Bahía Blanca | Martes, 30 de abril

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Recordando su expresión: Federico Moura, el artista que inventó los años 80

Que Cerati, Charly, Spinetta, Fito y Calamaro, entre tantos otros, lo hayan reverenciado públicamente no hace más que confirmar su talento y legado dentro del rock argentino. A 35 años de su muerte, una excelente oportunidad para descubrir por qué se lo sigue extrañando.

El mantra es prácticamente infalible: quien repite en voz alta el nombre de Federico Moura regresa, al menos por unos segundos, a esa atmósfera de humos blancos y neones de los años ochenta: sobretodos, ojos delineados y pelos levantados con gel, paredes llenas de grafitis, colores flúo, plástico, walkman y mucha adrenalina. Todo junto flotando sobre aquella Argentina que, a la distancia, parece más irreal que vintage.

A su vez, en sentido inverso, es posible comprobar cómo en cualquiera de las imágenes mentales de la época siempre aparece la silueta del cantante de Virus -en primer plano o de fondo-, como si fuera una pieza imprescindible para entender de qué se trató el paisaje de esa década.

Como sucede con Fernando Pessoa o Andy Warhol, se trata de uno de esos raros casos en que un hombre y su tiempo forman un espejo perfecto, hermoso, veloz, luminoso.

Nació el mismo día que Charly García, el martes 23 de octubre de 1951. Y mucho antes de que los periodistas se interesaran por su vida, ya podía exhibir un extenso currículum: fue medio scrum en La Plata Rugby Club, tocó el bajo en el grupo Dulcemembriyo, estudió Arquitectura, militó en el siloísmo, abrió una casa de ropa en la calle Florida, viajó con una mochila a cuestas por Londres, París y Nueva York, sufrió la desaparición de su hermano Jorge, otra de las tantas víctimas del Terrorismo de Estado, grabó algunas canciones para el efímero proyecto musical Las Violetas, y se fue al barrio de Leblón, en Río de Janeiro, donde montó una pequeña empresa de artesanías.

Allá recibió, a fines de 1980, una propuesta de sus hermanos Julio y Marcelo para regresar al país: convertirse en el cantante de una banda de rock que se llamaba provisoriamente “Virus y los Antibióticos”.

Su irrupción en escena, invitando a bailar algo llamado Wadu Wadu “para re-relajar”, fue un anticipo de lo que sería la estética de una década que intentó forzar la sonrisa con los retazos que la dictadura había olvidado. El único que no parecía confundido por el collage era Federico Moura, que disfrutó de todos los recursos disponibles como buen paradigma de artista pop, mucho más allá de lo musical.

Hablaba de Billie Holliday o Sandro con idéntica admiración, compartía amistades con exartistas del Di Tella como Eduardo Costa, Roberto Jacoby y Felisa Pinto, se permitía guiños poéticos en las letras, con referencias casi inadvertidas a Oliverio Girondo, Claude Lelouch, Karl Marx y James Joyce, creía tanto en la electrónica como en el Art Nouveau, disfrutaba con la interpretación de los sueños, leía a ensayistas y biógrafos, auspiciaba a Soda Stereo, recibía elogios de Miguel Abuelo y críticas de Luca Prodan.

Quienes lo vieron actuar en vivo señalan sus gestos elegantes, cuasi teatrales, siempre acompañados por una mueca levemente irónica. Se reía de la ambigüedad que provocaba con sus pasos de baile, y aún más con los gritos histéricos de los fans.

En las filmaciones todavía es posible verlo con camisas estampadas, deambulando por el escenario con cierto aire nihilista, como desinteresado de todo. Pero, si se lo escucha bien, en realidad le estaba bajando línea a un público todavía asustado por los ecos de los años de plomo. 

Por algo las letras de sus canciones -posiblemente entre las más lúcidas y lúdicas del rock argentino- proponían salir de agujeros interiores, renovar amores descartables, llenarse las manos con lunas de miel o espiar superficies placenteras sin culpa. Sabía bien que el hedonismo era la única manera de perder el miedo, y por eso no dudó en ponerle voz.

Cuando finalmente muchos argentinos decodificaron el mensaje, se enteró de que era HIV positivo, una enfermedad por entonces casi desconocida, pero rodeada de sombras prejuiciosas y sensacionalistas. El desenlace fue demasiado rápido, tanto que apenas si alcanzó a lamentarse sobre la ironía entre el nombre elegido para la banda y lo que le estaba pasando.

La Navidad de 1988 se acercaba y cuentan algunas versiones que lo último fue llamar a su madre a su dormitorio, esperar a que ella se sentara al lado de su cama, y sólo entonces silbarle la canción que había estado componiendo. 

Curiosamente, o no tanto, era un tango. 

Después de todo, si es verdad que los tangos son pensamientos profundos para ser bailados, entonces el círculo musical cierra con perfección: es la misma filosofía a la que suscribió Virus en clave de pop.

Dicen que luego de eso se quedó dormido y que, desde entonces, habita en las imágenes paganas de todos los sueños.