¿Quiénes somos los argentinos?
Malena Gainza
La verdadera historia de la Argentina no comienza con la revolución de Mayo de 1810, ni con la Declaración de la Independencia en 1816. Tampoco con la Gran Inmigración del siglo XIX, hito tentador para cierto revisionismo histórico que pregona que "los inmigrantes hicieron el país". Existe una larga cadena histórica desde la historia aborigen local, que se activa en el siglo XVI con la llegada de conquistadores y adelantados europeos (pioneros cuyo coraje sólo rivaliza con el de astronautas hoy volando a la Luna), quienes motorizaron la organización geopolítica de la Argentina actual a través de una descendencia que abarca entre 15 y 18 generaciones de criollos blancos, mestizos y mulatos, nacidos a lo largo de 5 siglos en nuestro suelo a partir de 1542 en el Virreinato del Perú, al que pertenecimos hasta crearse el Virreinato del Río de la Plata en 1776.
La real antigüedad del país estaría reflejada en que Buenos Aires fue fundada en 1536 (refundada en 1580), en que 12 de las principales ciudades argentinas datan del siglo XVI, igual que las primeras estancias. En que la Universidad de Córdoba, creada por los jesuitas en 1613, otorgó 2.278 títulos de grado entre 1613 y 1810, cumpliendo 4 siglos de vida este año, aunque la independencia del país recién cumplirá 2 siglos en 2016. Durante la epopeya de la primera colonización, etapa precursora de la patria que abarcó 3 siglos, nuestras pampas eran un inmenso desierto medanoso, surcado por esporádicas invasiones de tribus indígenas venidas desde lo que hoy es Chile bordeando los ríos, para apropiarse el ganado vacuno y equino traído de Europa en el siglo XVI, y secuestrarles mujeres y bienes a pobladores indefensos.
Pueblos originarios, europeos, criollos y africanos convivieron aquí trescientos años antes de 1810. Con sus luces y sus sombras, fueron tiempos de sacrificio y crueldad, de heroísmo y compasión, de masacres y mestizaje; de pestes, hambrunas, malones y guerras en un territorio salvaje. Cuesta imaginar que en la pampa húmeda no había caminos ni pueblos; menos aún hospitales, escuelas o templos de culto; ni siquiera los árboles que vemos hoy. Las distancias entre los escasos grupos humanos eran abismales, las comunicaciones un milagro. Si el general Roca hubiera fracasado en su Campaña del Desierto, jamás habría ocurrido la Gran Inmigración de los antepasados de la mayoría de los argentinos, que llegaron a partir de 1869 a un destino tanto más benigno, huyendo de guerras y hambrunas europeas.
En 1810 había 609.000 habitantes (incluyendo 200 mil a 300 mil indígenas rebeldes dispersos), 1.800.000 en 1869 con un 12% de inmigrantes. Entre 1880 y 1914 llegaron casi 6 millones, de los cuales se radicaron 4 millones. En 90 años, la Argentina multiplicó su población inicial por 10, mientras que la población mundial se multiplicó por 5. Y así, los descendientes de criollos pasaron a ser una minoría étnica y cultural (como extranjeros en su propio país), circunstancia que se acentuó con las Guerras Mundiales, cuando la población aumentó a 11,8 millones en 1930, y a más de 20 millones en 1960. Hoy, sólo el 25% de la población argentina proviene de auténticas raíces criollas, mientras que el 75% es nieto de cuatro abuelos inmigrantes.
Si bien es cierto que los criollos antiguos se mofaban del gringo , también es cierto que la Argentina, segundo país del mundo en abolir la esclavitud a partir de la libertad de vientres en 1813, acogió al extranjero sin distinción de derechos civiles respecto de los locales, y liberado de las prerrogativas de sangre que sí le imponía la nobleza europea. Pero el país carecía de infraestructura para alojar semejante aluvión poblacional y de ahí brotó, entre hijos y nietos de inmigrantes, un resentimiento social hacia todos los criollos ("vagos e ignorantes" respecto a culturas acostumbradas a esforzarse para subsistir), y hacia los criollos ricos en particular, por creer inmerecida su fortuna: al desconocer el extranjero nuestra historia local, ignoraba cuánto peor la habían pasado los bisabuelos y abuelos de quienes, gracias al esfuerzo de dichos antepasados, vivían circunstancialmente mejor que los recién llegados.
Quizás un sentimiento de inferioridad respecto a sus pares europeos llevó a la clase alta argentina a renegar de su identidad criolla, defendiendo a ultranza una cuestionable- blancura de piel. Esto alimentó el prejuicioso discurso populista local, que bautizó oligarquía a la descendencia de las familias fundadoras del país (a quienes otros países considerarían familias tradicionales o aristocracia), sin reconocer que en las venas de dichos oligarcas la sangre pionera corría mezclada con sangre india y también negra (basta mirar las caras con atención_), tanto por lazos legítimos como inconfesables: oligarcas y cabecitas negras son una misma familia, pues todos descienden de conquistadores a su vez emparentados entre sí. Y la relación entre ambos grupos sociales, en tiempos coloniales, fue menos discriminatoria de lo que pregona el imaginario popular.
La inmigración del siglo XIX transformó a la Argentina en "granero del mundo". La Sociedad Rural adoptó el lema de "Cultivar el suelo es servir a la Patria" en homenaje al gringo agricultor, que cambió nuestra economía. Antes, en un país enorme, lejos de los centros comerciales, ralo en habitantes y éstos sin conocimientos técnicos, sólo había sido viable la ganadería extensiva, no por capricho de "estancieros retrógradas" (según dichos panfletarios), sino por circunstancias demográficas y geopolíticas que impedían desarrollar otras actividades comerciales, aparte del contrabando.
La tecnología en los siglos XIX y XX fue tan revolucionaria para la humanidad, como promete serlo la biotecnología en el XXI: el motor a vapor hizo posible que, desafiando límites impuestos por la naturaleza, pueblos y culturas destinadas a no conocerse jamás pudieran converger en masa en la Argentina, cuyo vasto territorio facilitó la convivencia pacífica de diversas culturas enemigas, que florecieron y se cruzaron entre sí, en razonable armonía, hasta hoy. El lado positivo de esta historia fue el traslado masivo de mano de obra (agrícola primero y luego obrera) entre continentes lejanos, solucionando problemas de demografía. Y a partir del modelo industrial europeo, el nacimiento de una clase media en la Argentina. Pero también aceleró los tiempos de la Naturaleza, y cabe preguntarse si el crisol de razas del cual nos ufanamos los argentinos no habrá sido el primer experimento transgénico en escala masiva, cuyos efectos negativos no previmos y hoy nos martirizan.
Me refiero al atroz conflicto de identidad derivado de la coexistencia, en un mismo ser humano, de una herencia cultural paterna europea (sedentaria, estructurada, monogámica y monoteísta; que considera el trabajo, la propiedad privada y el ahorro como su modo de vida), y otra herencia cultural indígena por rama materna (nómade, poligámica y politeísta; que sólo acepta trabajar para comer; que desconoce la propiedad privada y el ahorro, porque todo es de la tribu y el cacique reparte a su antojo). Agreguémosle a este caldo exótico el condimento cultural de Medio Oriente_
Tales contradicciones mentales, ¿enriquecen o perturban? ¿Estarán detrás de nuestra dificultad para avanzar como país, donde media nación trabaja y ahorra, mientras la otra espera relajada una oportunidad para robar el fruto del trabajo ajeno? Sarmiento se empeñó en "educar al soberano", para desbloquear trabas culturales y neutralizar el recelo mutuo entre distintos grupos humanos. Pero su impulso inicial en pos de una identidad patriótica común fue desvirtuado por políticos que prefirieron sembrar rencores y cultivar el odio para cosechar votos, manipulando la política a expensas de la Patria.
En los últimos cien años, el progreso económico fue de los inmigrantes y su descendencia, mientras que los criollos en general se empobrecieron, pero el resentimiento persiste. El Día del Inmigrante genera mayor entusiasmo que el Día de la Tradición, y qué decir del postrado Cristóbal Colón este año en el ninguneado Día de la Raza_ Cada argentino tira para su lado. Se ha perdido (o quizás nunca existió) la noción de bien común. La Argentina era un país de pujante clase media, pero ahora las estadísticas reflejan que un millón de nuestros jóvenes no estudian ni trabajan. ¿Adónde fue a parar el sueño de "m'hijo el dotor?". La movilidad social ascendente es privativa de la política, la farándula y el fútbol.
Nuestra sociedad apunta al abismo. Vale más la posesión de un pasaporte de la Unión Europea que del nacional. Ya no hay malones pero sí piqueteros armados, turbas de barrabravas, robos, secuestros, muertes, narcoviolencia. Las villas de emergencia brotan y pululan replicando la precariedad de las tolderías. La sojización impulsada por un fisco voraz destruye la fertilidad del suelo. Sería imperdonable que nuestras pampas volvieran a transformarse en un inmenso desierto medanoso, surcado por tribus urbanas que salen del conurbano bonaerense siguiendo el curso de rutas destartaladas, para robar, violar y matar impunemente, mientras nuestros hijos y nietos vuelven a Europa, a refugiarse de guerras mafiosas y hambrunas argentinas, cerrando un ciclo de historia.
¿Quiénes somos los argentinos? ¿Cuál es nuestra esencia como tales? La cercanía del Bicentenario de la Independencia en 2016 invita a mirar hacia atrás. No para cultivar rencores, sino para examinar con ecuanimidad, y en el apropiado contexto histórico, los aciertos y errores cometidos a lo largo de toda nuestra historia. A fin de revertir esta decadencia irracional de un país que tendría todo para ser potencia mundial, salvo el sentimiento de hermandad entre compatriotas, y la perseverancia necesaria para cumplir nuestra vocación de grandeza. (Investigación histórica a cargo del genealogista Juan Etchebarne Gainza.)
Malena Gainza es productora rural. Reside en Santa Fe.