Bahía Blanca | Miércoles, 02 de julio

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Carta de un padre que tuvo coronavirus

Fueron más de 10 días en cama, aislado en una habitación. Dolores de cabeza interminables y un tratamiento mínimo, a la espera de la recuperación.

Preparativos del cumpleaños número 5 de Gregorio.

Maximiliano Allica / [email protected]

   Lloré mucho el día que no pude abrazar a mi hijo por su cumpleaños. Estaba encerrado hacía cuatro días en una habitación, arriba, y desde la escalera se escuchaba su alegría.

   Con muy pocas fuerzas, en un momento de la mañana me puse el barbijo, bajé y lo vi con sus primeros regalos: un superhéroe, un villano y un auto a control remoto. Al ratito vino un payaso, que le dio una función especial de malabares y magia desde la vereda. Gregorio bailaba desde la ventana, se reía, se sorprendía con el pañuelo que aparecía y desaparecía de las manos.

   Pero no lo abracé y le pedía que no se me acercara mucho. Lo mismo a Eva, que es más chiquita todavía, y sobre todo a Antonela, que está embarazada de tres meses. Volví a subir.

   Ese sábado fue el peor día del Covid. Probablemente se mezcló con lo emocional, pero ya el viernes había levantado bastante la fiebre y no había parte del cuerpo que no me pesara. Me dolían mucho la cabeza y la cintura, supongo que por la cantidad de horas acumuladas en la cama desde el martes. No había forma de aguantar fuera de la cama, no había manera de acomodarme sin que me molestara la espalda o sin provocar la tos, que una vez que arrancaba tardaba demasiado en parar.

   Al principio pensé que podía ser alguna gripe común, de esas que cada tanto me castigan, y que incluso el cambio de estación podía explicar la picazón de garganta. Las dudas empezaron a despejarse cuando mi mujer me preguntó si tenía olfato. Trajo un perfume y lo esparció sobre la cama. No sentí nada. Le pedí que me suba una botella de vinagre. Metí un esnifazo que me tendría que haber hecho saltar las lágrimas. Nada. El hisopado después confirmó lo obvio: positivo.

   No sé bien cómo me contagié, si en la tele o en la radio, yendo al supermercado o a comprar otra cosa. Al diario no voy a trabajar desde marzo, así que descartado. Tampoco me importa mucho el cómo, tengo claro que es un virus y se puede meter de mil maneras. No me interesan los culpables ni los cuestionamientos. Todos estamos haciendo lo que podemos, nadie es mejor ni más puro, nadie tiene el problema resuelto.

   El coronavirus es una enfermedad que a todo el mundo le pega distinto. A mí me volteó en la cama 11 días y la primera mitad la pasé muy mal. Como no soy grupo de riesgo no llegué a tener miedos extremos, es cierto, de hecho en ningún momento sentí ahogamiento ni otros síntomas graves. Pero la combinación de gripe pandémica con la sensación de indefensión (no podés ver a un médico, no podés ayudar a tu familia) son horribles.

   Seguí el único tratamiento posible: cama, mucha agua y paracetamol cada 6/8 horas. Y aislamiento. Soy un afortunado, vivo en una casa con habitaciones en el primer piso y un baño propio.

   Anto y los chicos se llevaron colchones al living y armaron una especie de campamento. Ella solo venía a dejarme comida dos o tres veces por día. En el inicio, alguna galletita, una fruta y poco más. El Covid me anuló el hambre y, si hacía el esfuerzo de comer, era para evitar el regusto a estómago vacío.

   También te saca el sueño. Dormís pésimo de noche y por ahí metés una siesta que te parece que te permitió avanzar en el día, aunque después mirás y fueron 15 minutos literales. Ahí te das cuenta que te tenés que preparar para un malestar largo, de días con dolores de cabeza interminables, sin ganas de leer ni mirar tele. Unicamente radio, a bajo volumen.

   La enfermedad y el cansancio me provocaron algunas alteraciones sensoriales, creo. Me veía más alto en el espejo, crecimiento que se me ocurrió atribuir a la fiebre, como si el que tuviera 5 años fuera yo y no mi hijo. Sí estaba más flaco, obvio, pero hubo días en que me llamaba la atención mi altura. Y también los dientes, que un día por un reflejo de luz de la ventana del baño me puse a mirar en detalle, cosa que no hago jamás. Me los vi grandes, como peligrosos.

   Mi temor siempre fue por mi familia y por cómo íbamos a manejar determinadas situaciones si mi mujer también caía. Los primeros días decía que sentía síntomas muy leves pero que el virus a ella no le iba a ganar. No le ganó, pero la noche que a Eva, de 2 años y medio, le subió la temperatura nos preocupamos. Por suerte no pasó de ahí, pero la pregunta me quedó picando.

   ¿Si una pareja con niños pequeños se enferma al punto de no poder atenderlos como es debido, qué se hace? Imagino que nos habrían mandado a todos al Dow u otra UCMA para que sigamos resolviendo nosotros lo básico pero con alguna asistencia profesional más a mano, aunque no lo sé.

   Sí sé que los últimos días, cuando la fiebre y los dolores de cintura empezaron a amainar, empecé a mirar un poco de fútbol, tenis, básquet, además de algunas películas o documentales sobre Churchill, Enrique V y el emperador romano Cómodo. También algo de actualidad en tele, cosa infrecuente porque en situación normal me la paso leyendo portales o escuchando radio. Me di cuenta que no la extraño.

   El viernes a la tarde me volvió a llamar Sonia, la persona de la Secretaría de Salud que me hacía el seguimiento telefónico y me dijo que transcurridos tres días sin síntomas y a más de 10 del primero, me daban el alta.

   Todavía algo débil, volví a bajar la escalera y me fui al "campamento".

   "¿Por qué llorás, papá?", me preguntaba Gregorio, su cabeza apretada contra mi pecho.