Bahía Blanca | Sabado, 27 de abril

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25 de junio de 1806: ¡Desembarcan los ingleses!

1.565 hombres de tropa del imperio británico, con seis cañones y dos obuses, llegaron a Punta de Quilmes. Pasaron su primera noche entre los pajonales costeros. Los escasos soldados americanos movilizados para detener el avance, unos quinientos milicianos y cien blandengues, fueron rápidamente superados y ese primer choque, además, desbandó también a otros refuerzos enviados. William Carr Beresford sintió entonces que tomaría Buenos Aires sin demasiados inconvenientes. No le faltaba razón.

Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."

   Los ingleses desembarcados marcharon a paso sostenido hasta el puente sobre el Riachuelo, en las Barracas. El día 27, ante la evidencia de que el avance parecía incontenible, el virrey, el marqués de Sobremonte, se retiró hacia la actual zona de Floresta. Ese mismo día, Beresford, casi de paseo con sus huestes, miró el caserío, se muestra complacido e ingresa en la ciudad.

   Sobremonte –cumpliendo directivas vigentes– dispuso que los caudales públicos marcharan hacia Córdoba y él con ellos, para instalar allí un gobierno provisional. Su imagen en el pueblo, sin embargo, queda deslucida. Un texto que reproduce John Street describe al Virrey: “Ingredientes de que se compone la quinta generación de Sobre Monte: un quintal de hipocresía, tres libras de fanfarrón, y cincuenta de ladrón, con quince de fantasía, tres mil de collonería; mezclarás bien y después en un gran caldero inglés, con gallinas y capones, extractarás los blasones del más indigno marqués”.

   La ciudad se abandonó a los ocupantes sin pelear y ni siquiera se tuvo el cuidado de organizar la retirada de las tropas, que dejaron sus pertrechos en el Fuerte --entre ellos, 106 piezas de artillería-- a merced de los invasores. Las tropas británicas alcanzaron los suburbios a las tres de la tarde y una hora después Beresford ingresó en el Fuerte, ubicado donde hoy se encuentra la Casa Rosada, por entonces, a orillas del río de la Plata.

Belgrano y Moreno, contrariados

   Aunque la población de la ciudad destruyó sus armas para no entregarlas, y pese a que los coroneles Mesa y Cabello debieron intervenir para evitar desbordes, la entrega del poder fue rápida. Manuel Belgrano en su autobiografía, y Mariano Moreno en la crónica respectiva, dejaron testimonio de aquellas horas aciagas: “Mayor fue mi incomodidad –describió el entonces secretario consular y posterior creador de la bandera argentina– cuando vi entrar las tropas enemigas, y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no se apartó de mi imaginación, y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza: me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo, en tal estado de degradación, que hubiera sido subyugada por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford”.

   Por su lado, quien será después secretario de la Primera Junta analizó la situación en su Diario: “Los pueblos que dependían de esta capital [...] admirarán que en cuarenta y ocho horas haya podido conquistarse un punto tan interesante: crecerá su sorpresa al oír que los conquistadores no llegaron a mil y seiscientos: no podrán concebir que tan corto número de tropas haya subyugado fácilmente un pueblo de sesenta mil habitantes; y todos anhelarán la verdadera causa de este extraordinario acontecimiento”.

   Más extraña aún les debe haber resultado a estos dos hombres que serán protagonistas decisivos de la Revolución de Mayo, la conducta de la mayoría de las corporaciones –el Cabildo, las autoridades religiosas, los principales comerciantes– que, con increíble obsecuencia, rindieron pleitesía y juraron obediencia a SMB (Su Majestad Británica) en los días siguientes. Un Belgrano indignado, que optó por retirarse con sus sellos consulares reales a la Banda Oriental –lo mismo hizo su compañero y primo Juan José Castelli que también optó por esconderse–, dejó su reflexión sobre la “clase decente” porteña, no exenta de menosprecio: “El comerciante no conoce más patria ni más rey, ni más religión, que su interés”. Belgrano desnudaba así el “principio” que movilizaba a algunos de sus conciudadanos, porque la principal promesa de Beresford era instaurar el libre comercio equiparando Buenos Aires con el resto de las colonias británicas. En realidad, lo único que podía otorgar el jefe inglés era el estatus de colonia inglesa en reemplazo del de colonia española.

Beresford gobierna y “la caja” va a Londres

   Vista la situación, mucho más sencilla que lo esperado –y, si se quiere, hasta acogedora--, Beresford asumió el control político, militar y económico de la ciudad y permitió que el resto de las instituciones (administrativas, judiciales, religiosas) mantuvieran su funcionamiento tradicional. Mientras Sobremonte, al frente de cerca de dos mil hombres y transportando el tesoro real, tomó rumbo hacia Córdoba para instalar allí una capital provisoria. El mal estado de los caminos por las lluvias de otoño-invierno motivó que decidiera dejar el tesoro el Luján, pero la mayoría de los milicianos porteños abandonaron la partida, negándose a abandonar sus hogares.

   Una vez que el jefe invasor tomó oficialmente la capital virreinal los comerciantes porteños le ofrecieron los caudales públicos a cambio de la devolución de las embarcaciones que había tomado y de los capitales privados que Sobremonte había tomado. Escribieron al virrey, pidiéndole la entrega del tesoro que se había llevado, y guiaron a los ingleses hasta el cabildo de Luján. Allí los invasores se apoderaron del tesoro, enviándolo inmediatamente a Londres. Las Cajas Reales y los fondos de Tesorería de la Real Hacienda y el Consulado, fueron depositados en el Narcissus para ser enviados a Gran Bretaña donde, tiempo después, se los paseó triunfalmente por las calles de la capital inglesa camino a las bóvedas de un banco sin saber que ya hacía un mes que los porteños habían recuperado la ciudad.

El desengaño, la reconquista

   Sin embargo, a poco de andar, amplios sectores que habían depositado esperanzas en el nuevo poder se desengañaron: el libre comercio no era una panacea, los esclavos no fueron liberados, y nada hacía presumir que Beresford anhelara hacer una república y, menos, desatar una revolución. “Amo por amo –analiza Bartolomé Mitre–, debían preferir al que ya conocían” y con el que compartían cultura y tradiciones. Cornelio Saavedra, nombrado poco después jefe de los Patricios, acotó en sus Memorias que “pasado el primer espanto que causó tan inopinada irrupción, los habitantes de Buenos Aires acordaron sacudirse del nuevo yugo que sufrían”.

   Los españoles que se beneficiaban con el monopolio comercial y la burocracia monárquica eran, sin duda, los dueños de la posición más clara, desde el principio. La confluencia de “resistentes” a la invasión tomó forma y se encarnó en tres hombres: Santiago de Liniers, que viajó a la Banda Oriental a reunir fuerzas con el jefe militar Pascual Ruiz Huidobro; Juan Martín de Pueyrredón, que organizó a los criollos de la campaña, y Martín de Álzaga, uno de los españolistas más ricos de la ciudad. El 22 de julio, Liniers se puso a la cabeza de algo menos de mil hombres. Unos días después, Pueyrredón, con unos ochocientos voluntarios criollos, sus húsares, protagoniza el primer combate –una escaramuza, en realidad– en la cañada de Morón y los ingleses se anoticiaron del aviso: las jóvenes que saludaban su paso desde los balcones no eran la única cara de la realidad. Ese día, además, se dieron cuenta de que sin caballería no podrían combatir, y sin “socios locales” era difícil conseguir buenas montas. Para peor, casi ninguno conocía la lengua castellana... las conspiraciones se podían tramar en sus propias narices.

   Finalmente, Liniers, con dificultades, avanzó, y el 11 de junio se produjeron choques menores. El francés, ahora al frente de dos mil hombres, lanzó una encendida y patriótica proclama. A la mañana siguiente comenzaron los enfrentamientos. Los combates, aunque breves, fueron encarnizados y el avance de las filas hispanocriollas alentó a la población, que se sumó con desorden y entusiasmo. Se produjeron bajas en ambos lados, y la participación popular inclinó finalmente la balanza en favor de los locales. Beresford replegó sus fuerzas en el Fuerte y ordenó izar la bandera de parlamento. Acosado por la multitud, finalmente, se rindió y cerca de 1200 soldados británicos cruzaron la Plaza –que se bautizará después como “de la Victoria” y es la actual Plaza de Mayo– y entregaron sus armas. El pueblo de Buenos Aires, reunido por miles, es testigo de un hecho casi inédito: las entrenadas fuerzas británicas habían sido doblegadas por un ejército prácticamente improvisado y una muchedumbre combativa.

   “La reconquista de la ciudad –resumimos en un trabajo hace unos años-- costó 50 muertos y 136 heridos a los vencedores, incluyendo en la cifra diez y treinta respectivamente ‘del vulgo que se agregó en el ataque a tirar la artillería y acarrear municiones’ según el legajo que firmó Liniers el 16 de agosto. Los ingleses sufrieron 165 bajas y poco más de 250 heridos. [...] Beresford, el coronel Pack y otros siete oficiales fueron conducidos a Luján, los demás, repartidos en pequeños grupos, a Capilla del Señor, San Antonio de Areco, San Nicolás y estancias de la campaña. Los soldados fueron enviados al interior: 400 a Mendoza y San Juan, 50 a San Luis, 450 a Córdoba, 50 a La Carlota, 200 a San Miguel de Tucumán y 50 a Santiago del Estero. Fueron alojados en casas de familia y gozaron de una relativa libertad. Recibían un sueldo mensual y una cuota diaria para alimentación.”1

   La “Reconquista” se había consumado. El gran triunfo, mediante un Cabildo Abierto (o Congreso), se consolidará con la próxima caída del virrey Sobremonte acusado de cobardía y traición y la designación de Liniers, el nuevo caudillo de la ciudad, en un hecho inédito: la soberanía popular y los resortes democráticos del “contrato social”, iluminados por la revolución francesa y la constitución de los Estados Unidos, comenzaban a instalarse. Las armas de la revolución criolla comenzaban a forjarse. El Mayo de 1810, aunque nadie lo supusiera, se situaba en el horizonte.