Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

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Aeropuerto

El cuento escrito por Rogelio Ocampo fue seleccionado por el jurado como uno de los finalistas en el concurso literario.

Rogelio Ocampo

   Yo tenía diecinueve años. Estaba en Estados Unidos. Era joven, libre y feliz. Había estado dos años terminando el secundario en un colegio internacional. Conocí pibes y pibas de todos los países y de todos los colores posibles. Colegio del mundo. Así se llamaba. El presidente del colegio era un famoso pacifista internacional. Pero bueno, aquella experiencia había terminado. Ahora estaba en el aeropuerto de Miami. Después de dos años iba a volver a mi país: Argentina. 

   Estaba solo. Mis otros compañeros ya habían partido o estaban en otros aeropuertos con destino a sus países. Estar solo puede ser un motivo de tristeza para algunos. Para mí no, estaba solo y a mis anchas. Tenía que pasar toda la noche en el aeropuerto porque mi vuelo saldría al día siguiente. Pensaba dormir ahí. No tenía dinero para un hotel. Es más, me quedaban unos pocos dólares. 

   Unos días atrás había conocido una brasilera. Me había dicho que vivía en Miami, que si yo quería me podía alojar en su casa. Saqué mi agenda y busqué su número. No lo encontré. La puta madre. Volví a buscar. No estaba. Pero si yo lo había anotado. Claro, entonces me acorde: estaba escrito en la contratapa del libro que leía, uno de Jack London. 

   Camine por el aeropuerto entre la gente que iba y venía, entre la gente sentada, conversando, comiendo hamburguesas o fumando. Fui hasta un teléfono público. Era un aparato celeste y gris. Recordé los armatostes naranjas de mi país. Llamé.

   Hello, contestó una voz femenina. Era ella.

   Hello, Casandra. It’s me, Santiago.

   No me recordaba. Hablamos en inglés. Le dije que nos habíamos conocido en la Universidad de Rhode Island la semana pasada. En una conferencia sobre guerras mundiales.

   ¿El chico de rulos?, me preguntó. 

   Ese mismo. 

   Le conté que estaba en Miami. Dijo que hablaría con la madre. Escuché que apoyó el teléfono y después unas voces a lo lejos. Volvió y me dijo que no podía alojarme, que la madre le había dicho que tenían un compromiso familiar impostergable esa noche. 

   Bye, Casandra.

   Deambulé por el aeropuerto. Todo alfombrado. Era lindo caminar sobre la alfombra. Me gustaba mirar la cantidad de gente diferente que había. Indúes, latinos, negros, rubios, colorados, bajos, altos, gordos, flacos. Todos expectantes a partir o contentos de llegar. Esas imágenes de gente sonriente abrazándose. Fui hasta un bar. Se llamaba Carver’s. Era moderno. Luminoso. Luces dicroicas. Mesas bajas con unos banquitos en forma de cubos de colores. Me senté en una mesa. Puse mi valija y mi bolso a un costado. Vino una moza. Una morena hermosa. Sonrisa amplia y blanca. Se llamaba Emily. Lo supe porque llevaba el nombre bordado en el bolsillo de su camisa. Me pedí un café. 

   Saqué del bolsillo el libro de Jack London. Me puse a leer. Pensé que iba a ser lindo volver a Argentina. Volver a ver a mis amigos. A decir verdad mucho no me había escrito con ellos. A veces hice algunos llamados, recibí otros, algunas cartas. No demasiado. ¿Y si mis amigos me habían olvidado? Tuve miedo. Me gusta la soledad. Pero no la soledad de no tener amigos. Los de fierro van a estar, me dije. Pensé en el Cabezón, en el Turco, esos pibes con los que uno se crió. Esos no me iban a olvidar. ¿Y mis viejos? No sé si había buenas noticias para mis viejos. Ya había decidido no estudiar ingeniería, esos habían sido los planes para mi. Ahora había decidido que quería ser escritor. Quería escribir. 

   Vino la morena, Emily, con el café.

   ¿Leés a Jack London?, me pregunto.

   En realidad pienso, le dije. Vuelvo a mi país después de dos años y pienso en eso.

   ¿Cuál es tu país?, preguntó. 

   Argentina, dije.

   Maradona. 

   Exacto, dije.

   Evita, dijo.

   Más exacto todavía. Me contó que conocía a Maradona por el mundial de fútbol que se había celebrado en los Estados Unidos unos años atrás, y que conocía a Evita por la película que había protagonizados Madonna.

   ¿Estás contento de volver a la Argentina?

   Sí, mucho. Pero voy a extrañar acá también.

   La llamaron desde otra mesa. Sonrió y se fue. Linda morena, me dije. Hermosa. Me imagine que nos hacíamos amigos, o mejor dicho más que amigos y me llevaba a dormir a su casa. Termine el café, dejé el dinero debajo del pocillo y me fui a pegar otra vuelta. 

   Camine por ahí. Se me ocurrió que podría comprar otro libro. Me hacía sentir bien comprar libros, tener libros, aunque a veces no los leyera. A veces solo me compraba libros porque me gustaba el título o la tapa. No encontraba una librería. Me crucé con un gordo de bigotes vestido con un uniforme gris. Llevaba una cachiporra a la cintura. Unas tiras amarillas surcaban el borde de sus pantalones, tenía bordadas unas estrellas en el hombro. Era de la seguridad. Le pregunté dónde podía encontrar una librería. Me indicó y me fui para allá.

   Terminé comprándome un libro de Michael Jordan. La estrella de la NBA contaba su experiencia como jugador de beisball. El tipo había decidido después de cansarse del basket ser jugador de beisball y lo había logrado. Talento, fama y dinero. Era como si Maradona hubiera decidido ser jugador de tenis. Seguramente lo hubiera logrado. Pensé en mi, era difícil tener dinero siendo escritor. Pero había escritores con fama y dinero. Jack London por ejemplo. Una vida de mierda para terminar siendo un best seller y millonario. ¿Tenía yo el talento? No me importaba nada: iba a ser escritor.

   Con el tema de comprarme el libro me quedaba menos plata todavía. Me puse en precavido, se me ocurrió ir a preguntar si debía pagar algún impuesto para abordar el avión. Siempre hay que pagar alguna pelotudez. Me acerqué a la recepcionista de la aerolínea. Era una morocha con pinta de latina, de mexicana, para probarla le pregunte en español si debía pagar algo. La pegué. Sonrió y me habló en español, me dijo que no, que en mi ticket ya estaban incluidos los impuestos. Listo el pollo.

   Me senté frente a un ventanal inmenso desde donde podía verse la pista de aterrizaje. Estaba oscureciendo. El cielo naranja sobre el horizonte, la luna a un costado, la lucecitas de la pista, los aviones aterrizando o despegando. El sonido de las turbinas: implacable. Me puse a leer el libro de Michael Jordan. Me di cuenta que podía leer en inglés sin problemas. Me puse orgulloso de eso. Un profesor me había dicho que cada idioma que uno aprende es universo nuevo al que se accede. Me gustaba esa idea. Y era verdad, inclusive uno cambiaba la personalidad de un idioma al otro. La gente me decía que yo era más simpático y ameno cuando hablaba en inglés. 

   Se hizo la noche. Empecé a cabecear en el asiento donde estaba. El sueño me empezaba a llamar. Agarré el bolso y la valija. Los acomodé sobre el suelo y me acosté usando el bolso de almohada. Dormí. Al rato me desperté porque alguien me sacudía. Abrí los ojos, vi a un tipo. No entendía nada, dormido como estaba no comprendía dónde estaba, quién era ese tipo. Era otro de la seguridad. 

   No puede dormir acá, joven, me dijo.

   Pedí disculpas y me incorporé y me senté. El tipo se alejó. Me quedé dormido sentado, con la cabeza caída hacia un costado. Al rato me despertó el dolor de cuello. Estaba dolorido y contracturado. Va a ser una noche larga, me dije. Agarré el bolso y la valija y me fui para el bar Carver’s. 

   Me senté en una mesa. Me miré en uno de los espejos que cubrían la pared. Me estaba mirando la cara de sueño cuando vi aparecer a la moza. La misma morena de antes. La de la sonrisa blanca y amplia. Emily.

   Hello Emily, le dije.

   You are back, me dijo. 

   Tengo que pasar la noche, le dije. Entonces imagine que ella ahora si me decía que me invitaba a su casa a dormir. Pero no.

   Es larga la noche, dijo.

   Alguna vez voy a escribir esta historia, le dije.

   ¿Sos escritor?

   No sé si lo soy pero voy a serlo, le dije. 

   ¡Qué bueno!, exclamó. Yo escribo poesía a veces. 

   Charlamos. Me dijo que amaba a Cheever y a Buckowsky y que había leído unos cuentos del argentino Borges. Yo imaginé que nos besábamos y que hacíamos el amor sobre una de las mesitas esas y que todo se iba a la mierda. Pero no. Ella fue a seguir trabajando y yo me puse a leer y me tome el café, la Sprite y me comí las cookies. Metí la mano en el bolsillo y confirmé que me había quemado toda la guita, me quedan un par de dólares y monedas. Empecé a cabecear de sueño. Me quedé dormido sobre la mesa. Era más cómodo que el asiento del sector de esperas. Emily fue buena conmigo, no me echó del bar. Me dejó dormir hasta le amanecer.

   Al otro día llegó la hora de la verdad. Subir al avión, volver a mi país, volver a comer buen asado, amigos, vino, la familia, los abuelos, los tíos, la pasta con salsa bolognesa, las tostadas de mi vieja. Volver después de haber estudiado en Estados Unidos. A lo mejor con esa chapa podría conseguir algunas chicas para el amor. El corazón me latía a mil por horas.

   Me acerqué a la recepcionista, le entregué mi ticket. Era una rubia opaca con cara de nada.

   Tiene que pagar veintidós dólares de impuestos, dijo.

   ¿Pero cómo carajos? Le expliqué que ayer me habían dicho que estaba todo pago, que ya no tenía más plata. 

   De esto no se salva ni el presidente de pagarlo, dijo la rubia insulsa.

   Y lo normal hubiera sido que yo me desesperara, me pusiera nervioso, o triste, pero no, me llené de adrenalina. El desafío era ver cómo mierda iba a conseguir veintidós dólares a una hora y media de que el avión con destino a la Argentina despegara. Pudiera haber sucumbido en el pánico, pensar lo peor, imaginarme llamando a mis viejos para que me hicieran un giro con dinero, cambiando el pasaje para otro día, todo el quilombo, pero no. Entusiasmado me dije: voy a conseguir la guita.

   Me puse a deambular por el lugar. Buscaba argentinos que viajaran en el mismo avión. Encontré uno, encontré dos. Les dije que me prestaran el dinero, que cuando llegábamos a Argentina se los devolvía. Dijeron que no tenían, uno dijo que se manejaba con tarjeta de crédito. Los argentinos no querían colaborar. Con la cara bien rota empecé a manguear guita a la gente por ahí. Me encontré con unos pibes de mi edad, eran cuatro o cinco, me dijeron que era de Bolivia, Perú y había un argentino. Charlamos, les conté que estaba hasta las pelotas, pero me dijeron que no les sobraba plata. Seguí caminando por ahí. Mangueando a la gente sin éxito. Se me ocurrió ir a ver a la moza, a Emily, a lo mejor me daba unos dólares. Pero Emily ya se había ido. Volvía más tarde y para cuando fuera esa hora o bien yo había conseguido la guita y estaba camino a la Argentina o lo que le iba a pedir a Emily era que me dejara dormir otra vez en el bar. La cosa que no conseguía la guita. Esto lo voy a escribir alguna ve me decía. No me importaba nada. Y así como quien no quiere la cosa lo muchachos que antes habían hablado conmigo, los bolivianos y peruanos y el argentino me llamaron.

   ¿Cuánto necesitas?, me pregunto uno. Veintidós dólares, le dije. ¿Tenés algo para vender?, preguntaron.

   Todo cuesta en la vida, nada es gratis, ni la solidaridad, eso aprendí ese día. Les vendí el libro de Jack London, y dos compacts discs, uno de Charly García y otro de una banda yanqui llamada “Nixons”. Conseguí la guita. En total treinta dólares. Fui y comí un pancho y con el vuelto pagué mis impuestos de aeropuerto y subí al avión. En Estados Unidos descubrí que quería ser escritor. Creo que en principio a eso fui, a buscar historias para contar. Pasaron los años, casi veinte, y acá estoy, mientras mi mujer y mis hijos duermen, tomando café y despuntando la noche con este recuerdo. A un costado, junto a la computadora que tecleo, tengo un libro de Jack London.