Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

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Manuel Dorrego y los corsarios de Artigas

Dorrego era de un espíritu inquieto; su presencia nunca pasaba inadvertida. Prueba de ello son sus trabajos cuando fue expulsado por Juan Martín de Pueyrredón.

Manuel Dorrego y José Gervasio Artigas.

   Importantes medios de prensa de los Estados Unidos publicaron comentarios elogiosos hacia la causa federal en el Plata y diversos comerciantes y financistas invirtieron en el corso cuyas patentes otorgaba José Gervasio Artigas en nombre de la República o Provincia Oriental. Destacados marinos se adhirieron −había un buen negocio en ello− y, desde los Estados Unidos, desplegaron la bandera celeste y blanca con la franja punzó. Muchos de ellos no hablaban una palabra de castellano, pero peleaban en nombre y representación de la Liga de los Pueblos Libres.

   La “patente” con la firmada al pie del caudillo federal es la que habilitaba a articular estos emprendimientos. Así también es que entra en escena el cónsul estadounidense en Buenos Aires, Thomas Lloyd Halsey, que se convierte en un defensor a ultranza del proyecto artiguista y uno de sus principales operadores políticos.

Manuel Dorrego en Baltimore

   Dorrego recala en Baltimore, un progresista puerto del este de los Estados Unidos, en el Estado de Maryland, de ubicación estratégica para el comercio con la zona central del país, con rápido acceso a las aguas del Caribe y, también, centro manufacturero. 

   De modo tal que la ciudad donde se alojó era albergue de una burguesía inquieta y conectada con el Mundo Atlántico. La prensa era activa, había varios editores ya arraigados y el medio intelectual era de tradición democrática: durante la revolución y guerra de los Estados Unidos contra Inglaterra Baltimore había llegado a ser capital del país entre 1776 y 1777 cuando el Congreso sesionó allí durante tres meses. 

   Dorrego establece múltiples conexiones y, a la par, mantiene una asidua correspondencia con sus contactos y familiares porteños, entre los que está su hermano Luis, socio comercial de Juan Manuel de Rosas en la floreciente industria saladeril.

   Varios escritores y periodistas –no había mucha distancia entre unos y otros− como Henry Marie Brackenridge y William Davis Robinson hacen públicas sus simpatías con los revolucionarios hispanoamericanos y el diario Censor se convierte en un vehículo de propaganda de la causa federal y de la figura de José Artigas. 

   La campaña favorable al republicanismo federalista –con las consiguientes críticas al Directorio centralista y promonárquico y, en especial, a la figura de Pueyrredón− se extendió a otros círculos que comprometieron su apoyo como el comodoro David Porter, el editor Kezekiah Niles y su semanario Nile’s Weekly Register y el empresario naval Joseph H. Skinner, que jugarán un papel muy especial, solventando la causa federalista y antimonárquica en el Plata.

   Dorrego no era el único que había logrado interesar a los norteamericanos. Por su lado, el general chileno José Miguel Carrera había llegado a Buenos Aires con una flotilla de cinco barcos norteamericanos al mando del oficial estadounidense William Kennedy procedentes justamente de Baltimore, en el mismo momento en que el Ejército de los Andes peleaba en Chacabuco. 

   Debido a sus antiguas desavenencias con Bernardo O’Higgins –que lo culpaba por la pérdida de la “Patria Vieja”− Carrera se negó a poner sus recursos a las órdenes de San Martín. Pueyrredón intentó disuadirlo pero tras algunas conferencias, a fines de marzo, optó por requisar la pequeña flota y arrestar a Carrera. 

   Liberado poco después se fugó a Montevideo donde se reunió con Alvear y Herrera, sus antiguos aliados políticos y, con la protección del general portugués Carlos Federico Lecor que ocupaba la Banda Oriental, instaló una imprenta donada por sus amigos norteamericanos -la “Imprenta federal”−, que se dedicó a publicar panfletos que denunciaban a O’Higgins, San Martín y Pueyrredón –y a toda la Logia Lautaro, por extensión– como enemigos del federalismo. Carrera y Alvear buscaron un entendimiento con Artigas, que los rechazó aunque, tiempo después, lograron acercarse a otros líderes federales del Litoral.

La “Sociedad Americana”

   Mientras tanto Dorrego, elocuente y de inteligencia vivaz, continuó su intensa actividad en Estados Unidos. Además del activo núcleo de Baltimore, cosechó respaldos de Baptiste Irvine del Columbian de Nueva York, William Duane desde el Aurora de Filadelfia, Jonathan Elliot del Gazette de Washington y Thomas Ritchie del Enquirer de Richmond: en el sector ilustrado de los Estados Unidos se generó una fuerte corriente de simpatía con la Liga de los Pueblos Libres y de repudio a las monarquías ibéricas.

   Esta actividad desembocó en la creación, a principios de 1817, de la “Sociedad Americana”, que desde su sede en Baltimore se abocó a financiar la compra y el equipamiento de naves destinadas a la actividad corsaria artiguista. Con el mismo propósito y también en Baltimore se conformó la “Sociedad Félix” y en el distrito de Maine la “Sociedad Poquila”.

   Estas asociaciones reunían a capitalistas, comerciantes y capitanes navales que ya disponían de algunos barcos idóneos para este tipo de empresa. 

   Así fue cómo varios capitanes de prestigio como Thomas Taylor, John Clark, Daniel y James Chayter, John Dieter, James Barnes, John Daniels, David Jewet, Thomas Boyle, Joseph Almeida y, según parece, el más exitoso entre ellos, John Obadiah Chase pasaron a servir como corsarios al servicio del Protector de la Liga Federal del Río de la Plata. 

   Además de Baltimore, los buques corsarios artiguistas operaron desde los puertos de Charleston, Savannah, Norfolk y Providence: en ellos se reaprovisionaban, renovaban tripulación y, también, vendían las mercaderías capturadas.

   Este mismo consorcio asentado en Baltimore contó con la sólida y activa adhesión del cónsul de los Estados Unidos destinado en Buenos Aires desde el 30 de agosto de 1814, el comerciante Thomas Lloyd Halsey que, ya comprometido en el negocio, organizó en la capital de las Provincias Unidas otra “Sociedad Americana” en la que interesó a comerciantes de origen estadounidense que residían en el Plata, como Clement Cathill, Samuel Miffin y Robert Goodwin. 

   El entramado de semejante estructura internacional, con representantes en ambos extremos del continente y el respaldo de Artigas que emitía y firmaba las imprescindibles patentes de corso autorizando a las naves a izar la bandera celeste y blanca cruzada por la banda roja, repercutió, incluso, en Europa: un periódico liberal que se publicaba en Londres para socavar el poder de la Casa de Braganza y que se enviaba a Brasil, el Correio Brasiliense, se hizo eco también del corso artiguista.

Influencias en el Brasil

   Es probable también que estos manifiestos cargados de sentimiento antimonárquico y anticolonial, hayan influido en la Revolución Pernambucana, en el extremo oriente del Brasil, que estalló en marzo de 1817. 

    El 27 de abril, desde Buenos Aires, Mateo Vidal comunica las novedades a Artigas desde Buenos Aires y, a renglón seguido, pide a Artigas que expida más patentes de corso debidamente autorizadas y selladas, con “los nombres del buque, sus toneladas y Capitán en blanco, siendo de mi cuenta instruir a V. E. oportunamente de estos particulares”. 

   El autor de este comentario, Alberto Umpiérrez, concluye: “El movimiento, reprimido en la Provincia Oriental, crecía y se reproducía en todas partes”. En efecto, marinos corsarios con bandera oriental azotaban a los barcos comerciales portugueses en toda la costa brasileña y, más allá de Río de Janeiro, hostigaron las costas de Bahía, Pernambuco, Natal, Ceará y Maranhao, “provocando entonces la alarma que se tradujo en convoyes, patrullas y refuerzo de la flota, recursos que no detuvieron a los osados corsarios”.

Una guerra singular

   El despliegue de la guerra de corso presentaba aristas curiosas. El director Pueyrredón, una y otra vez, desautorizó el uso de patentes de corso para guerrear a los portugueses y advirtió al gobernador de Montevideo Miguel Barreiro que el único autorizado para emitir patentes era “la autoridad superior a que obedecen los pueblos de esta Banda”, o sea el Directorio que ejercía él mismo por disposición del Congreso de Tucumán que ya para entonces se había trasladado y sesionaba en Buenos Aires.

   Sin embargo, como los corsarios trabajan en el límite preciso entre lo formal y lo ilegal –por ejemplo, disfrazando los títulos de propiedad de los navíos con testaferros− muchos corsarios que exhibían patente emitida por Artigas, también gozaban, a la vez, de la protección del gobierno de Buenos Aires, pudiendo enarbolar la bandera albiceleste como la que lucía franja roja, según la conveniencia. 

   En particular, desde la caída del puerto de Colonia del Sacramento, en mayo de 1818, la guerra de corso artiguista, contradictoriamente, tomó un renovado impulso. 

   El análisis de Cristina Montalbán, una especialista en el tema, es ajustado: “La pérdida de [Colonia] obligó a que Buenos Aires fuera puerto de salida de corsarios de los “Pueblos Libres” o, más exactamente, de corsarios con doble patente. El gobierno de Pueyrredón −en guerra con Artigas− permitía el armado de corsarios artiguistas en Buenos Aires porque utilizaban también patente bonaerense. Podría entonces justificarse una situación que a primera vista no tenía lógica. ¿Por qué necesitaban patente bonaerense contra España, si ya las de Artigas los habilitaban para hacer el corso a las dos naciones? La respuesta era entonces: porque así el gobierno de Pueyrredón no podía actuar contra ellos”.

   El desarrollo de la guerra de la independencia, contra los reyes de España y Portugal entremezclada con disputas locales entre “directoriales” y “federales” (o ‘pueblos libres’), como podemos ver –y como toda guerra, al fin–, ofreció caminos sinuosos y en ella, la participación de marinos de potencias ultramarinas y de franceses como Bouchard, británicos, como Brown y Cochrane. y norteamericanos, hombres de formación como navegantes, fue muy importante. 

 

La influencia de Artigas en el sur del Brasil

“Mi respetable paisano: 
 

   El inesperado acontecimiento de Pernambuco en los Estados Brasilenses si bien debe influir sobremanera sobre los negocios de nuestra Provincia, es muy bastante para felicitar a V. E. como Jefe Supremo de ella. 
 

   Al fin los portugueses dieron lugar a las luces de nuestro siglo, oyeron la voz de la razón oprimida, no pudieron negarse a las sensaciones de la naturaleza, y reasumiendo sus usurpados derechos, expulsaron a sus tiranos y enarbolaron en Olinda, capital de Pernambuco, el estandarte de su Libertad”.

Carta de Mateo Vidal a José Artigas, 26 de abril de 1817

Seguiremos con el tema en nuestra próxima entrega, el sábado 10 de diciembre