Bahía Blanca | Miércoles, 27 de agosto

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El destino entre las cuerdas

"¡Batuka lanai! ¡Batuka lanai!". ¿Qué significan hoy para nosotros, los bahienses, estas palabras? Nada. ¿Significaron algo alguna vez? Sí, significaron. Quizás si las hubiéramos escuchado hace mucho tiempo, cuando a pocas cuadras de la plaza Rivadavia ya imperaba el desierto, nos hubieran causado una impresión distinta.

 "¡Batuka lanai! ¡Batuka lanai!". ¿Qué significan hoy para nosotros, los bahienses, estas palabras? Nada. ¿Significaron algo alguna vez? Sí, significaron. Quizás si las hubiéramos escuchado hace mucho tiempo, cuando a pocas cuadras de la plaza Rivadavia ya imperaba el desierto, nos hubieran causado una impresión distinta.
"¡Batuka lanai!". Tal vez no las registre ningún diccionario y ni siquiera se escriban así, y solo se reduzcan a una mera percepción fonética. Carlos Rigoni es el único que las guarda en su memoria. Muchas veces las pronunciaba la bisabuela.



 La bisabuela Mauricia vivía en la tercera cuadra de la calle Blandengues. Solía contemplar la vida a través de la nube emanada de un toscano que pendía de sus labios, sobre la cascada oscura del vestido negro que le colgaba hasta el suelo. La bisabuela se llamaba Mauricia Olivera.


 Ahí, en Blandengues, tenía su modesta casa de gruesos ladrillos asentados en barro. Vivía sola, con la única compañía de una vieja y protectora escopeta. En el frente, la casa desplegaba su más preciado ornamento arquitectónico: la amplia reja artística que cubría la ventana.


 --La bisabuela ya era muy vieja cuando la conocí. Pero temperamento aún le sobraba --cuenta Carlos--. Su casa tenía un salón grande, en el que había funcionado una pulpería, que daba al frente. El piso era de tierra. Atrás, en el patio, había un aljibe. Y a mitad de cuadra ya empezaba el descampado.
"Cuando yo era chico, la bisabuela me contaba que hasta ahí llegaban los indios con sus lanzas, sin punta, para imponer respeto, en busca de provisiones.



 "A veces caían maloneando, y la bisabuela se atrincheraba en su casa; colocaba el elástico de la cama contra la puerta y sacaba a relucir la escopeta.


 "Cuando mis padres, siendo muy jóvenes, se casaron, no tenían dónde ir a vivir. Y como la bisabuela estaba sola, les ofreció una piecita. Ahí se instalaron y ahí nací yo.


 "Me gustaba hablar con ella. Un día le pregunté cómo eran los indios. Ella no necesitó pensarlo mucho para describirlos:
--Eran feos, sucios y daban miedo cuando venían a malonear, todos juntos, gritando "¡Batuka lanai! ¡Batuka lanai!".



 "¡Batuka lanai!"... Pronunciaba esas palabras con un énfasis que me hacía sentir miedo, como si en ese momento hubieran llegado de nuevo los indios maloneros.


 "La bisabuela Mauricia era muy religiosa y quería inculcarme su fe. Para lograrlo empleaba extraños recursos. En total fuimos cuatro hermanos, y ella siempre nos regalaba caramelos, que era lo que a mí más me gustaba. Una vez le pedí uno. Como respuesta, me llevó hasta el fondo del patio, donde había un gualeguay muy grande. Me hizo mirar hacia lo alto de la copa y, señalando con el dedo, dijo:


 --Allí hay una cruz. ¿La ves?


 "Vi, al trasluz del sol, unas ramas secas que formaban una cruz:


 --Sí --le contesté.


 --Bueno, mirala y decí: "Tata Dios, tíreme caramelos".


 "Volví a mirar las ramas en cruz y, en voz alta, le pedí a Dios que me tirara caramelos. Y ella, tratando de ocultar su mano a mi espalda, comenzó a arrojarlos disimuladamente hacia arriba. Y me observaba para comprobar la eficacia de su procedimiento. Yo no dije nada. Pensaba en lo rara que era la bisabuela.


 "Como no tenía los papeles de la casa, ni escritura ni boleto de compra, un día se apareció un rematador y colgó de la pared un cartel que decía:


  'Se vende'.


 "La bisabuela no tardó un instante en arrancar el cartel, revolearlo y tirarlo al medio de la calle. El rematador no apareció más".

Y las chatas volviendo al corralón




 
Enfrente de la casa se había instalado la Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, y en su escuelita empezó Carlos la primaria. Entreverado con el idioma del Dante, llegó a tercer grado y pasó a la Escuela Nº 6. Cuando, ya adolescente, probó el secundario en la Escuela de Comercio, decidió desistir de las aulas. Entonces su padre le mostró la opción restante: el trabajo.



 Desde ese momento comenzó a mirar la ciudad desde otra altura, proporcionada por el elevado piso de una chata. Su padre tenía una flota de carros que llevaban y traían cargas del puerto. Para Carlos el escenario cambió. Y el día también, porque ya no empezaba con los primeros rayos tibios del sol abriéndole los ojos, sino con las primeras brisas de la madrugada cortándole el sueño.


 --Nos levantábamos a las 4, y nos íbamos al corralón para atar los caballos. Cinco en cada chata: cuatro cadeneros y el varero, que era enorme.


 "Y salíamos por el empedrado, al tranquito. En Villa Rosas parábamos frente a un boliche donde mi padre tomaba una caña, y luego seguíamos hacia el puerto.


 "Llegábamos a eso de las 7, y ahí los peones se ocupaban de la carga. Cabían en cada chata hasta cien bolsas de setenta kilos.


 "Cargábamos de todo, azúcar, aceite de oliva que venía de Italia, bacalao de Noruega, y volvíamos por el empedrado para descargar en las barracas y en los depósitos de los mayoristas.


 "En invierno íbamos al campo, por caminos de tierra, a buscar lana. La chata volvía repleta de fardos, hasta el tope. Parecía una torre, y había que enganchar dos caballos más, los balancineros, que desde los costados mantenían el equilibrio para que con el balanceo no volcáramos.


 "Cuando a la tarde regresábamos al corralón, teníamos que bañar y separar los caballos y manguerear los patios.


 "Ni bien llegábamos de vuelta a casa, mi padre cumplía siempre el mismo ritual. Después de bañarse preparaba una ensalada de cebolla, se sentaba a caballito sobre un banco largo, en el que apoyaba el plato, y la comía.


 "Cuando terminaba, se iba a jugar al mus en el boliche, y yo lo acompañaba. Yo disfrutaba mucho escuchando los gritos y las exclamaciones de los jugadores. Después volvíamos para cenar, acostarnos y madrugar de nuevo.


  * * *


 ¡Cuánto cambió desde entonces el mundo!, parece decirse Carlos. Todo era distinto.


 --Una vez terminamos de cargar en el puerto y, al pegar la vuelta, mi papá le preguntó a un empleado nuevo si se animaba a manejar una de las chatas. Dijo que sí, que tenía experiencia. Le dio una chata que traía aceite de oliva de Italia en cajones. Unos 7.000 kilos.


 "Nosotros nos adelantamos por el empedrado, y al entrar en Bahía nos desviamos, como de costumbre, por Donado. Pero el otro, en vez de doblar siguió la línea del empedrado y se metió en el puente Colón. A mi padre no se le ocurrió advertirle que no fuera por ahí.


 "Las chatas tenían unos frenos a manija que accionaban sobre la rueda, y tardaban en responder. Este hombre encaró bien la subida. Pero cuando agarró la bajada, la chata cobró cada vez más velocidad. Y no hubo forma de pararla, hasta que arrastró a un cadenero y se detuvo después de unas cuadras, con los caballos revolcados y la mercadería desparramada en la calle.


 "Otra vez, mientras íbamos al puerto, mi padre vio hacia el Oeste una mancha oscura y de inmediato hizo la advertencia. Nos metimos abajo de la chata, y desde ahí vimos pasar el campo y la ciudad por encima de nosotros. Chapas, árboles, gallinas, tierra, todo volaba. Las tormentas de viento eran muy frecuentes entonces.
"La chata tenía una sombrilla alta, plegada sobre el suelo, que levantábamos para contrarrestar el sol del verano o la lluvia. Pero ese día no sirvió de nada".

La cuna de las guitarras







 Muchas horas de la adolescencia de Carlos transcurrieron en el potrero de Blandengues y Güemes, tratando de hacer malabarismos con la pelota de trapo y soñando con jugar alguna vez en Primera. Y si era posible, en el gran equipo de Olimpo.


 Y el sueño del pibe se le dio. Empezó jugando en las inferiores hasta que llegó el día anhelado: debutó en Primera, en la cancha de Rosario. Glorioso domingo. Los 18 años le flameaban en el corazón. Tal vez faltando un minuto pudiera quebrar el marcador, como evoca el tango.


 Nunca olvidaría ese partido. Pero no por glorioso. Y tampoco porque metiera el gol de la victoria, sino porque para él duró apenas diez minutos.


 Cuando bajaba una pelota, un mediocampista le salió al cruce con una plancha brutal que le alojó en la ingle. Fue como una embestida de toro lorquiano, a eso de las cinco de la tarde. Debió soportar una larga convalecencia.


 Después volvió y estuvo entre los mejores. Con un sueldo de 10 pesos por partido ganado que alcanzaban para tomar el vermú. Y con el aliento de la tribuna que alcanzaba para mucho más.


  * * *


  Pero esta historia empezó antes. Cuando los abuelos Rigoni decidieron cambiar una postal por una esperanza. Desde la postal de Suiza pasaron, a través del océano, hasta la esperanza de la pampa. Se instalaron primero en Juárez, donde nació el padre de Carlos. Después se fueron a Santa Rosa, donde el abuelo puso una fábrica de soda. Y de ahí pasaron a Bahía.
El primero que vino a tentar fortuna fue el tío Zacarías, que inauguró la empresa de transportes. Las chatas.



 "Era vago, pero muy simpático y de buen corazón --relata Carlos--. Ganó mucho dinero. Y cuando cumplió 45 años le transfirió la empresa a un hermano con el compromiso de que le pagara una mensualidad --una jubilación anticipada-- de 120 pesos, mientras viviera. Se cumplió el pacto y el tío Zacarías, joven aún, se dio la buena vida.


 "Mi mamá, Josefa Llanos, era una mujer que tenía una gran habilidad manual. Excelente costurera y repostera. Además le gustaba la música, cantaba y compraba discos de Gardel. Creo que heredé de ella ambas cosas: la música y la habilidad manual.


 "Un día apareció en casa el tío Zacarías. Me llevaba un regalo: una guitarra. Al verla me quedé hipnotizado. Fue un amor a primera vista, el comienzo de un largo romance.


 "Para poder tocarla empecé a estudiar con Jerónimo Fernández, que vivía en Villa Mitre. Mi dificultad consistía en que yo era zurdo. Al poco tiempo Fernández enfermó y murió. Y yo seguí aprendiendo solo.


 "Desde entonces es el instrumento que más me conmueve. Llegó años después su revaloración con el auge del folclore y me sumé a ese fervor.


 "Yo era amigo de un sobrino de Carlos Di Sarli. Un muchacho muy aficionado a la música al que le gustaba el tango. 'El Rengo' Di Sarli. Usaba muletas porque tenía una pierna más corta.


 "Un día me invitó a una reunión, en su casa. En determinado momento, yo me quedé observando un mástil de guitarra que estaba sobre un mueble. Al advertirlo, él lo tomó y me dijo:
--A vos te creo capaz de construir una guitarra y este mástil te va a servir. Llevátelo.
"Creo que esa frase cambió el rumbo de mi vida. Fue un anuncio y un desafío. Me llevé el mástil y construí mi primera guitarra. Tenía errores, pero sonaba bien. Di Sarli la usó durante dos años. Me fui perfeccionando, hasta que hice una mucho mejor, y se la llevé. La conservó hasta su muerte. Yo me traje la vieja y le prendí fuego, 'para que no quedaran pruebas'. Después me arrepentí...".




  * * *


  Hasta hoy, de la creatividad de Rigoni surgieron cerca de 400 guitarras. Su prestigio trascendió las fronteras nacionales. Hay guitarras suyas en diversos países: Estados Unidos, Alemania, Brasil, Italia.


 En la planta alta de su casa, sobre calle Moreno, a sus 90 años, con todo el vigor espiritual y físico intacto, conserva aún su íntimo taller. Un lugar que le es propio e intransferible.


 Parece un remanso de serenidad. Las herramientas no son ostentosas ni dominantes. Mas bien las embarga cierto aire de timidez. Apenas si están visibles; como si se ocultaran. La mayor notoriedad la asumen los moldes y las pequeñas prensas manuales. No existen máquinas sofisticadas ni complejos mecanismos de alta precisión. Ni siquiera maderas que se precien, "porque sirven hasta las de álamo".


 Lo más importante del taller son las manos del "orfebre" y tal vez su conocimiento, su intuición y su experiencia. Todo el arte está en las manos y en el oído. Y en el alma.


 --La calidad de las guitarras ha evolucionado muchísimo --dice Carlos--. Las de hoy son muy superiores a las de otros siglos. Lo mismo ocurre con los violines. Hay algunos que son mejores que los Stradivarius.


 "La guitarra requiere un gran equilibrio --afirma--. Reduciendo el grosor de las maderas se puede mejorar el volumen. Pero la estructura se debilita y se empieza a deteriorar con mayor rapidez.


 "Para conseguir un buen instrumento hay que trabajar mucho en la tapa. Allí está la resonancia. En la disposición de las varillas interiores".


 A los 20 años empezó a trabajar en la carpintería. Desde 1960 se dedicó exclusivamente a las guitarras y a la reparación de instrumentos de cuerda.


 "La última que hice me salió excepcional. Yo mismo me sorprendí de su sonido. Me la sacaron de las manos.


 "La guitarra es parte de mi vida, de mi felicidad. Un lenguaje que me permite expresar lo que siento", dice. Y destaca entre los grandes guitarristas a John Williams, quien alcanza un "sonido perfecto". A Segovia. A Juanjo Domínguez ("quizás se apresura mucho"). Expresa su admiración ante la Chacona de Juan Sebastián Bach, tocada por Yepes, y ve un virtuoso en el argentino contemporáneo Eduardo Isaac, quien alcanza a interpretar, con sonido y pulcritud especial, la obra de Piazzolla.


 "Era tal la pasión que yo sentía por la guitarra desde la adolescencia --dice Carlos-- que donde veía pasar un guitarrista, lo seguía. Frente a mi casa pasaba siempre Ritaco, que iba a tocar a LU7. Yo lo seguía hasta la puerta de la radio, sin animarme a entrar. Hasta que un día subí y me quedé mirándolo".


 Más adelante, Carlos pasó a integrar, en la misma emisora, el famoso conjunto de Nadalini, auspiciado por "El Trust Ropero donde se viste desde el zapato al sombrero", según la tónica publicitaria de la época.


 "Aprendí mucho con ellos. Después formamos el trío, que tocaba también en LU7, Larribité, Verdini y De los Llanos. Yo usaba el apellido materno: Llanos".


 El taller de Carlos Rigoni continúa activo. Los pedidos que le llegan superan sus posibilidades de trabajo. Todo el futuro está ya comprometido.


 --No pienso tomar ningún trabajo más. Con lo que tengo me sobra. No me da el tiempo --afirma con resignación. Pero nadie piense en una actividad febril. Los ritmos de un luthier se manejan con otros relojes. El sereno ámbito del taller --tan propio de los viejos oficios-- despierta imágenes y sensaciones ajenas a la vehemencia de los cambios.


 Contemplar el banco de carpintero con una guitarra en ciernes, como si la estuvieran acunando, provoca una sensación de maternidad y de eternidad. Como si en realidad las guitarras no se construyeran, sino que se engendraran. Y en verdad es así. Nacen del espíritu y ejercen la extraña facultad de ocultar entre sus cuerdas el destino de sus elegidos.
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