Bahía Blanca | Sabado, 27 de abril

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Cuentos breves. Hoy: “Mundanza”

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Por Fernando Monacelli / Ilustración: Guillermo Arena

   Dejé las cortinas. Ahora que lo pienso, dejé las cortinas. No importa tanto; nada, en verdad. Estaban descoloridas, flores pastel que ya se parecen a manchas de moho, y largan bastante olor a humedad, casi a podrido, en fin, a viejo. No dicen nada, siempre silenciaron el sol en el departamento.

   No vale la pena volver, subir los tres pisos, abrir la puerta, no una sino las dos cerraduras esta vez, clack, clack, primero la de siempre, la del picaporte, y enseguida la otra, la de bien arriba, que está oxidada, difícil de girar porque nunca la usábamos, salvo hoy, que también la cerré.

   Entrar, meter a tientas las manos en la caja de los fusibles, rozar esos cables de tela y polvo y arañas que me aterrorizan un poco, reconectar la electricidad; entonces sí, buscar la manera de bajar las cortinas de las ventanas. Y no queda en el departamento nada que sirva, ni una silla ni un banquito. Nada.

   Encima, son pesadas las cortinas, demasiado, un abrazo de papá, un ahogo; y son impenetrables y oscuras como el secreto que mamá conoció y olvidó; o ignoró, como se aprenden a ignorar esos ruidos en las casas, aquel burbujear de caños viejos desde la pared del comedor, que de noche si uno le prestaba atención podía confundirse con un arrullo amable. Ahora, con el agua cortada, el departamento no habla, no puede.

   A Marita yo le decía lo del arrullo. Ella no se podía dormir. Entonces estiraba el brazo desde mi cama (ahora nuestro cuarto vacío parece poco más que un pasillo mugriento), le agarraba los deditos y le decía que escuchara el arrullo del ángelito de la guarda. Así se dormía y yo me quedaba despierta oyendo aquel burbujeo horrible, las entrañas del departamento haciendo ruidos a saliva y baba; entonces entraba papá. 

   Abre la puerta, me hace shhhh, mira a Marita, se sienta en mi cama, hola mi amor, le doy la espalda, me huele el pelo, hola mi amor, agarra con su mano de tabaco de pipa mis deditos que antes calmaron a Marita, los hunde bajo la frazada, los frota contra él, lento y rápido, me duele la mano, aprieto los ojos, espero, papá bufa, se calma, me da un beso en el pelo, se va. Después, me tapo hasta la cabeza y me duermo.

   Las camas, la de Marita y la mía, las voy a regalar a la señora que me ayuda en casa, tiene nietos, le van a venir bien. La mesita de princesa va a terminar en leña, estoy segura. Se destartaló apenas los de la mudanza la movieron de nuestro viejo cuarto. 

   Pero las cortinas...no vale la pena volver por esas cortinas. Tal vez cuando todavía quedaban algunas cajas, la vajilla, los portarretratos, los libros (esos libros que vestían de señor a papá, como le grite a mamá y tampoco me oyó), y tenía a mano a los dos tipos de la mudanza, podría haberles dicho que las bajaran, y me las llevaba. Pero no, porque igual hubieran quedado tiradas por ahí, en algún rincón del garaje, o encerradas en el cuarto del fondo, estoy segura; me hubiera arrepentido de traerlas, hubiera odiado tenerlas conmigo, por algo no les dije nada a los muchachos.

   Hay cosas que no se dicen porque uno no quiere y otras que no se dicen porque uno no quiere, pero no sabe que no quiere, y entonces se olvida de decirlas. Pudo haber pasado conmigo y las cortinas. O con mamá y conmigo. 

   Mamá está parada en la puerta de mi cuarto, su figura con el pelo suelto, la forma ondulante de su camisón, la mano en la boca para evitarse el grito, mirando hacia mi cama con horror. Y se va sin más, y lo olvida, cierra la puerta, dos llaves, una para su memoria y la otra para mí. Clack, clack. Papá, a punto de bufar ni se enteró de que ella estuvo allí. Marita, por suerte dormía.

   Más tarde en el tiempo, papá se murió leyendo en su sillón de tres plazas de roble. Un incordio el sillón de papá, casi no pasaba por la puerta. Ni qué decir de girarlo en cada descanso de la escalera. Los pobres muchachos tuvieron que lidiar como monos. Ese sillón va a un depósito. Capaz tenga algún valor, como los cuadros de papá. Las casas de antigüedades compran cualquier cosa, no les importa nada. O tal vez lo queme. Como a papá. Cenizas que no ocupan lugar, ni se ven.

   Mamá, en cambio, todavía se no murió, apenas sufrió un ACV, postrada en su vieja cama. No habla ni se mueve mucho, pero parece lúcida. 

   Entonces, su cuarto no se toca. Cerrado. Ahí no hay nada que sirva muchachos. Pasaron de largo, claro, menos trabajo, menos cosas para bajar. Dos llaves, esta vez una para mi mamá y otra para mi memoria, clack, clack. No vale la pena volver por las cortinas.