Travesía en los Andes: la emoción de padre e hija al visitar los restos del avión uruguayo
Lucía y Gregorio Díaz Torres, realizaron una expedición grupal desde Mendoza y llegaron hasta el lugar en el que se estrelló la aeronave que transportaba al equipo de rugby en octubre de 1972. Viajaron desde Pringles y cruzaron la cordillera a caballo.
Anahí González Pau
[email protected]
“Si estamos respirando, estamos vivos”.
La frase pertenece a Fernando “Nando” Parrado, uno de los 16 sobrevivientes del accidente que tuvo lugar el 13 de octubre de 1972, cuando un avión de la fuerza aérea uruguaya que transportaba a un equipo de rugby hacia Chile se estrelló contra el pico de una montaña y cayó hecho pedazos en la nieve.
Parrado tenía 23 años cuando sus amigos lo dieron por muerto, porque estaba inconsciente en el fuselaje del avión. Tres días después, despertó en un escenario de terror. Su madre estaba muerta y su hermana Susana, de 17 años, muy grave. Finalmente, ella falleció en sus brazos, sin medicinas.
Cola del avión. Roberto Canessa, con campera marrón y Tintín Vizintín, con una remera en su cabeza. Roy Harley, de espaldas. La foto la tomó Parrado.
Entonces, debió asistir a otros compañeros heridos, algunos de los cuales murieron. A los 10 días del accidente –cuando escucharon por un transistor que ya nadie los buscaba- debió decidir si alimentarse de los restos de sus amigos o morir de hambre.
Él y otros sobrevivientes –se salvaron, finalmente, 16 de 45 personas- soportaron temperaturas extremas, sin víveres, perdidos entre montañas anónimas, dados por muertos, lejos de la civilización.
Desde el cielo no los veían porque el avión blanco se confundía en la nieve.
Nando Parrado, con gorra roja, sobre las valijas.
En principio, con el impacto, habían logrado sobrevivir 29 personas pero cuando llevaban allí dos semanas y media una avalancha sepultó el fuselaje y fallecieron otras 8.
Quienes resistieron el golpe brutal cavaron una salida tres días después.
Otra vez la única certeza era estar respirando: “Luchemos hasta que dejemos de respirar”.
Otros más, producto de la conjunción de heridas letales que requerían atención médica, el frío y la falta de alimentos, también partieron.
Tres de los sobrevivientes entendieron que si se quedaban allí, todos morirían y se lanzaron a la montaña. Sin saber siquiera si estaban en Argentina o en Chile.
Intentaron lo que parecía imposible. Y fue posible.
Un ejemplo de la fuerza arrolladora del espíritu humano, del poder del amor por la vida, de la tenacidad, compañerismo, valentía y tantos valores que pueden rescatarse de lo que hoy se conoce como la Tragedia de los Andes y que inspiró el libro ¡Viven!, de Piers Paul Read, basado en testimonios.
En 1993 se estrenó una película basada en este libro, dirigida por Frank Marshall.
Hoy son más de siete los libros sobre el Vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya diferentes autores.
***
Lucía Díaz y su papá Gregorio, oriundos de Pringles, fervientes sanmartinianos, tuvieron, semanas atrás, la oportunidad de visitar, en una expedición, los restos de este avión uruguayo que permanecen en la cordillera de los Andes.
Allí, sobre la nieve, quedan unos pocos hierros y partes de la aeronave sujetas por rocas. De entre los escombros emerge una cruz. En ella cuelgan rosarios que van dejando los visitantes. También hay placas recordatorias y una pirámide de mármol en homenaje a los 29 fallecidos y a los 16 sobrevivientes.
Los supervivientes fueron José Pedro Algorta, Roberto Canessa, Alfredo Delgado, Daniel Fernández, Roberto François, Roy Harley, José Luis Inciarte, Javier Methol, Álvaro Mangino, Carlos Páez Rodríguez, Fernando Parrado, Ramón Sabella, Adolfo Strauch, Eduardo Strauch, Antonio Vizintín y Gustavo Zerbino.
Para Lucía, llegar hasta allí con su papá –un productor agropecuario de 71 años- fue tan conmovedor que, aun siendo profesora de Prácticas del Lenguaje y Literatura, busca el modo de describir ese momento: “Me cuesta ponerlo en palabras”.
“Fue algo único compartir este viaje con él. Siempre hacemos cosas en familia pero esta es una de esas experiencias que fortalece el alma”, dijo.
El cruce se concretó el primer fin de semana de diciembre.
Gregorio preside la Asociación Sanmartiniana de Coronel Pringles, el Sable Corvo y ya había hecho el cruce en otra oportunidad. Ahora, invitado por otro sanmartiniano, lo hizo extensivo a su hija.
“Yo no sabía si iba a ser una carga para el grupo porque no tenía experiencia, casi todos habían hecho el cruce”, contó la docente.
El 5 de diciembre llegaron a Mendoza y el 6, por la madrugada salieron por la ruta 40 hacia El Sosneado. Unos 100 km más adelante partieron con los caballos y las mulas, que llevaban las cargas del grupo compuesto por 31 personas, con un guía y dos ayudantes.
El mayor desafío, en esta parte del viaje, fue cruzar el primer río porque era tarde y con el deshielo estaba muy caudaloso. Cabalgaron por tres horas y media y luego acamparon.
A la mañana siguiente emprendieron la segunda parte del trayecto, más ardua, pasando por precipicios interminables.
Tardaron 4 horas en llegar a los 3700 metros adonde está el avión.
“Luego de almorzar allí, iniciamos el trayecto a pie de 500 metros, hacia el avión. Era complejo, hay piedras debajo de la nieve”, contó.
“Es impactante. Nadie puede ponerse en la piel de los protagonistas, solo ellos lo sintieron, lo vivieron, les pasó; pero los tenés presentes todo el tiempo”, relató.
“Me costó muchísimo hacer esos 500 metros en un lugar llano, habiendo comido antes, con un calzado adecuado, y aún así pisaba la nieve y seguía de largo. Yo pensaba cómo habrá sido para ellos el ascenso hasta la cumbre para buscar ayuda”, dijo.
Ella se refirió a un momento crucial para los sobrevivientes, el 12 de diciembre, cuando tres de ellos –Nando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín- decidieron abandonar el avión, en busca de ayuda, sin saber hacia dónde se dirigían, en el corazón de la cordillera.
Lucía reflexionó: “Nosotros tuvimos ascensos muy pequeños, no nos mojábamos, no nos traspasó la nieve. No imagino lo que habrá sido para ellos el ascenso hasta la cumbre. Subieron con una bolsa de dormir que hicieron con el tapizado de los asientos. Me pregunté cómo lo habían hecho, fue la fuerza de voluntad para volver a ver su familia”.
Lucía es madre de Salvador, de 5 años y sintió empatía desde ese lugar.
“Pensaba en la edad de los chicos, su falta de experiencia, eran muy jóvenes. Todo lo que les sucedió. Uno está ahí y ve esa inmensidad, tardaron tres días en subir la montaña, esperando ver los valles de Chile”, dijo.
Escalaron un pico de 4500 metros creyendo que del otro lado estaba la salvación pero al hacer cumbre solo vieron montañas. Y dijeron: “Hay que seguir”. Vizintín regresó al avión para dar el mensaje. Parrado y Canessa, continuaron. Diez días y 64 kilómetros después, encontraron un río, flores y una vaca, los primeros signos de civilización.
En verde, la travesía que realizaron Canessa y Parrado, a pie.
El día 71 del accidente, al otro lado del río, vieron a un ranchero chileno arriba del caballo. Ante la imposibilidad de ser oídos por el sonido del río, el jinete les arrojó una piedra envuelta en un papel y con un lápiz. Ellos contestaron y 10 horas después fueron rescatados. Estaban en Los Maitenes. El rescate de los demás, fue en helicóptero. Parrado tuvo que subir para guiar al piloto.
En la actualidad, los sobrevivientes se reúnen cada año, el 22 de diciembre, fecha en que los rescataron.
Sobrevivientes en el avión escucharon por radio que serían rescatados. Algunos se cambiaron de ropa y hasta se lavaron los dientes.
Al monte que escalaron lo llamaron Seler, en honor al padre de Parrado, quien vivió hasta los 90 años.
El mensaje de Nando, en conferencias, se repite.
“La vida es más simple de lo que parece. El amor es lo más importante. El amor hacia nuestras familias nos mantuvo vivos”.
Emoción y congoja al llegar hasta el avión
“Uno de los guías nos explicó el accidente. Fue muy emotivo para el grupo llegar hasta allí con dos veteranos de Malvinas. Uno piensa que una vez que llega se va a sentir contento pero el sentimiento no fue de felicidad sino de emoción”, dijo Lucía.
Durante la excursión un montañista que no formaba parte de la expedición les habló de la entereza de Parrado, que radicaba en el hecho de no tener que llegar a ingerir los restos de su madre y de su hermana, aunque había dado permiso a sus compañeros para hacerlo llegado el caso, y por la desesperación de volver a reunirse con su padre.
Lucía, desde su rol docente, transmitirá esta experiencia a sus alumnos de una escuela rural.
“Es una historia con varias aristas: el compañerismo, los valores que implica la idea de vencer la muerte, de no darse por vencidos, es algo para recalcar en la época que estamos transitando como sociedad”, reflexionó.
“En la travesía pensé que tan efímero puede ser todo. Inclusive al subir con los caballos, en las partes más complicadas, en los precipicios y en el descenso, cuando tenés que sostener firmes las riendas, pero no tanto, y los estribos hacia adelante, y el cuerpo echado hacia atrás, en contrapeso, fui con el corazón en la boca”, dijo.
Para Gregorio lo más conmovedor fue estar con su hija en el lugar del accidente donde se encuentra la pirámide con los nombres de los caídos y los sobrevivientes.
“Pensar en su perseverancia por continuar con vida, en los sacrificios que tuvieron que hacer. Ellos fueron inmediatamente refrendados por su santidad, el Papa. Cuando uno ve sus peripecias siente una congoja terrible. Las lágrimas se caen, en ese momento, prácticamente a todos los presentes” compartió.
“Cada uno de los que va revive parte de su historia y de la entereza y perseverancia que tuvieron. Eso nos quedó. Ir, estar ahí y tratar de ponerse en la piel del otro, que no lo hacemos a menudo, la empatía es difícil de practicar”.
El grupo con el que Lucía y Gregorio hicieron la expedición.
“Haberlo compartido con mi papá, el abrazo que nos dimos cuando llegamos, fue emocionante. Pensamos en nuestra familia, que se había quedado en Pringles, creo que los dos los sentimos de esta manera”, dijo.
La familia. Lucía –mamá de Salvador- y Gregorio Díaz -casado con Florencia-, geólogo de la Marina, son hijos de Gregorio Eduardo Díaz y Cristina.