Bahía Blanca | Lunes, 29 de abril

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Sarmiento y Alberdi, arquitectos que discuten sobre planos

Luego del furibundo intercambio entre Sarmiento y Alberdi de 1853, casi un cuarto de siglo después, habrá un reencuentro. (Segunda y última entrega)

El legado de la presidencia de Sarmiento significaba una mochila muy pesada para cualquier sucesor, en su caso, el joven tucumano Nicolás Avellaneda, que había sido su ministro de Educación y Justicia. Don Domingo vuelve “al llano” y, en 1875 ejerce nuevamente como director general de Escuelas de la provincia y, a la vez, senador nacional por San Juan, banca que ocupa hasta octubre de 1879, cuando por un breve período es ministro del Interior, en reemplazo de Bernardo de Irigoyen.

El propio Sarmiento le escribe a Victorino Lastarria, ministro del Interior de Chile: “Descendí del alto puesto aquí y volví a ser el mismo Fígaro de antes, lo que será de buen ejemplo y citado en las historias, como el amo decía a Sancho. Fui nombrado senador y maestro mayor de escuela, por dos provincias distintas y con una manita que de vez en cuando pongo o doy a los diarios y buenos y deliciosos días que paso en mi isla Procida del Paraná, mi creación fantástica”. La pasión seguía, sin embargo, siendo una misma.: “Yo amo (a mi país), como se ama el potro de la pampa, bravío, fuerte, inseguro y ligero como el viento”. 

Lo afirmaba con la seguridad propia de quien desde joven se destacara como jinete avezado, con miles de leguas recorridas. Por su predicamento, entretanto, se sancionó la Ley 817 de Inmigración y Colonización que abrió las puertas del país a millones de europeos y asiáticos que poblarán nuestras pampas en las décadas siguientes.

En ese marco, hacia finales de la década del setenta, se comenzó a especular con que Sarmiento podía ser una alternativa al naciente “roquismo”, que se apoyaba en una malformada “liga de gobernadores”, lo cual traía a la memoria las estructuras oportunistas de los años de Rosas, negando el espíritu republicano y verdaderamente federal que emanaba de la Constitución Nacional. 

Su nombre comenzó a sonar como presidenciable, y no por nada aquella efímera candidatura alternativa contó con el apoyo de posteriores “cívicos radicales”, como los republicanos Leandro Alem, Hipólito Yrigoyen y Aristóbulo del Valle. 

Estos muchachos, junto con otros, incluidos los referentes del catolicismo José M. Estrada y Pedro Goyena y jóvenes intelectuales liberales como Aristóbulo del Valle, Lucio V. López, Miguel Cané y Delfín Gallo, entre otros, supieron organizar un acto en la puerta de su casa para respaldarlo. 

Ellos admiraban a los hombres de la generación anterior que había entendido la política como un desafío ético y no como una carrera para el enriquecimiento personal de los funcionarios, habiendo hecho culto del compromiso público y la austeridad. 

Sarmiento y Alberdi, arquitectos que discuten sobre planos

La crisis política se incubaba. En 1879 Avellaneda nombra Ministro al sanjuanino aunque su paso resultó más que efímero -apenas poco más de un mes- limitado casi a tratar de impedir el ascenso de Roca al poder. Se impuso por goleada la alianza tejida por Roca y los gobernadores. 

Sarmiento vivió el episodio como una derrota personal pero más aún como un serio alerta ‒un pésimo signo‒ de los nuevos tiempos que se avecinaban. Evidentemente, algo estaba cambiando en el país y los hombres como Sarmiento o el propio Mitre, que fustigaba desde La Nación, aunque mantuvieran influencia y se consideraran sus opiniones, ya no eran los indicados para las elites gobernantes, apoltronadas desde 1882 en los salones suntuosos del Jockey Club, donde se tramaba en reuniones de “notables” la nueva orientación de la política nacional. 

Por si fuera poco, además, los cerriles bonaerenses se alzarían de la mano de Carlos Tejedor para enfrentar el proceso de federalización de la ciudad de Buenos Aires y, produciendo fuertes combates en la zona de Barracas, obligaron al gobierno a abandona la Casa Rosada y trasladarse a Belgrano (donde ahora funciona el Museo Histórico Sarmiento, frente a la iglesia conocida como “Redonda”).

El abrazo de los arquitectos

Como señalamos en el artículo anterior, Alberdi y Sarmiento continuaban discrepando sobre el camino de construcción institucional. La “república del interés” pregonada por el tucumano se sintetizó en una de sus frases: “Es el progreso material el que lleva al progreso moral y no viceversa”. 

Sarmiento, por el contrario, insistía en que sin ética política y moral pública el progreso material sería un puro espejismo pasajero, deriva en la codicia y la corrupción.  

Porque, en su concepto, el verdadero progreso material residía en la educación. Si el interés alberdiano se ajustaba a una república verdadera (que ahora parecía encarnar Roca), la que pregonaba Sarmiento subrayaba la importancia de trabajar por la república posible, aquella que se basara en la ética republicana, esto es, la república de la virtud cuya base no solo está en las escuelas sino también en la industria porque ambas, generan la disciplina en la sociedad, que es imprescindible para alcanzar metas como nación. 

Un pueblo con base rural, insistía Sarmiento, estaba incapacitado para construir ciudadanía “soberana”. Por eso mismo repetía que “el error fatal de la colonización española en la América del Sur, la llaga profunda que ha condenado a las generaciones actuales a la inmovilidad y al atraso, viene de la manera de distribuir las tierras”. Sin propiedad no habría ciudadanía y lo que el roquismo prometía –incluyendo desde ya su ofensiva sobre el “desierto”– era latifundismo lo que, en lugar de democracia significaría el gobierno de una oligarquía terrateniente. 

Tras su consigna: “¡Alambren, no sean bárbaros!”, se escondía la formulación de un modelo de país basado en la pequeña propiedad y la expansión de la agricultura y la industria que le agregar valor a los cultivos.

El reencuentro con Alberdi

Retomando la polémica Sarmiento-Alberdi, la pregunta que no deja de repiquetear es una y sencilla: ¿es posible acaso un régimen democrático sin igualdad social? El encuentro –y los choques previos entre ellos– los he titulado en mi Yo, Sarmiento con una frase: “Dos viejos galanes, una misma novia”. 

En efecto, cuando tras un larguísimo exilio voluntario don Juan Bautista retornó a Buenos Aires un periódico comentó que, pasados tantos años ‒uno nacido en el año 10 y el otro en el 11‒ “se habían mostrado como viejos amigos”. El sanjuanino por su lado resaltó que tendría “con quien discutir y cuanto más elevada la discusión todos saldremos ganando”.

En la visión sarmientina la presencia de Alberdi se explicaba perfectamente: el año 80 consolidaría definitivamente un modelo de Estado nacional. 

Sin embargo, los titanes de la pluma se confundieron en un abrazo en el propio escritorio del Sarmiento-ministro porque, alertado de su llegada, no tuvo dudas en invitarlo a compartir una charla de inmediato y él respondió visitándolo la misma tarde de su arribo. La emoción dominó el encuentro de modo similar al que el Sarmiento-presidente había tenido con Urquiza en el año 1870.

Pero el encuentro no cambió nada significativamente: mientras un miraba más el edificio político y sus habitantes, el otro atendía en particular a la calidad de los ciudadanos que lo conformarían. 

Pero había un campo que lo seguía uniendo de modo invisible: su común rechazo a la venalidad, la corrupción y el oportunismo, entendidos como forma de enriquecimiento ilícito, fácil, aprovechando los favores de un Estado y una nación que tenían todo para dar. 

Alberdi y Sarmiento, los dos arquitectos que tanto discutieron sus planos, podían sentirse orgullosos de su tránsito honesto por la vida, su entrega por una política moralmente impecable y su común pobreza y sencillez. No por casualidad ambos terminarían sus vidas, en 1884 y 1888, casi juntos reconocidos por el nuevo presidente Roca, quien ordenó la publicación de las respectivas “obras completas”. 

En La gendarmería de pluma Luis Franco hizo un atinado sobrevuelo reflexivo: “Alberdi dio en sus Bases, como es sabido, el texto de la Constitución Nacional y después vivió en el destierro, escribiendo, es decir, predicando hasta la muerte. Sarmiento fue legislador, diplomático, educador y jefe de Estado, pero siempre desterrado en su propio país por la incomprensión de sus contemporáneos. Ambos murieron viejos, o sea, vivieron lo suficiente para ver los frutos que la siembra al volea de sus doctrinas o de sus equivalentes daba en su país y en el resto de América... esos dos hombres que representaban el más alto grado de conciencia de lo argentino tuvieron el coraje más difícil: reconocer el fracaso casi total de su propia obra y la existencia de una dictadura social más honda e inacabable que la de Rosas”. Franco se refería así al sistema instalado por el roquismo, que gobernaría el país el siguiente cuarto de siglo...

La masonería

La cuestión masónica ha dejado mucha tela para cortar. Por un lado, es sabido que muchos de los que figuran en la galería de próceres fueron iniciados masones; por otro, eso suena a veces como un estigma de perfiles poco claros, difusos, confundido con la idea de que hubieran conformado un grupo conspirador y sórdido, con intereses de logia colocados por encima de los de la patria. Es preciso destinar algunos párrafos a esta cuestión.

“La temática ‒precisa Emilio Corbiére‒ pertenece a una cosmogonía filosófica, que incluye incursiones en la antropología, las religiones, el misticismo y, a la vez, en las ciencias duras, las ideas racionalistas y el análisis del poder político, es decir, las ciencias sociales e históricas.

Para ello hay que toparse con un peculiar plexo valorativo expresado en símbolos, ritos, concepciones, corrientes a veces contrapuestas, realidades locales, situaciones históricas, leyendas, mitologías y cuerpos doctrinarios por demás complejos, los que, a primera vista, parecen anacrónicos o, por lo menos, distintos”.

El estudioso ‒de tendencia socialdemócrata‒ destaca la heterogeneidad de integrantes de las fraternidades masónicas y, sin ir más lejos, en la Argentina se observa que en ella convergen hasta enemigos políticos como José Hernández y Sarmiento, que por los periódicos o en ámbitos legislativos se fustigaban con dureza, lo mismo que conservadores como Pellegrini y radicales como Alem. Y este no es un fenómeno local, ya que en todo el mundo los masones reúnen amigos y opuestos, sin distinción. Hasta se ha dado el caso de que hubiera en una misma logia un presidente constitucional y un general golpista que lo haya derrocado. En este sentido, en Centroamérica hay dos casos notables: Jacobo Arbenz, presidente de Guatemala y su destituyente Castillo Armas eran masones; también lo fueron Augusto César Sandino, el guerrillero nicaragüense y el dictador Anastasio Somoza. 

O sea, aunque la filiación masónica implica adhesión a principios republicanos y democráticos, los ha habido de todos los colores políticos, a excepción, desde ya, de los católicos ultramontanos, sus enemigos declarados.

Cabe aclarar, entonces, que los principios que guían la asociación son la responsabilidad personal y el sostén de ideas superiores, por encima de la bagatela política cotidiana. La masonería, de cualquier modo, no reniega de la lucha política sino que deja a sus miembros en total libertad de acción al respecto. De allí entonces que, entre los presidentes de la francmasonería local ‒que funciona desde viejas épocas en su antigua sede de la calle Cangallo (actual Juan D. Perón)‒, se encuentren personajes de la talla de Vicente Fidel López ‒que presidió la Gran Logia entre 1879 y 1880‒, Leandro N. Alem, que sucedió en ese cargo a Sarmiento, entre 1883 y 1885, y el ex presidente Bartolomé Mitre, que ejerció esa jerarquía entre 1893 y 1894.

El loco Sarmiento 

Alberdi lucía el pelo cano, sus ojos continuaban vivaces y su andar demostraba cierta fragilidad. Yo, por mi parte, estaba ya bien pelado y mi sordera era casi total: me tenían que hablar casi a gritos. Le dije que él era a uno de los que tenía que agradecer el público mote de “loco”, porque fue de los primeros en tratarme así. Alberdi dejó correr el comentario sabiendo que yo, muchas otras veces, había hecho cosas como para abonar ese sobrenombre y que, de algún modo, no me disgustaba, que lo llevaba con cierto orgullo. Sí, yo era el Loco Sarmiento, enamorado de mi locura y, a veces, recreándola a propósito. 

Ricardo de Titto, Yo, Sarmiento, Libella, 2023.