Bahía Blanca | Domingo, 28 de abril

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Hacia la Reconquista de Buenos Aires: el triunfo sobre los británicos

El 22 de julio de 1807, desde tierras orientales y sin esperar novedades del virrey Sobre Monte, Santiago de Liniers emprendió su camino hacia Buenos Aires para expulsar a los “britanos”: contaba en total con 933 soldados. (Primera de dos partes)

Mil quinientos sesenta y cinco hombres de tropa, con seis cañones y dos obuses integraron la columna que el 25 de junio había desembarcado en Punta de Quilmes. Tras pasar la noche en unos pajonales costeros ven enfrente a las fuerzas españolas de La Reducción (Los Quilmes), así llamada por ser el lugar adonde se destinó a los indios quilmes tras su forzado destierro más de cien años antes: (Apuntemos que en 1812 la reducción de la “Exaltación de la Cruz de los indios Quilmes” será extinguida como tal por decreto del gobierno revolucionario posterior a la Revolución de Mayo.)

Los días previos el marqués de Sobre Monte había tomado medidas confusas. Primero creyó que la invasión sería en Montevideo y envió allí fuerzas veteranas. 

El 17 ordena el acuartelamiento de las milicias pero buena parte es licenciada el 21 porque el virrey sospecha ahora que la presencia de la armada en las puertas del río, terminará en un bloqueo. El 25 fue su sorpresa al notificarse del desembarco. Envía al frente al subinspector Arze, al mando de quinientos milicianos y cien blandengues –el “Cuerpo móvil de maniobra”–, armados con dos cañones y un obús. La orden es demorar el avance para preparar la defensa de la ciudad, pero el cuerpo móvil se desbandó rápidamente, el 26, perdió toda formación y abandonó la artillería. 

Cuando comienzan la retirada suman en el desconcierto a 130 milicianos de caballería y 100 infantes que acudían como refuerzos. 

El general inglés William Carr Beresford avanza con su gente a paso sostenido hasta el puente de Gálvez en el Riachuelo (actual Barracas), que está ardiendo en llamas.

Con las primeras luces del 27 los ingleses cruzan el Riachuelo. Las fuerzas defensoras retroceden, se disgregan y, convencido de que la resistencia será inútil, el virrey se retira con algunas tropas a Monte de Castro (Floresta). La ciudad está a disposición del enemigo.

Los ingleses “conquistan” la capital

Beresford envía un parlamentario que es recibido por el brigadier José Ignacio de la Quintana, jefe superior de las fuerzas porteñas y tío político de Sobre Monte. Promete respetar la propiedad privada, asegurar el ejercicio de la religión católica y proteger a las personas. Quintana entrega el Fuerte el 27 de junio.

Entretanto, Sobre Monte ha dispuesto que los caudales marchen a Córdoba, pero los días previos ha llovido mucho y la marcha de las carretas se hace penosa. Se aleja más de la ciudad porque no quiere verse envuelto en firmar la capitulación y llega a Luján el 29. El 30 toma rumbo a Córdoba, a la que piensa declarar capital interina del virreinato y ese mismo día llega a Cañada de la Cruz.

El abogado Mariano Moreno, afectadas por lógica sus tareas habituales, escribe un diario que su hermano Manuel dará a conocer más tarde. Sus impresiones son más que elocuentes: “Los pueblos que dependían de esta capital [...] admirarán que en cuarenta y ocho horas haya podido conquistarse un punto tan interesante: crecerá su sorpresa al oír que los conquistadores no llegaron a mil y seiscientos: no podrán concebir que tan corto número de tropas haya subyugado fácilmente un pueblo de sesenta mil habitantes; y todos anhelarán la verdadera causa de este extraordinario acontecimiento”. 

Con gran desconsuelo redacta estas otras líneas: “Yo he visto llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba; y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar 1.560 hombres ingleses, que apoderados de mi Patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de esta ciudad.”

“Sin más patria que su interés”

Las diversas corporaciones gubernativas realizaron un rápido reacomodamiento. Para sentirse libres de responsabilidad, cruzaron cargos y culpas sobre otros. De modo que, en pocos días, cada grupo u organización defendía su propio interés y ofrecía sus servicios a Beresford. 

Los británicos se aprovechan de estas muestras de debilidad y dejan que la crisis se desarrolle mientras asisten sorprendidos a la sucesión de gestos de obsecuencia. Que el prior dominico, representando al clero, invoque un texto de San Pablo para proclamar el origen divino del todo poder y asegure un futuro de grandeza gracias a los recién llegados; que el Cabildo y la mayoría de los altos funcionarios se apuren a jurar obediencia a Su Majestad Británica (S.M.B.), que el mismo Cabildo escriba al virrey pidiéndole que devuelva los caudales regios a la ciudad para evitar que los ingleses toquen los dineros privados de los ciudadanos ricos, es más de lo que Beresford y el almirante Home Riggs Popham esperaban que sucediera en tan pocos días.

Un indignado Manuel Belgrano, por entonces nada menos que secretario vitalicio del Consulado porteño, optó por retirarse con sus sellos oficiales a la Banda Oriental –retirarlos del posible dominio inglés para el comercio–, y dejó su reflexión no exenta de menosprecio: “El comerciante no conoce más patria ni más rey, ni más religión, que su interés”.

Su primo Juan José Castelli, que es también uno de los criollos más notables de Buenos Aires y ha cimentado su buen prestigio desde las páginas del Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, y como uno de los principales colaboradores de su editor, Hipólito Vieytes, oficia en adelante como secretario interino del Consulado y asume una posición similar a la de Belgrano. 

Aunque participó de una reunión con Beresford, al comprobar que la invasión no tenía nada que ver con los planes “mirandinos” de independencia americana, pretextó tener que atender su chacra, renunció al cargo y evitó así jurar lealtad a la corona británica

La ciudad se abandonó a los ocupantes sin pelear, el virrey huyó con las Cajas Reales de un modo apresurado y ni siquiera se tuvo el cuidado de organizar la retirada del ejército que dejó sus pertrechos en el Fuerte –entre ellos, 106 piezas de artillería– a merced de los ingleses.

Sobre el controvertido tema de la “cobardía” del marqués de Sobre Monte digamos que, en efecto, así quedó su imagen frente a la población, más allá de determinar si la medida, en sí, no fue correcta. Apuntemos al respecto que el virrey cumplió al pie de la letra con instrucciones del Rey que decían: “Si tomada la plaza de Montevideo intentasen los enemigos ir a Buenos Aires, ya sea con el fin de sacar alguna contribución, ya sea con cualquier otro motivo o que se tengan fundados recelos de que puedan dirigirse en derechura a aquella capital con cualquiera de esas noticias que se tengan se providenciará que todo el caudal que haya en aquellas Reales Cajas se conduzca tierra adentro hasta Córdoba, o más adelante, según pareciere conveniente, teniéndose tomadas de antemano las providencias correspondientes para poderse ejecutar con la mayor prontitud, nombrándose la escolta de tropas que fuese necesaria...” (Resolución de la Junta de Guerra de 1797, artículo 32).

De su pobre imagen popular da testimonio este texto que reproduce John Street: “Ingredientes de que se compone/ la quinta generación de Sobremonte:/ un quintal de hipocresía, tres libras de fanfarrón, y cincuenta de ladrón,/ con quince de fantasía, tres mil de collonería;/ mezclarás bien y después en un gran caldero inglés,/ con gallinas y capones,/ extractarás los blasones/ del más indigno marqués”.

Cuarenta y seis días de gobierno inglés

Las fuerzas inglesas eran exiguas para la empresa ya que el siguiente paso debía ser tomar Montevideo. Los ocupantes no tardaron en pedir refuerzos al Cabo (en Sudáfrica) y a Londres. Beresford asumió el control político, militar y económico de la ciudad y permitió que el resto de las instituciones (administrativas, judiciales, religiosas) mantuvieran su funcionamiento tradicional. Logra que Sobre Monte entregue las Cajas Reales y se hace de los fondos de Tesorería de la Real Hacienda y el Consulado los que son depositados en el Narcissus para ser enviados a Gran Bretaña.

El principal cambio que introdujo Beresford fue la promesa del libre comercio que significaba equiparar Buenos Aires con el resto de las colonias británicas. El nuevo régimen era más flexible que el monopolio español pero no cubría las expectativas de los ganaderos y comerciantes criollos que pretendían comerciar con todo el mundo y sin restricciones. 

Tampoco fueron suficientes las reducciones de impuestos para la importación, exportación y tránsito que, como apunta el historiador Pérez Amuchástegui “llegaban al 34 por ciento del valor de la mercadería (y) fueron reducidos a un 12,5 por ciento para los productos ingleses y un 17, 5 por ciento para los demás”.

La actitud inglesa tampoco cubrió las expectativas de aquellos que, como Castelli y Pueyrredón, cifraban expectativas en que la presencia inglesa desencadenara un proceso hacia la independencia: muy pronto comprendieron que no eran esas las intenciones de los invasores. 

A fin de evitar toda convulsión social, por ejemplo, Beresford no adoptó ninguna resolución respecto de la esclavitud más que exigir obediencia de los esclavos a sus amos. Se dispuso que los oficiales y la tropa locales que se hallaba en armas al momento de la invasión debían jurar obediencia y entregar sus armas y se impuso la pena de muerte para quien incitase a desertar a los soldados ingleses.

Se produjo, en consecuencia, una confluencia casi espontánea de habitantes de la ciudad que los fue convenciendo de unificar su programa político y enfrentar a los ingleses. “Amo por amo –escribe Mitre–, debían preferir al que ya conocían” y con el que compartían cultura y tradiciones. Obviamente, estaban entre ellos los más enconados opositores, aquellos que se beneficiaban con el monopolio español, representados por el alcalde de primer voto Martín de Álzaga. 

La conspiración comenzó a tomar cuerpo. Liniers viajó a Montevideo a reclamar el apoyo del gobernador Ruiz Huidobro; Álzaga, eminente comerciante de la ciudad, organizó la conspiración ciudadana; Juan Martín de Pueyrredón tuvo a su cargo la organización de fuerzas de campaña en un amplio territorio que cubría San Pedro, San Isidro y Luján.

Liniers, desde Colonia escribió a Ruiz Huidobro sobre “el estado de insurrección próxima contra los enemigos” y llega a Montevideo el 18 de julio. Donde, en Juan de Guerra, informó la disposición de los porteños “a sacudir un yugo que le era insoportable”. 

En efecto, formalmente, Ruiz Huidobro era la máxima autoridad. Además, en su viaje a Córdoba, el virrey le había delegado todo el mando de fronteras” en la región del Plata. Se resolvió organizar la reconquista con mil quinientos hombres que se redujeron a quinientos ante el rumor de un próximo ataque a Montevideo. Sobre Monte, por su lado, pedía municiones y armas para bajar a la cabeza de un ejército desde el Interior.

Liniers emprendió su camino el 22 de julio sin esperar novedades del virrey. Tenía en total 933 soldados, de los cuales 550 eran veteranos.

Los ingleses no percibieron que se estaba incubando un fuerte movimiento opositor hasta fines de julio cuando la existencia de fuerzas armadas irregulares a ambos márgenes del río, se hizo inocultable. 

Todavía hasta entonces disfrutaron la imagen que guardaban en la retina desde su triunfal ingreso, como lo recordó Alexander Gillespie: “los balcones de las casas estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas, y no parecía para nada disgustado con el cambio”.