Especial para La Nueva
Los hechos que narraremos a continuación tienen un tiempo y un espacio definidos. Punta Alta y Villa Arias, hacia 1996. En la esquina de la confluencia de frente a la histórica Casa Barbieri (antes que esta se convirtiese en el Archivo Histórico) había un vivero.
Allí, había una parada de la vieja línea “279” a Bahía Blanca, por lo que era común encontrar pasajeros a todar. Sin embargo, las tres de la madrugada (hora ‘nefasta’ en las creencias secretas y cultos abominables) en invierno, y en día de semana, no resulta un momento muy común para encontrar habitúes del transporte. Con una helada en plenitud y una dama ‘poco usual’ aguardando ser trasladada, la vivencia parece perderse en la penumbra de las historias recientes y malditas.
José trabajaba de remisero, estaba por terminar el turno en la agencia (hoy inexistente) “Remis Mar”, y tenía como costumbre dar una ‘última vuelta’ antes de dar por finalizada la jornada laboral.
“Cuando iba acercándome a la esquina de Humberto y Mitre, me pareció raro ver a una mujer sin abrigo, con vestido gris y largo. Si bien la figura no parecía desgreñada, recuerdo que me produjo cierto escozor; algo inquietante tenía”.
Sin embargo, sin pensarlo redujo la marcha, alzó luces y bajó el vidrio del acompañante:
“Necesita que la lleve?” - se escuchó diciendo, y sin pronunciar palabra, la mujer comenzó a acercarse al auto.
Era tarde, tenía sueño y la lluvia hacía imprecisos los detalles; no obstante tomar registro de que la presencia era muy extraña, fue muy fácil: “Tenía el pelo recogido a la usanza de nuestras abuelas; no sé cómo explicarlo. Los rasgos duros del rostro parecían como los de una foto ‘en sepia’. Llevaba un cuello alto, tenía como unos motivos bordados; la lluvia le pegaba en la cara, en los hombros, y ni pestañeaba...muy rara”.
La dama se acercó al vidrio bajó y le habló con tono grave: “Voy a ‘General’ Arias” - dijo, con un acento excepcional, como de extranjera. Pero más extraño fue el remate de la frase: “a la capilla”.
“Uno nunca pregunta, en una de esas vivía al lado, o la esperaban ahí; no iba a preguntarle qué iba a hacer en la Iglesia a la madrugada”.
La mujer ingresó al remis empapada, también de misterio, y comenzaron el derrotero de 8 kilómetros hacia Villa Arias.
“Cuando dijo ‘General’ Arias, pensé que era extranjera, o al menos de otra provincia, en Punta Alta es muy común por la Base Naval ver personas que desconocen las denominaciones locales”. El dato pasó, pero lo que lo subyugó e incomodó al mismo tiempo, fue la impresión: “Parecía salida de un museo, el vestido parecía antiguo y un poco extravagante” pero algo captó la atención de José.
Pareciera hasta kitch afirmar, que la mujer tenía un ramillete de flores secas, sin embargo el recuerdo era palpable para el entrevistado: “Llevaba entre las manos lo que yo creía que era un plantín”. La seguidilla del reflejo de luces de la calle se remarcaban en lo amarillento y ajado de las flores, como si hubiesen sido extraídas de un florero seco de cementerio. Llovía en la ruta, y a la altura del quincho de Luz y Fuerza, la mujer abrió el vidrio y la tormenta se desencadenó adentro: “la veía por el retrovisor como asomaba el rostro hacia la lluvia, y las gotas cargadas le golpeaban el rostro”.
José le pidió que cierre el vidrio. Lo hizo con indolencia y miradas inesperadas coronaron la incomodidad.
Al entrar a Villa Arias, 20 años antes del asfaltado actual de ingreso, era casi imposible transitar. A duras penas, sorteando cuadras inundadas, el duna rojo que manejaba José se abrió paso y frenó frente a la capilla de la comunidad. El conductor respiró profundamente y el estupor lo tomó sin medida: “Miré por el retrovisor para pasarle la tarifa y ya no estaba. En ningún momento había abierto la puerta, no la había oído; no estaba, se había esfumado como si nunca hubiese subido”. Embargado por el terror, José abrió la puerta y salió a la intemperie.
Había estacionado en el medio de la calle, lo separaban de la entrada de la capilla diez metros y al mirar hacia la puerta de la misma, la vio. La mujer estaba de pie, altiva bajo la lluvia, escudriñándolo con ojos inertes, desafiante.Se acercaba y parecía no caminar, sino deslizarse. Sin mirarla, gritando desesperado, entré al auto. Me golpeó el vidrio y arranqué sin verla”.
En un giro peligroso, casi cerca de un inesperado poste de luz, quedó enfrentado, a cierta distancia de la fachada de la Iglesia. Allí la vio de lejos, aún escrutando el auto, girando sobre sí misma y atravesando la pared del espacio de fe.
Escapó como nunca lo hizo y jamás volvió a saber de la aparición.
Dicen que una mujer despechada decidió ahorcarse y entregar su alma a Huey cufú, el demonio de la sal de los antiguos pobladores del lugar. Pero solo son leyendas, que muy de vez en cuando, deciden subirse a nuestra realidad y manejar vehementemente camino a nuestra confusión y desconsuelo.