Bahía Blanca | Domingo, 28 de abril

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Sarmiento y Alberdi, arquitectos que discuten sobre planos

Es muy curioso que la más importante discusión librada en la Argentina sobre su futuro constitucional se desarrollara en Chile. Pero así fue. El choque de ideas entre dos exiliados, el tucumano Juan Bautista Alberdi y el sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento, será fundacional para la futura República Argentina.

Sarmiento y Alberdi, dos protagonistas de la historia argentina.

Alberdi había viajado a Europa en 1843, antes que Sarmiento, que lo hizo en 1846. Aquel viaje lo había cambiado bastante haciéndolo más conservador de lo que ya naturalmente era. Porque si bien le atraían las ideas republicanas de Giuseppe Mazzini y la Giovane Italia, al regresar se consolidó en posiciones más moderadas, por no decir francamente alejadas de un liberalismo activo y emprendedor.

En efecto, Alberdi solía buscar un fiel de la balanza que lo contuviera. Su conformismo y ambivalencias quedan expuestos con un dato rotundo: a pesar de que, en su vida adulta, casi nunca residió en el país Alberdi nunca visitó los Estados Unidos que era por entonces la democracia más estable del mundo.

Posiblemente el tucumano –nacido seis meses antes que Sarmiento, en agosto de 1810—haya sido un poco débil de carácter y eso lo llevó, muchas veces, a mutar con la realidad, a adaptarse en extremo a la opinión pública o a la de algún poder de turno. Y es posible que, en el fondo, ahí radique la base de los eternos disensos con el sanjuanino que, por el contrario, si bien pragmático en la práctica era un hombre doctrinario y principista.

Como es natural a dos románticos de la misma generación, recurrieron ambos a las biografías como formas literarias. Alberdi escribe su Biografía del general don Manuel Bulnes, que publica en 1846, cuando Sarmiento ya había retratado a los caudillos Facundo Quiroga y el fraile Félix Aldao.

En ese trabajo Alberdi lo dice sin reparos: sus principios son “abiertamente conservadores”, contrapuestos a las que peyorativamente denominaba “ideas progresistas”. Aquel Alberdi alababa el orden y la autoridad como condiciones sine qua non del proyecto reformista, y se definía como enemigo de cualquier anarquía, lo que sintonizaba muy bien con la sociedad chilena del momento. En lo que discrepaba Sarmiento era en que, a veces, creía necesaria la actitud opuesta, y lanzar verdades contra viento y marea enfrentando lo que viniera en respuesta. Alberdi prefería situarse casi como un comentarista de la realidad mientras Sarmiento era un “animal político”, un hombre práctico antes que nada, solo que aferrado a una ética que hacía honor a la transparencia y la lucha por la verdad, al estilo de los antiguos griegos.

El distanciamiento entre ambos se convertirá en directa animadversión cuando Alberdi publica, en 1847, un opúsculo en el que sostenía que Rosas era un producto natural y lógico de la situación argentina, lo que, para el combativo rival resultaba inadmisible, porque, de algún modo, lo ensalzaba y lo llevaba a renegar de la lucha por su derrocamiento. Sarmiento, de hecho, consideró esa aseveración un gesto de cobardía y denunció esa postura porque la conclusión a que llevaba era que la superación de la dictadura federal solo se lograría por medio de un “gran acuerdo nacional”.

Desde entonces, nítidamente y más allá de los estilos, sus visiones del país fueron diferentes y los colocaron repetidamente en campos antagónicos. Cuando Alberdi apoyó a la Confederación y a Urquiza, entre 1853 y 1861, Sarmiento se inclinó por Mitre y Buenos Aires; de ahí en adelante los desencuentros durarán hasta sus respectivas muertes en 1884 y 1888. Entre otras críticas el redactor de la Constitución, en una ocasión, llegó a decir que el Facundo no era una obra original sino que Sarmiento había hecho una especie de resumen del ideario de todos los jóvenes de la Generación del 37, o sea, una suerte de plagio bien elaborado: “No hay uno solo de los amigos del autor que no haya inspirado o dictado algunas [páginas]. Compte rendu de las conversaciones diarias en que se inspiraba el autor, sobre hombres, cosas y hechos y lugares de su país, que no conocía cuando el Facundo se escribió y publicó en Chile en 1845”, a lo que el autor del libro bien podría haber contestado recordando  una frase de Voltaire, que se ajustaba también tanto a sus Bases y puntos de partida para la organización nacional,  cuyo texto, en buena medida, se extraía de la Constitución de los Estados Unidos: “El plagio está permitido si al robo sigue el asesinato”.

 “Cartas Quillotanas” y “Las ciento y una”

La polémica entre ellos comenzó el 13 de abril de 1853 con un prospecto que Sarmiento publicó en Santiago, como primera de las “Ciento y una” en respuesta a sus “Cartas sobre la prensa”. Siguió el 20 de abril con el pliego titulado “Y va de Zambra”; el 27 y el 30 del mismo mes lanzó su “Conservador aquende y allende” y “Sigue la danza”, las tercera y cuarta de las “Ciento y una”. El 5 de mayo el sanjuanino dio por terminada la querella con la quinta y última, el panfleto titulado “Ya escampa”. 

El trasfondo de este debate por medio de cartas públicas era la ola revolucionaria que había sacudido Europa en 1848 y que influenciaba a ambos, en la perspectiva planteada después de la batalla de Caseros y la caída de Rosas, que ponía en la agenda inmediata la organización constitucional del país. En ellas quedó en claro el perfil como un republicano pedagógico, cuyo modelo ideal era ‒como bien acuñó un politólogo‒ “la república de la virtud”, frente a la “república del interés” preconizada por Alberdi en sus principales escritos constitucionales.

En efecto, en sus Bases, Alberdi formularía una duda precisa: “¿Cómo hacer, pues, de nuestras democracias en el nombre, democracias en la realidad? ¿Cómo cambiar en hechos nuestras libertades escritas y nominales? ¿Por qué medios conseguiremos elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura de sus constituciones escritas y de los principios proclamados?”

En esencia Sarmiento compartía la misma pregunta, aunque disentía claramente en la respuesta ya que para él Alberdi –cuyo eslogan era “Gobernar es poblar”– no subrayaba lo suficiente el papel de la educación en la formación de los nuevos ciudadanos.

Su “república del interés” ‒en la formulación de Natalio Botana‒ aplastaría tarde o temprano a la “república de la virtud” que preconizaba quien acuñaba como prioridad “educar al soberano”.

En propias palabras del abogado se trataba de levantar una “república posible” antes que una “república verdadera” según enunció en el capítulo XII de sus Bases. Desde ya, estas definiciones pueden resultar un poco esquemáticas, pero sirven para precisar que, desde el punto de vista del sanjuanino, se debía valorar en especial la institución estatal y la noción política de ciudadanía. “¡Solo con educación –insistía Sarmiento– se convierte al pueblo en soberano!”

Y en esto Alberdi no era para nada terminante, ya que él otorgaba primacía a construir una república de productores ajenos per se a la vida política de la nación. Un comentarista apuntó hace poco, con acierto: “El homo oeconomicus, de indudable importancia para Sarmiento, no podía reemplazar por entero al homini cive: el homo oeconomicus no podía sino ser una faceta del homo politicus. Más aún, la posición contrapuesta de los dos pensadores en relación a la cuestión de la educación pública sintetiza las divergencias profundas que separaban a sus respectivas ideas de lo que debía ser la república en la Argentina posrosista: frente a la ‘instrucción por los hechos’ de Alberdi ‒extraño momento utópico y hasta cierto punto ingenuo en el marco más economicista de su pensamiento‒ la defensa de la educación pública por parte de Sarmiento ‒el leitmotiv más permanente de todo su discurso político, antes y después de Rosas‒ expresa de un modo muy preciso el modelo de república que anhelaba ver triunfante en suelo argentino. Para el sanjuanino, la escuela, además de ofrecer a todos los habitantes por igual las herramientas indispensables para acceder al mundo de la cultura letrada, además de constituirse en un instrumento fundamental para el ascenso social, debía obrar como una ‘fábrica de ciudadanos’. El poder civilizatorio de las letras, de la instrucción formal, debía domesticar la pulsión hacia la violencia de los sectores económicamente más desfavorecidos de la sociedad, reemplazándola lentamente por el respeto razonado por las instituciones republicanas y la participación ciudadana. En el pensamiento sarmientino el saber, la práctica cotidiana de la lectura, debía moralizar a los individuos y engendrar en ellos sanas virtudes cívicas, republicanas: liber liberat”.

Señalado esto, es bueno recordar también que si a Alberdi se lo asocia naturalmente como redactor de nuestra Constitución no se subraya lo suficiente que el problema de los problemas ‒la relación de la nueva República con Buenos Aires‒ recién se resolvió con las veintidós enmiendas que adoptó la Convención reformadora de 1860, en la que el protagonismo de Sarmiento fue decisivo, mientras Alberdi había quedado “fuera de juego” a punto tal que decidió renunciar a su cargo diplomático otorgado por el ex presidente Urquiza. De allí entonces que lo correcto es hablar de “dos arquitectos” aportando planos reconociendo en Sarmiento a un constitucionalista autodidacta y que había sido designado docente de la UBA en la especialidad de derecho constitucional.

Urquiza y Rosas, dos visiones

La disputa venía, sin embargo, incubándose desde un tiempo antes. Había comenzado cuando Sarmiento le envió un ejemplar de su Campaña del Ejército Grande. El objetivo de ese libro no era hacer leña del árbol caído atacando al “tirano prófugo” que iniciaba ya su exilio en la ciudad inglesa de Southampton, sino centrar la cuestión en los nuevos problemas que enfrentaba el país.

Y, para Sarmiento, ese problema tenía nombre y apellido: Justo José de Urquiza. No se trataba de “mudar tiranos sin destruir la tiranía”: “Educado el caudillo que ha encabezado la reacción en el fondo de una provincia, gobernado por el sistema de violencias que ha caracterizado la época pasada, viene a una posición para que no está preparado, lleno de preocupaciones de aldea, y con resabios del sistema en que se ha criado, que parece lo conducirán a extravíos deplorables”.

Esta carta la había escrito el sanjuanino solo nueve días después de Caseros y, para él, era premonitoria. Pero Alberdi desoyó su pedido de que respetara la opinión de gente “más informada”, como le dijo el propio Sarmiento, que había participado de la campaña como “colaborador, actor y testigo”. Y, sin ambages, pronosticó: “Pueden llamarme detractor los que reciben inspiraciones de Paraná, pero le aseguro ‒le escribió‒ que Urquiza no será jefe de la República”.

Alberdi se sintió tocado en su fuero íntimo y, complaciente con el entrerriano, no esquivó la polémica y trató a su polemista como “gaucho malo de la prensa”: “Contra la obra que usted me ha dedicado... Su campaña, en vez de un diario de las jornadas del ejército que destruyó a Rosas, es un panfleto político contra el general en jefe del Ejército Libertador”.

De modo que las cartas fueron y vinieron con un tenor bastante destemplado, en el que Sarmiento, sin quedarse atrás, se mofaba de que Alberdi tocara minués en salas de señoritas afirmando que no era mucho más que un “abogadillo a sueldo”. Las preguntas que formulaba el tucumano eran profundas. Trataba de dilucidar “¿cómo suprimir los caudillos sin suprimir la democracia en que tienen origen y causa?” porque, desde su punto de vista, “esta es toda la gran cuestión del gobierno en América”. 

Los resquemores continuaron en el tiempo. Mientras Alberdi fungía como ministro en Inglaterra y declaraba que Mitre y Sarmiento “querían remplazar a los caudillos de poncho por caudillos de frac”, Alberdi y visitaba a Rosas y, en la visión de Sarmiento, se convertía de hecho en su vocero o abogado al comentar que “habló mucho de caballos, de perros, de sus simpatías por la vida inglesa, de su pobreza actual. Me dijo que no había sacado plata de Buenos Aires”. Mitre también lo despreciaba por haber estado al servicio de la Confederación y siendo presidente no le abonó los sueldos caídos por los años previos. 

Argentina, entre Europa y los Estados Unidos

Y la cosa siguió: mientras Sarmiento fue embajador en los Estados Unidos y luego presidente de la nación (1868-1874), Alberdi residió en Europa. Fue en 1874, justamente, cuando se publicó en París la cuarta edición del Facundo, por la librería Hachette, oportunidad que Alberdi aprovecho para disparar munición gruesa, objetar la edición y deslizar ironías: “[Los] editores [son] proveedores del gobierno de Sarmiento, es realmente una edición de feria, y de feria rural: de campaña. Precede a la introducción un retrato de Sarmiento en traje de presidente, para denotar sin duda que la edición es oficial, es decir, costeada por el dinero del estado. Ha hecho bien en poner su nombre al pie del retrato, porque sin eso, todo el que no lo conoce lo hubiera tomado por Quiroga, viéndole en el lugar que a este le correspondía”. La acusación fue refutada de modo contundente: desde Buenos Aires Sarmiento subrayó que había pagado la publicación de su bolsillo. 

Así las cosas, Alberdi regresará a la Argentina en 1879. Y habrá un encuentro entre ambos. Pero eso lo dejamos para el próximo y último capítulo de esta “polémica” saga…