Bahía Blanca | Martes, 16 de abril

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La muerte de Esteban Echeverría: tan romántica como su vida

Había nacido, casi, con el siglo, en el año 1805. Su paso por Europa trajo al Río de la Plata las ideas románticas en bogas en el Viejo Continente. Y murió joven, a los 45 años, viviendo como exiliado del rosismo en la vecina orilla de Montevideo. Esteban Echeverría es uno de los fundadores de la literatura americana.

Ricardo de Titto / Especial para “La Nueva.”

   En 1851, año en el que el poder de Juan Manuel de Rosas será cuestionado abiertamente desde Entre Ríos por el gobernador Justo José de Urquiza y cuando la oposición alojada en Montevideo comenzaba a prepararse para la campaña final contra el “tirano”, murió el más romántico de los enemigos del rosismo. De algún modo adelantó su destino en diversos escritos como si un verdadero romántico.

   Esteban Echeverría fue un hombre clave de la llamada “Generación del ’37”. Había sido uno de los primeros estudiantes de la Universidad de Buenos Aires, en 1822 y, entre 1825 y 1829, viajó por Europa y conoció –de rigor– París y Londres. A su regreso, con la firma de “Un joven argentino”, publicó dos poemas en La Gaceta Mercantil, “El regreso” y “En celebridad de Mayo”. La figura de Rosas estaba en pleno ascenso cuando Echeverría termina su primera obra romántica publicada en el Río de la Plata, Elvira o La novia del Plata. Su ropa, sus costumbres, sus ideas, le hacen conquistar un lugar en la sociedad rioplatense, posición que consolida cuando, en 1837, publica Rimas, un libro de poemas que incluye “La Cautiva” y con el que logra un gran éxito. A instancias del librero Marcos Sastre, se funda entonces el Salón Literario, de vida efímera: la librería es clausurada y sus libros, rematados. Para dar continuidad al proyecto se funda la Asociación de Mayo, y Echeverría es designado su presidente. En el acto de fundación lee las “Palabras simbólicas” –que se harán célebres–, base del Dogma Socialista de Mayo. El momento era difícil, coincidía con el comienzo del primer bloqueo francés y con el intento de los unitarios por recuperar el poder, que culmina, en el año 1840, con una intensificación de la represión a los opositores.

   Para los “hombres de levita”, Buenos Aires no era un lugar seguro. Los “cismáticos”, herederos del antiguo partido de Dorrego, se distancian del poder y se acercan a los jóvenes intelectuales influenciados por el Romanticismo entre los que, además de Echeverría, se contaban Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Miguel Cané, Carlos Tejedor y Juan María Gutiérrez. Ellos, desde los círculos literarios, buscaban nuevas formas y canales políticos de expresión y cuestionaban cada vez más abiertamente al régimen. Rosas siempre receló de esos “jóvenes afrancesados”, sin embargo no se puede decir que, por entonces, los miembros del Salón Literario, los redactores de La Moda –dirigida por Alberdi-- e, incluso, los semiclandestinos integrantes de la Asociación de la Joven Argentina, fueran sus enemigos políticos. Sin embargo, al aumentar las tensiones políticas, la mayoría de ellos partió al exilio; la mayoría buscó refugio en Montevideo; otros como Bartolomé Mitre y Domingo F. Sarmiento, marcharon hacia Bolivia o Chile.

   ¿Ni unitarios ni federales?

   Los jóvenes intelectuales que levantaban las banderas de Mayo reconocían en el federalismo vigente –no solo con Rosas sino en todo el interior del país-- algunas virtudes a la nueva participación política de los sectores “bajos” como una ampliación democrática. Pero una ciudad pintada de rojo punzó, con crecientes muestras de obsecuencia y de culto a la personalidad del dictador, no dejaba lugar para pensadores con independencia de criterio. La lógica rosista, divulgada por su esposa Encarnación, jefa de la Mazorca, se reducía a una máxima: “Está contra nosotros el que no está del todo con nosotros”. Así, el régimen expulsa de hecho a los jóvenes románticos: los convierte en “salvajes unitarios” y les da como opción el camino del destierro.

   Los exiliados, imposibilitados de una acción política directa, aprovecharon buena parte de su tiempo para elaborar trabajos literarios e intercambiar información sobre las novedades científicas mundiales. Los debates serían fructíferos y señalarían buena parte de las líneas directrices de la ideología argentina de las siguientes décadas.

   Esteban Echeverría había tomado la iniciativa de superar la dicotomía que separaba al país en dos bandos irreconciliables. En septiembre de 1846 –año en que publica el Dogma Socialista–, le escribió a Urquiza afirmando “no somos unitarios ni federales”, para invitarlo a que liderara la formación de un partido nacional que planteara una instancia superadora del rosismo. No se trataba, en consecuencia, de la frenética oposición al régimen que hacían periodistas como los hermanos Juan Cruz y Florencio Varela desde El Comercio del Plata sino propuestas trascendentes que apuntaban a organizar el país alrededor de un programa, como realizó Alberdi en las páginas de El Nacional.

   En 1847, Alberdi, desde La República Argentina 37 años después de su revolución abogó por sostener el orden político –mérito que atribuye a Rosas– y poblar el país con inmigración europea calificada para dar origen así a una sociedad nueva. Sarmiento, por su lado, en su Facundo, publicado en 1845 en El Progreso, en Santiago de Chile, planteó la contradicción de “civilización o barbarie” como el principal desafío nacional y colocó a los grupos federales y montoneros como los abanderados de la anarquía. Echeverría, Alberdi y Sarmiento fueron, sin duda, los tres principales ideólogos de la Argentina moderna: sus polémicas –sobre todo entre los dos últimos– serán decisivas para el futuro nacional.

   El preanuncio de su muerte

   Pero, junto con esta rica elaboración, Echeverría marcaba su destino con un sino trágico. En El ángel caído había dicho de sí mismo: “¿qué soy yo? Masa de lodo animada por lumbre y fugitiva / que un leve soplo apagará mañana”: Echeverría, que solía afirmar que conversaba con la muerte más de cien veces al día, y falleció un día de calor sofocante, en Montevideo. Era el 19 de enero de 1851. En su profusa correspondencia, durante veinte años, preanunció su final una y otra vez, como buscándolo: “Ahora me voy para un largo viaje del que no volveré más”; “esta maldita cabeza anda maleando hace año y medio y ahora me hace más falta que nunca, porque como creo que me voy a despedir del mundo, me ha dado la manía de dejarle recuerdos”; “estoy enfermo. Me parece que haré un viaje largo, larguísimo […] ¡Sabe Dios si nos volveremos a ver!”.

   Su repetido sueño se cumplió cuando apenas había cumplido 45 años. Sus pobres exequias, financiadas por el gobierno, despidieron con breves y austeras palabras de amigos a un hombre que había elegido en la vida ser nada más –o, mejor dicho, simplemente– un pobre poeta. Al caer Rosas y, en 1853, aprobarse la organización constitucional del país, su legado renació: en una de sus tantas predicciones sobre su propia muerte había dejado un obsequio etéreo para el redactor de las Bases, bosquejado, años antes en su Dogma Socialista: “Lego a mi amigo Alberdi el pensamiento, dado el caso de que me falte vida para realizarlo”, había escrito en el texto que se considera su testamento político.

   Muchos años después Pablo Rojas Paz, apoyándose en recuerdos de Bartolomé Mitre, contó que “un día entró un ejército al cementerio en donde reposaban los restos de Echeverría; los nichos fueron desocupados para servir de dormitorio a los soldados y los ataúdes abandonados en montón junto a los escombros. Nunca más se supo cuál de aquellos ataúdes contenía los restos de Echeverría”.

   A pesar de este antecedente, en 1905, cuando se cumplía el centenario del nacimiento del poeta, una comisión integrada por estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires, intentó repatriar sus restos. Las autoridades uruguayas dieron un informe final que sepultó definitivamente la iniciativa. Carlos María Urien escribió entonces en El Diario: “No es posible repatriar los restos del poeta, porque el muro que contenía el nicho que los guardaba se desmoronó cuatro o cinco años después de la inhumación –el 20 de enero de 1851–, lo que motivó […] que huesos, féretro y ladrillos reducidos a polvo, se confundieran, perdiéndose así las preciosas reliquias que hoy no pueden venerar los pueblos oriental y argentino, las naciones hermanas y amigas, que Echeverría, como poeta, unía con el vuelo de la inspiración y que el sociólogo hermanaba en los ideales de su patriotismo”. La noticia condenó a Esteban Echeverría a un definitivo y anónimo destierro. El héroe romántico, de algún modo, cumplió así su destino.

“Canto a la Luna”, en El ángel caído, de Esteban Echeverría.

¡Oh, Luna! ¿Qué eres tú? ¿De dónde nace

sin agotarse nunca en ti la vida?

¿Qué soplo animador, qué poder te hace

rodar, siempre rodar enardecida?

¿Eres masa de vívido topacio

insensible no más, o inteligencia

te dio quien te arrojara en el espacio

en muestra de creadora omnipotencia?

¿Anillo vivo por ventura tú eres

de la inmensa cadena que a los seres

del universo liga, y cual la mía,

cual la de todo ser, en la armonía

tu existencia concurre del Gran todo?

Imposible: Eres grande y siempre viva,

y ante ti ¿qué soy yo? Masa de lodo

animada por lumbre y fugitiva

que un leve soplo apagará mañana;

pero quizá no es cierto, y más lozana

brotará del no ser […]

¿Eres ojo de Dios cuya pupila

sobre este mundo infatigable vela,

y con luz benéfica y tranquila

lo conforta en su marcha y lo consuela?

Yo te amo, Luna; para el alma mía

herida de pesar e incertidumbre,

grata es tu natural melancolía,

tu silencio solemne y mansedumbre

tu blanca luz […] ¡Cuán bella me pareces

con tu corte de estrellas! ¡Cuántas veces

he sentido una calma bienhechora

al saludarte, ¡oh Luna!, como ahora,

en medio de la mar de varios climas,

en el norte y el sud; desde la popa

de soberbios bajeles; en las cimas

de los montes de América y Europa!

Y solo estoy, ¡oh, Luna!, y te contemplo

de pie bajo la bóveda del templo

magnífico que erige la natura

esta noche a tu espléndida hermosura […]